martes, 15 de septiembre de 2020

EL ALEPH DE TODOS LOS CHISMORREOS

 



Al tiempo que homenajeamos y reivindicamos a los antepasados, pensando que ellos no nos van a tomar en cuenta semejante atrevimiento, olvidamos voluntariamente su carnalidad, su semejanza implacable, aunque sea remota, con nuestros cuerpos. Hablamos con olímpico desdén de salvajismos, de sangrientas guerras del pasado, olvidando que, como sabía Freud, la cultura es una fina línea que nos separa de la barbarie. A la postre, como dijera el descarnado Coulaincourt de Bayeux, todos somos parientes de todos los difuntos.

Subió una vez más las escaleras que daban a su oscuro cuarto trastero. Lo hacía cada vez con menos frecuencia, pues el acantilado de recuerdos ingratos, de escenas indeseables, de sueños frustrados, de acciones desgraciadas, de movimientos adversos, de errores trágicos, de pasos equívocos, de dibujos mal esbozados, de pensamientos vacíos y enormes, de gestos malsanos, de apuros presuntuosos, de necedades vagas, de estupideces egoístas, de basura existencial, era tan alto y tan pesado, que la sola visión lo acongojaba. Había optado por vivir en un piso estrecho y pobre con tal de poder permitirse un trastero con espacio suficiente como para encajonar tantos escombros olvidados. No era capaz de deshacerse de ellos.

Aquella tarde inspeccionó un rincón de trastero que tenía especialmente descuidado desde hacía años. Era un lugar olvidado porque no le gustaba frecuentar sitios como aquel, donde el resentimiento era tan evidente que hasta él mismo tenía que apartar el rostro debido al hedor, pero aquella tarde se sentía con fuerzas. Al poco se fijó en un mínimo temblor, un brillo quejumbroso que llamó su atención. Parecía una esfera metálica, apenas dos o tres centímetros de diámetro y se hallaba aparcado junto a una estantería de legajos en voladizo. Él no podía saberlo, pero aquella esfera estaba allí desde antes siquiera de construirse el trastero, de edificar ese edificio o el anterior, o el anterior del anterior. La esfera, simplemente, había encontrado su momento. Escuchó un rumor, un bisbiseo de serpiente que subía y bajaba de intensidad. Se acercó un poco más y el rumor creció y se hizo entendible. Empezaba a reconocer las voces amortiguadas de algunos de los vecinos; chiquillos que discutían con sus madres, pensionistas en trance de salir a la calle, hombres y mujeres que volvían de su jornada laboral, jóvenes que estudiaban en un piso compartido. Escuchaba las voces de todas las viviendas a la vez y, sin embargo, no se superponían, permanecían claras y diáfanas unas junto a otras. Al tiempo, supo ya perfectamente a quien pertenecía cada tono, cada expresión, cada grito o susurro improvisado. Conocía el nombre y apellidos exactos de cada uno de ellos, el tono preciso, su modulación y su timbre. Esperó a que cayera la noche, no tenía nada mejor que hacer y además en el trastero, oculto a la luz del día, no podría saber la hora exacta hasta que oyera reunirse a las familias para la cena; justo el momento que él esperaba. Pasaron las horas y la esfera fue dejando de vibrar y apaciblemente pareció entrar en un sueño contenido. Bajó a casa y se tumbó en el lecho, pero apenas pudo dormir.

Al día siguiente, antes de amanecer, vestido apenas con el pijama, subió corriendo de tres en tres escalones hasta la letrina en que se había convertido su trastero. Tenía todo el día por delante, un día placentero durante el cual vivir las vidas de todos los vecinos del bloque en cercana intimidad.

Él todavía no lo sabía, pero había descubierto un Aleph de los chismorreos, un objeto que, semejante al descrito en 1949 por Jorge Luis Borges, le permitía acceder a todos los objetos del universo sin que estos se superpusieran. La única diferencia es que estos eran objetos sonoros emitidos por personas en aquel mismo instante, o como se solía decir entonces, en tiempo real. Años más tarde se acuñaría internacionalmente el término inglés streaming. Eso tampoco lo sabía nuestro hombre: él pensaba que las voces que percibía eran de personas cercanas a su cuarto trastero, de la misma forma que suponía que el Aleph, o lo fuese aquello, era único y personal. De su primer error salió poco a poco afinando su capacidad de observación y ampliando el radio de acción, de su segundo error probablemente jamás saldría, porque desconocía que había múltiples Alephs de los chismorreos distribuidos por los trasteros y sótanos del mundo y que esas esferas escondidas se consultaban siempre por los usuarios en la más estricta soledad culpable.

Pasaron los días y su capacidad de escuchar a un tiempo múltiples conversaciones del orbe se fue perfeccionando. Él creía en su pericia y se vanagloriaba en su interior por tan depurada técnica, pero en realidad era el Aleph de los chimorreos el que modulaba su influjo y acaparaba el resto de las capacidades del observador, de tal modo que se convertía en el único canal de contacto con la realidad circundante de su interlocutor. Porque otra capacidad que parecía tener el Aleph de los chimorreos era la posibilidad de influir, como una mala sombra, sobre las opiniones o actos de aquellos a quienes se escuchaba. No todos los dueños de un Aleph de los chimorreos eran capaces de acceder a ese poder, puesto que la mayoría se conformaba con observar y conseguía mantener un equilibrio entre su vida personal y las horas consagradas a la esfera. Sólo aquellos que estaban más entregados, por su aislamiento o fragilidad, al Aleph de los chismorreos, llegaron a desarrollar aquel poder. Las voces anónimas de estos adelantados se mezclaban en una aparente intimidad con las de algunas de las personas escuchadas, de forma que estas parecían emitir juicios o impresiones sin aparentemente notar que no eran suyos, sino ajenos, y surgidos durante la entrevista de algún lejano desconocido con la esfera.

Quienes hablaban influidos por la voz del Aleph de los chismorreos y, en último término, de su dueño, no eran conscientes de sus frases, no así los familiares o amigos que los escuchaban, que al principio no daban crédito a las palabras apócrifas que pronunciaban normalmente los miembros más locuaces del grupo. Las personas caían frecuentemente en evidentes contradicciones en sus ideas u opiniones, lo que provocaba la perplejidad de los escuchantes y el placer de los dueños de los Alephs de los chismorreos que las emitían.

Con el tiempo, las familias, las parejas y los amigos comenzaron a chocar cada vez con más frecuencia, a discutir por nimios asuntos a los que, sin saber la razón, les imprimían toda la fuerza que no empleaban en otros quehaceres cotidianos, a desconfiar unos de otros antes los cambios de versión de sus palabras. Pasaron los años, y los recuerdos ingratos, las escenas indeseables, los sueños frustrados, las acciones desgraciadas, los movimientos adversos, los errores trágicos, los pasos equívocos, los dibujos mal esbozados, los pensamientos vacíos y enormes, los gestos malsanos, los apuros presuntuosos, las necedades vagas, las estupideces egoístas, la basura existencial, fueron acumulándose sobre las personas como los estratos de un sórdido vertedero en las afueras de una ciudad.

Los dueños de los Alephs de los chismorreos, pasadas unas décadas, se habían multiplicado hasta superar en número a aquellos que desconocían su existencia. ¿Y qué fue de nuestro hombre del trastero? Es posible que muriera de inanición pegado a la esfera o bien de un reventón de escuchas. Nadie se enteró, porque siempre estuvo solo. No fue un destino particular, ocurrió con muchos otros dueños antes de que algunos de ellos se dieran cuenta de que el Aleph de los chismorreos no era en realidad un reproductor de las voces del orbe sino simplemente el amplificador de una sola y triste voz, la voz de la barbarie, del lodo esencial que todos los muertos antiguos sintieron, tocaron, vieron o escucharon alguna vez a lo largo de su corta vida.

martes, 25 de agosto de 2020

ETIMOLOGÍAS PRIVADAS: SATURIO

El tiempo, que todo lo devora, acostumbra a hacernos burla y respetar lugares remotos y humildes mientras masacra sin piedad las grandes obras de los hombres. De alguna manera, las ruinas pequeñas son menos ruinosas, dentro de su penuria parecen menos devastadas que los grandes gigantes de la desmembración, léanse las abadías británicas. Los lugares humildes no tienen ningún destino intermedio, o desaparecen sin dejar rastro o se conservan milagrosamente como insectos en formol. Es el caso de la ermita de San Baudelio de Casillas de Berlanga, ese eremitorio primitivo que hubo de terminar en cenobio y que a pesar de los expolios y del olvido continuado se nos presenta hoy como un puente elevado por encima de los siglos golosos.

En el interior de la singular construcción, pasado el arco ultrasemicircular, más allá de los espectros de pinturas desangradas, de la palmera iniciática y al fondo de ese bosque de columnas de la mezquitilla mozárabe se esconde la gruta minúscula donde algún monje hiciera su retiro del mundo. Entrar en ese espacio oscuro y estrecho me llevó hace casi veinte años a experimentar por un momento, en esa vuelta al embrión o al origen de una manera quizá tangencial, pero sincera, la experiencia de aquellos santones del siglo X y XI.

Más o menos por esas fechas inciertas, días antes o días después, recorrí por vez primera, rodeado de buenos amigos y de las inscripciones de los enamorados sobre los chopos de ribera, el delicioso paseo que va de San Polo a San Saturio, pasado San Juan de Duero. La ermita sobre el río, antes de que trace éste la famosa curva de ballesta, se encastilla desde el siglo XVII sobre una cueva que evoluciona en espiral dentro de una peña a las faldas de la Sierra de Santa Ana o de Peñalba. El lugar cogió pronto justa fama universal, mereciendo los paseos de escritores nacionales e internacionales (como Peter Handke, el reciente Nobel, ese socio intempestivo del Numancia).

No siempre fue así.

Soria entera sufrió largos siglos de letargo que la han revestido, no tan paradójicamente como cabría pensar, de ese encanto dormido que aún hoy conserva. San Saturio debió ser durante muchos siglos un solitario peñasco donde algún que otro eremita escondiera sus reumáticos huesos. Tal es así, que hasta el Santo Patrón de Soria, titular de esta ermita de obra barroca cuya advocación peleó durante un tiempo con la de San Miguel, es lo que se llama un santo pretermitido, es decir inexistente si no es por la devoción popular. El cronista más emocionado, salvando a Don Antonio, de la tierra de Soria, caminante de sus páramos, Avelino Hernández, mal editado como tantos hasta fechas recientes, es quién me da una clave del incierto origen del nombre de Saturio, esquivo godo del siglo VI. Recordando las bondades del lugar en esa precisa y singular guía titulada Donde la vieja Castilla se acaba: Soria, Avelino escribe:

Saturno era el Dios de los Infiernos y dicen que si se le adoraba en las profundas simas de la cueva que hay en la sierra de Santa Ana, cortada a tajo por el Duero. He visto escrito que cuando los visigodos se cristianaron se bautizó a Saturno por Saturio. Y si no es verdad puede serlo. (p. 230)

Perdonemos a Avelino mezclar al titán Saturno, dueño del tiempo, con Plutón, pero celebremos su aportación, pues es cosa aceptada que las Saturnales fueron fiestas y cultos liberadores muy arraigados en el mundo romano y post-romano que el cristianismo quiso borrar con empeño. El oscuro Saturio, eso sí, de haber existido, hubiera habitado las mismas tenebrosas cuevas que podrían ser refugio de un Titán.

En todo caso, Saturno ya era un Dios popular en el Lacio antes de la colonización del Cronos griego, y a ese Dios anterior, cuyo nombre nace de satus (sembrado) o de satio (sazón, siembra o cosecha), por tanto vinculado a la opulencia y a fertilidad, debemos las celebraciones del solsticio de invierno, las míticas Saturnalia, donde se celebraba el prodigalidad de la tierra con banquetes generosos, con dádivas y regalos a los parientes, con fiestas sin fin, donde se recordaba la fraternidad humana y el esclavo se sentaba a la mesa del señor para ser servido por este. Todavía en Plácido, de García Berlanga, esa ácida crítica a la mentira navideña, el mendigo se sienta a la mesa de las burguesitas provincianas. Hoy ya ni se nos ocurriría hacerle semejante honor al remoto Saturno.

Saturno quedó en Saturio, la abundancia y la fertilidad derivaron en renuncia a los placeres del mundo, a la comida, a la fiesta y, por supuesto, a la carne. Nunca nombres tan cercanos designaron principios morales tan alejados.

Hoy ya no existen eremitas en Occidente, algunos monjes camaldulenses aislados en el Yermo de Herrera, en Burgos, los ortodoxos pobladores de Meteora en Grecia y poco más, que procuran mitigar los rigores con unas pocas comodidades básicas, a saber: cuarto de baño, agua caliente, estufa de leña, y finalmente, sala de oración, para escribir o leer. Curiosamente, espacios no demasiado alejados de las cabañas o refugios alquilados, comprados e incluso construidos con sus propias manos por variados artistas, escritores o filósofos que tan bien ilustra el ensayo fotográfico Cabañas para pensar, que sacó a la luz Maia ediciones.

En la lejana India, sin embargo, los sadhu, los saturios del hinduismo, santones o monjes que renuncian a todo, incluso a esas mínimas comodidades, proliferan hoy como ayer por los suburbios superpoblados pidiendo limosna para luego refugiarse en el más absoluto y riguroso retiro o abstinencia de los placeres mundanos, una forma de vida que desapareció hace siglos de España. Luego están los que ejercen vida de ermitaño por obligación y un poco por espíritu de resistencia; estos son los habitantes de pueblos agonizantes que la civilización ha olvidado. Avelino Hernández describe a varios de estos en su libro ya citado o en un canto elegíaco titulado La Sierra del Alba. Es Julio Llamazares, quizá, quien mejor ha descrito esta forma de vida resignada de muchos pueblos en invierno y en su invierno con textos como El rio del olvido:

Días interminables, noches largas y oscuras, semanas y semanas encerrados en las casas escuchando la radio y jugando a las cartas y rezando en la noche para que nadie caiga enfermo y se muera sin poder salir de aquí. (p. 129)

Rezando en la noche.

Es cierto que, a la postre, Saturno venció a través de los dos ritos herederos de las viejas Saturnalia (Carnaval y Navidad), si bien descafeinados y ya carentes de todo sentido trascendente. Pero también es cierto que es cada vez más intenso el reflujo que lanza a los hombres, por amor a lo distinto –y a lo distante- a experimentar un retiro aunque sólo sea como experiencia limitada, muchas veces buscando un idílico paraíso campestre sin saber de la verdadera dureza del aislamiento, como prueban la multitud de fracasos en este tipo de experiencias.

Soria, la provincia, la ciudad, conserva todavía ese halo eremita, nos ofrece ruinas discretas y amables, alguna terrible (como esa enorme fortaleza de Gormaz) y ha conseguido preservar en su despoblación el lejano aroma de aquellos sadhu que la poblaron de forma precaria y anónima. Parece un contrasentido, como esa tensión entre el viejo rito de la abundancia y el nuevo de la abstinencia, que algo tan etéreo como el agreste encanto de la abstinencia de aquellos saturios siga ejerciendo esa atracción en el sistema de la saturación absoluta.

Las palabras engañan, pero en el interior de las mentes evolucionan y crean extraños retruécanos, como esa tensión dispareja entre saturios y saturación que termina explicando el sentido final de nuestra época.

martes, 18 de agosto de 2020

ETIMOLOGÍAS PRIVADAS: ADELA

Siempre he considerado la etimología un vasto semillero donde cultivar no sólo los imaginarios colectivos, sino también los individuales. Las palabras adquieren para cada usuario una textura, un ambiente o un perfume peculiar, y es entonces cuando uno busca su raíz y aparecen nuevas ramificaciones seductoras. Es lo que me ocurrió con el nombre Adela, que en mi infancia asocié con una vecina (a mi juicio muy mayor) que se ceñía los todavía negros cabellos con el clásico rodete. No mucho después la asocié a uno de esos tipos segovianos que Ignacio Zuloaga plasmara en sus cuadros noventayochistas; en concreto, la Hilandera de falda verdosa que retrató en 1911. Un día, asomado al patio al que daban las puertas traseras de las casas del vecindario, contemplé una extraña escena. Aquella Adela, que yo ya tenía por algo así como una de las Moiras hiladoras del destino, había desenredado los cabellos en toda su extensión. Observé como llegaban hasta las rodillas y que adquirían un temple aceitoso, como los de las mujeres simbolistas de Julio Romero de Torres, al mojarse y apelmazarse bajo el jarro de agua que la propia Adela sostenía. La sensualidad del cabello sobre el cuerpo ajado de la vieja me produjo una alucinación que todavía recuerdo, pasados quizá cuarenta años. Fue mi primera intuición casi infantil de que la Castilla del Norte y la Andalucía del Sur y del Oriente tenían un nexo en común. Aquello era un imaginario privado, no un sustrato cultural, porque yo no conocía a los pintores más que de ilustraciones de libros y no sabía nada de sus intenciones artísticas, al igual que no conocía Castilla o Andalucía más que por los mapas de la escuela. El lenguaje sujetó algunos de esos mimbres por la aliteración que producen las palabras Adela, abuela e hilandera, de tal forma que Castilla, o lo que yo imaginaba que era Castilla, terminó apropiándose del nombre de mi vecina, difunta desde hace al menos dos décadas.

Pasaron unos años y, ya en la adolescencia, vinieron nuevas referencias casi al unísono. Por un lado, la valiente heroína, ensayo de mujer liberada de principios del siglo XX, Adèle Blanc-Sec (como el vino, decía ella), creada por Jacques Tardi, cuyos comics devoraba con pasión gracias a la clemencia de un amigo. Por otro lado, unas cintas -compradas en una gasolinera- de un grupo cuya única garantía para mí es que era castellano y hacía música de raíz. Escuchaba aquellas jotas segovianas y la imagen de la hilandera intentaba asomar su agreste perfil. Por entonces yo ya conocía bien a Zuloaga e intentaba imitar, con poco éxito, su pincelada terrosa, gruesa y potente, cercana a una especie de Van Gogh mesetario. En una de las cintas de aquel Nuevo Mester de Juglaría aparecía un romance titulado Una niña se ha muerto, donde una chiquilla enfermaba de amor por la súbita indiferencia de Juan, su pretendiente. Muy avanzado el romance, el inconsciente Juan aireaba su culpa exclamando aquello de “Adela mía, que no pensaba yo que te morías”. El nombre entró en mi imaginario suavemente, con dulzura, sin la truculencia del caso que la canción contaba, rejuveneciendo de paso la memoria de mi anciana vecina. Casi podía ver a aquella adolescente pálida, seguramente muy flaca, vestida de negro, que se hallaba en cama porque su novio le ponía unos cuernos pequeñitos, aterciopelados, pero cuernos, con Dolores. Tampoco podía saber yo que años atrás el impagable Joaquín Díaz ya había grabado otra versión del romance con el nombre de La pobre Adela, ni que el romance tenía múltiples versiones a lo largo de la geografía española. Desde entonces, el nombre quedó indeleblemente unido a mi imagen de Castilla; en mi mente, todas las mujeres castellanas se han llamado un poco Adela, incluso aquella joven dependienta de una panadería cercana a la casa de mi abuela que me dijo, siendo un yo crío -quien sabe la razón- que yo tenía acento segoviano.

El caso es que el nombre me estuvo rondando durante lustros lanzando sus redes desde los lugares más inesperados: igual me llegaba desde un corrido que recordara a las mujeres-soldado de la revolución mejicana, las Adelitas, que se me aparecía en el nombre de una presentadora de televisión o en una especie peculiar de pingüino.

Opté un día por indagar en la etimología de tan recurrente patronímico y me encontré con una raíz germana, la verdadera, y otra árabe, apócrifa, pero muy sugerente. Adela deriva de la raíz athal, que en las lenguas germanas significa siempre nobleza. Así pues, diríamos que se puede traducir como “la que es noble o tiene nobleza”. Curiosamente, existe el nombre árabe Adel, de origen libanés, que sólo por una casualidad puede sonar similar a Adela, y que deriva de la palabra adl (justicia o equidad).

Poco importa que nada tengan en común ambas raíces, porque la etimología privada las ha unido a su manera y entendimiento para recrear en esta Adela inventada, hiladora morena, espigada y rural, una figura paralela a lo que durante muchos años fue para mí el mito íntimo de Castilla, esa tierra donde coincidieron y se acrisolaron de manera muy especial las influencias orientales, islámicas y judías con los posos de culturas llegadas del norte de los Pirineos sobre el terreno bien abonado del mundo romano. Algo no muy diferente, en fin, de lo que nos describe, con su prosa apacible y luminosa, José Jiménez Lozano en su Guía Espiritual de Castilla.

jueves, 23 de abril de 2020

EN LAS CASAS DE LA INFANCIA




En la película Gritos y susurros, de Ingmar Bergman, una niña se esconde detrás de los visillos y contempla un tanto cohibida a su madre sentada a la mesa en el salón rojo. La madre la llama y la niña, obediente, acude. En ese lugar nos encontramos los lectores cuando leemos ciertas obras mal llamadas autobiográficas, porque superan con creces esa etiqueta. En cierto modo, todo aquel que se asome a una obra narrativa se instala en ese precioso lugar tras el visillo, es cierto, pero la diferencia es que en aquellos relatos donde se cuentan hechos inusualmente íntimos, es el propio autor el que se coloca dentro tras la cortina traslúcida. La escena de Bergman es un recuerdo, un flashback cinematográfico, pero su intensidad, su cercanía, nos desarman.

                Gritos y susurros es una película de interiores, de interiores asfixiantes, incluso, donde dos hermanas velan a otra, moribunda, y la atmósfera creada por Sven Nykvist en la fotografía nos hace palpar, casi oler la casa, como en cierta forma ocurre con ese apartamento de Dorothy Vallens en Terciopelo Azul. En ambas cintas, uno de los personajes principales es la casa desde un punto de vista opresor. La casa, que para muchos en estos días se ha convertido en cárcel, en obligado retiro o confinamiento, no parece estar siendo bien tratada en el cine, con ese aluvión de casa encantadas y oscuras, herederas del cuento gótico, que Tim Burton ha reinventado para las generaciones más jóvenes y, sin embargo, siempre hay en esas mansiones un poso de seducción, de atracción inevitable. El siglo XIX está repleto de esos relatos de terror que tantos hemos leído en nuestra juventud. La literatura sobre las casas amables, protectoras al tiempo que vitalistas, abiertas, ricas, ofrece una lista de títulos un poco más corta; pensamos que no hay aventura en disfrutar de la vida cotidiana y, sin embargo, más en estos días, se nos figura un género esencial. Hablaremos hoy, en este día del libro, de unas pocas narraciones, pero para mí elocuentes en esa franja estrecha donde confluyen las experiencias de los propios recuerdos y de las casas de la memoria donde los habitamos.

                Decía Gastón Bachelard, en un libro hoy difícil de encontrar, pero capital en su producción filosófica, La Poética del Espacio, que los poetas y los pintores son fenomenólogos natos, y es cierto que es necesaria mucha capacidad de observación para rescatar los escenarios de la infancia, no sólo en el orden de los acontecimientos, sino también en el orden de los lugares que los vieron desarrollarse. Un libro reciente, del excelente filólogo, escritor y traductor Victor Colden, ha dado en el equilibrio exacto de esa revisión de los pabellones vacíos de la infancia donde caben tantas y tantas vivencias sin peligro de que las estancias rebosen. Decía García Montero en Poesía, Cuartel de Invierno, y también Luis Buñuel en algún lugar de Mi último Suspiro, que “el genio es la infancia encontrada voluntariamente”. Se cumple de manera clara esta máxima en el libro de Colden, su Inventario del Paraíso, una visión tan particular y a la vez tan universal que nos pellizca en los más remotos recuerdos de los lugares de nuestro inestable olvido.

Todas las casas en gran medida son la casa de la infancia, el espacio donde más tiempo hemos pasado en la vida del pensamiento; como escribiera Ambrose Bierce: “De la infancia a la juventud transcurre una eternidad; de la juventud a la edad adulta, una estación del año. La vejez llega en una noche y es increíble”. Es aquí donde Colden acierta y se nos revela como el gran fenomenólogo que es, organizando, un poco aristotélicamente, las sensaciones captadas en pequeños capítulos como cajones de armarios: Árboles, Palabras, Visitantes, Sabores, olores, Placeres, Animales… Lugares. Él diría: como una biznaga de palabras. Es curioso, porque en la obra inaugural de esa “fenomenología de la imaginación” que es La Poética del Espacio, Bachelard, haciendo un recorrido desde el sótano a la buhardilla de una casa-arquetipo, se detiene en los armarios, en los cajones, como trasuntos en miniatura de la propia casa, de los “ensueños”, como él los llama, de ser diminuto y esconderse en los recovecos. Así, cita Bachelard: “El armario –dice Milozs- está lleno del tumulto mudo de los recuerdos.” Y nos recuerda este poema de André Bretón:

L’armoire est pleine de ligne
Il y a même des rayons de lune que se peux deplier.

            Las preguntas a las que nos expone Bachelard ante su análisis de la casa son múltiples y todas esenciales, insertadas en capítulos en apariencia inocentes: casa y universo; los rincones; la concha; la miniatura; la inmensidad íntima… En realidad, nos coloca ante nuestra propia existencia corporal como continente de la consciencia, nos reduce al espacio más esencial y después nos proyecta a nuestro exterior inmediato: nuestra habitación, nuestra casa… La referencia a Bousquet, aquel poeta que cuyo universo era una cama, es elocuente: “Nadie me ve cambiar. Pero, ¿quién me ve? Yo soy mi escondite.” Y Víctor Colden nos da una respuesta en su libro, porque a través de una síntesis resuelve ese gran drama que planteó Edmund Husserl: “La mayoría de los hombres pasan por la vida como si estuvieran medio dormidos”. ¿Qué integra esta síntesis? Recordamos ahora la mirada de la niña de Bergman. En el Inventario del Paraíso, la mirada desinhibida del niño que ya es mayor –pero a la vez niño-, comienza por desgranar todos los lugares importantes de la casa, los impregnados de la observación y la experiencia primera, los que están enlazados con alguna vivencia: la hamaca del abuelo, que los pequeños acechan escondidos, el tocador de la abuela Lola, la entrada de arriba, la fábrica del garaje… La casa y sus habitantes quedan unidos, indisolubles, desde el principio, en la memoria de Michi, el niño que fue. Lo que nos enseña Colden desde la primera página es sus rincones, una palabra que para el niño conserva toda la plenitud de la aventura, del descubrimiento, porque un rincón es el contrario de un no-lugar, es un espacio cargado de significado. Nos cuenta Bachelard: “El rincón se convierte en un armario de recuerdos. Habiendo franqueado los mil umbrales del desorden de las cosas polvorientas, los objetos-recuerdos ponen el pasado en orden.”

                La narración de Colden no se inscribe en la ficción ni la autobiografía, ni en ese extraño monstruo que dio en llamarse autoficción, no es una novela al uso, es un género distinto que hunde sus raíces en textos como los de Natalia Ginzburg, que descubrí gracias a este Inventario del Paraíso. En la más genuina de las obras de Ginzburg, Léxico familiar, la autora pasea a través de los momentos íntimos de su familia, de sus hermanos, sus padres, los vecinos. Las vivencias y recuerdos desfilan por las estancias de la casa familiar con una naturalidad -a la vez íntima en extremo y despegada- que nos hace sentirnos por momentos unos invasores. Pero es la propia Natalia Ginzburg (Levi de nacimiento) la que ocupa el papel de esa niña de Gritos y Susurros, porque asume con radicalidad el papel de observadora de las numerosas discusiones de familia, las travesuras de los hermanos, momentos cómicos y las manías de su padre, el celo por el mezzorado, los poemas balbuceantes y pegadizos, los jerséis, las manzanas, el frío de la casa… la narradora se dedica a grabar esas escaramuzas como si de una grabadora doméstica se tratara hasta que, sin aviso previo, (en la página 160 de la edición de Lumen), pronuncia, ya casada, dos palabras como respuesta a una pregunta de su hermano: “Más rica”. Desde entonces, el libro cambia, se vuelve más pesimista, son los años de la persecución fascista, los años de los detenidos y desaparecidos, de los muertos. Nosotros, lectores, que éramos como uno más de la familia, que comíamos los smarren sentados a su mesa, de repente nos sentimos cohibidos porque nos están contando la tragedia que sufrió la mejor generación intelectual italiana del siglo XX en el periodo de entreguerras e inmediata postguerra, y lo hemos visto pasar entre pijamas, sábanas colgadas y ropa interior limpia llevada a la cárcel. La frase final de Léxico familiar nos trae al principio: “¡la de veces que he oído contar esa historia!”

Los textos de Colden y Ginzburg comparten varias cosas, pero una de ellas es su amor por las palabras o las frases hechas de la familia, por esas palabras que parecen adquirir corporeidad, una textura maleable y a la vez firme que las hace resistir años, de modo que, pronunciadas incluso décadas después, nos hacen regresar también, como la magdalena de Proust, al inicio de la historia. En Léxico familiar son incluso poemas tontos que vuelven cada cierto número de páginas –y de años-.

Yo soy don Carlos Tadrid
y soy estudiante en Madrid.


En Inventario del paraíso, el afán de recuperar esas palabras personales llega a convertirse en una verdadera investigación: Ataití-itiatá, Aceitazo, Gloria, Rollo, Cojo, Leshe… Palabras que en el “léxico familiar” interno tienen significados y códigos superpuestos que no entenderíamos si no fuera porque Colden, primoroso, deteniéndose en cada detalle, nos los deshoja y pincha para nuestro disfrute como flores de la biznaga. Están también los animales: la salamanquesa, el camaleón y, sobre todo, la bisha, que pululan por las estancias y el jardín de ese paraíso de la infancia que es la casa de Las Palmeras, la casa de veraneo de los abuelos malagueños. O los olores, que Colden ha guardado en una alacena secreta de su memoria (esos cajones de Bachelard…) en botes que podemos abrir y aspirar. O los sabores: el pan con aceite y azúcar, los rosquitos… El inventario se hace insondable y cuando uno termina, como en todos los buenos libros, queda apenado y desea volver al camino inicial, a la primera página, porque nada hay como la primera lectura de un libro, la lectura del niño, aunque, por desgracia, no podemos volver a esa niñez del lector sino evocándola, como hago yo ahora en estos textos.

Todos conservamos la casa de la infancia, aun cuando la vida nos haya hecho mirar hacia otros horizontes demasiado pronto, aun cuando esa infancia terminara antes de tiempo o nos hubiéramos vuelto hipermétropes por comodidad. Colden y Ginzburg nos enseñan el valor de esos momentos ya casi olvidados; a través de ellos volvemos a recordar nuestros porches, nuestras alacenas, armarios, camas deshechas, palomares, desvanes, por muy pronto que los abandonáramos. En este sentido, se me figuran textos casi terapéuticos.

Suelo incitar a mis alumnos a hacer una especie de paseo de Rauschenberg desde el instituto a su casa. Les insisto en que se fijen en esos pequeños detalles en los que no reparan durante el trayecto, aunque lo hagan todos los días. Los resultados suelen ser asombrosos. Estos tres libros que he seguido son nuestro propio paseo, nos enseñan a detenernos y a reflexionar sobre las miserias y tristezas de los descuidos de nuestra percepción, pero también los triunfos, porque a través de su universalidad se nos abren de nuevo los sésamos olvidados de nuestras primeras percepciones. Entonces se dibuja en nuestra mente una casa, puede que la de Colden, o la de Ginzburg, pero con un poco de suerte la nuestra, olvidada bajo mil enseres. “Pedir al niño que dibuje una casa es pedirle que dibuje el sueño más profundo donde quiere albergar su felicidad (…)”, dice Mme. Balif a través de Bachelard.

Llevamos semanas de confinamiento y empezamos a odiar incluso la existencia de nuestros domicilios, que nos oprimen como camisas de fuerza. Intentaremos olvidar estos días en cuanto podamos, pero quizá sea un error, quizá un ejercicio que nos salve sea colocar nuestro entorno en paréntesis y realizar una suerte de epojé al estilo fenomenológico; blindar esos trazos de experiencia en nuestro interior, quizá nos sean de mucha ayuda en un futuro que desconocemos. Recuerdo ahora un artículo que escribí hace más de veinte años en torno a los cuentos populares, decía yo entonces que “el escepticismo es un duro pecado, pero como actitud ante la vida es una penitencia. En los cuentos no existe tal cosa, la cuestión no está en creer o en no creer, sino en experienciar.” Seamos pues, ante estos duros momentos de nuestra vida azarosa, frente a un futuro incierto, una vez más, niños, y atesoremos estas experiencias limítrofes como un seguro hacia lo que está por venir. Colden, Ginzburg y otros autores nos ayudarán sin duda.


Jumilla, Día del Libro de 2020, sobrepasada la cuarentena en confinamiento.


BIBLIOGRAFÍA:

Bachelard, G., La poética del Espacio, FCE, México, 1993
Colden, V., Inventario del Paraíso, Libros Canto y Cuento, Jerez, 2019
Ginzburg, N., Léxico familiar, Lumen, Barcelona, 2019
Medina, B., Entre fenomenología y poiesis, apuntes sobre los cuentos populares, en revista Anaquel, nº 2, Ciudad Real, 1999

jueves, 9 de abril de 2020

CLÁSICOS DEL CONFINAMIENTO



En la penumbra de nuestras estancias, durante estas cuarentenas que nos remiten a tiempos pasados, las mentes se difuminan y vuelan sobre los textos del confinamiento. Recordamos a Petrarca, a Camus o Thomas Mann sin dejar de pensar en estos libros como novelas de ficción, cuando todos ellos están inspirados en hechos reales.
Hoy quiero evocar a los autores más que a sus obras, a esos hombres y mujeres que vivieron ocultos en el silencio de sus casas durante largos años, muchas veces obligados, algunas por una decisión propia generada por la presión del entorno. No hablaré aquí de los eremitas de la Tebaida ni del Thoreau de Walden, porque sus encierros y los textos que generaron respondieron a decisiones personales profundamente meditadas, no a la necesidad biológica o social. Citaré, eso sí, a esos gigantes de la literatura que, incapacitados o segregados, dieron al mundo obras únicas que de otra forma no habrían podido ser escritas.
Recuerdo a Joë Bousquet, el poeta francés herido en la gran Guerra que pasó décadas postrado en cama sin salir de una habitación oscura a la luz de una lámpara, desde la que construyó sus densos poemas. Regreso a Marcel Proust, cuyos largos periodos de postración dieron final a la gran saga de la memoria recobrada que es su obra. También Emily Dickinson pasó décadas sin salir de su casa, por propia iniciativa, sí, pero obligada por la presión del ambiente social. Sus poemas no hubieran existido sin ese aislamiento físico. Es cierto, como también ocurrió con Lovecraft o con Hildegarda von Bingen, ¡qué distintos y qué separados en el tiempo!, que esos confinamientos se vieron compensados por una intensa actividad epistolar.
A pesar del mérito de sus textos y de sus ejemplos de fortaleza y voluntad, no voy a hablar ahora de ninguno de ellos, sino de otro autor totalmente diferente que me ha acompañado desde la niñez. Hablaré y citaré únicamente su último libro, escrito en la sordidez de un hospital donde lo aparcaba un cáncer de próstata. Regular, gracias a Dios es el último libro de José Antonio Labordeta, el gran andarín aragonés, profesor de enseñanza secundaria, activista, político, cantautor, personaje del cine y la televisión, polígrafo.
Labordeta terminó lo que él dio en llamar unas “memorias compartidas” apenas un par de meses antes de morir. El texto viaja entre sus recuerdos ordenados en etapas concretas de su vida y el estéril confinamiento en el sórdido hospital zaragozano. Cuando el lector viaja por sus memorias sabe, en todo momento, que Labordeta escribe durante los últimos meses de su vida; sin embargo, el escritor jamás nombra el inevitable y cercano final de su situación, aunque lo frecuente. Habla con absoluta naturalidad de las buenas relaciones con sus oncólogos, del paulatino recorte de su libertad de movimientos, como si de un cuento de Cortázar se tratase, de su poca presencia física, de su menguante vitalidad, y lo hace siempre con humor, con esperanza y con una inevitable ironía maña. Se permite toda clase de pequeñas anécdotas, porque éstas no son unas memorias al uso; por ejemplo, la divertida entrevista (página 112) que tuvo nada más llegar a París y que reproduzco:

El vestíbulo estaba repleto de propaganda de Argelia francesa, y sin intimidarme mucho llegué a la oficina donde me recibirían para resolver el papeleo. Saqué todos y cada uno de los expedientes, y de pronto vi que la secretaria se retenía la risa como podía: la causa era mi notable en la clase de religión de quinto de carrera.
—¿Es cierto?
—Ciertísimo. Si no me hubiese sabido las Bienaventuranzas ahora no podría presentarles la documentación completa.

Muy cerca del final del libro, la reclusión se inscribe dentro de su propio piso, y es ahí, en una página inolvidable, donde Labordeta termina entroncando con Bousquet, Proust y tantos otros atletas del confinamiento. Caen frases inmisericordes y a la vez vitalistas sin respiro para el lector: “Cada día lucho más contra esta indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos es recorrer el pasillo de mi casa —lo recorro veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde—”. Unas líneas más abajo, en esa página 213, se permite una dura y realista metáfora existencial: “Cuando uno no tiene más que su casa como recorrido y vida, hace de ésta un lugar tan hermoso como el más hermoso (…). Mi casa, como digo, es mi refugio y también mi condena y todos los días, tras finalizar mi paseo de veinte pasillos, acepto que ese paseo ficticio es mi vida y quiero hacerlo todos los días y me doy cuenta de que cada vez necesito menos cosas para ser feliz.”
Labordeta deja una lección de vida hacia el futuro, precisamente en el momento en que él ya ha agotado el suyo propio; una lección que se nos figura fundamental para arrostrar estos tiempos de penuria. Regular, gracias a Dios fue el primer libro que terminé dentro del confinamiento y que me ayudó a entender que, por mala que fuera nuestra situación, siempre podríamos afrontarla con un atisbo de la entereza con que la encaró el viejo cantautor.
Vayan estas líneas en recuerdo de José Antonio Labordeta, de Luis Eduardo Aute y de otros luchadores por la libertad que hoy ya no están con nosotros.

En mi piso de Jumilla, día 27 del confinamiento por la epidemia de coronavirus.


miércoles, 29 de enero de 2020

EL LEGADO DEL MAESTRO



A Don Joaquín Guardiola Baños

Pasó santo Tomás de Aquino, sin pena, sin gloria ni festividad, trasladada a un lunes por mor de los puentes y se nos fue Don Joaquín. Tenía cumplidos ya los setenta, y sin embargo nos parecía, a nosotros que fuimos sus alumnos hace ocho lustros, que iba a ser eterno.
    Los caprichos de la memoria hacen que ciertos momentos vividos en la pubertad se nos figuren cercanos, llenos de color, mientras otros posteriores se vuelvan grises y mustios. En cierto modo, eso es lo que pasa con las huellas que los maestros, algunos maestros, nos dejan. En el ingrávido pabellón desierto de la escuela se nos figura que son precisamente esos los momentos que nos hicieron madurar.
    Don Joaquín era un maestro sui géneris. Contaría apenas treinta y tres años cuando entramos en su clase de sexto de EGB. A nosotros nos pareció, como cuenta nuestro compañero Juan, un señor ya mayor, una eminencia trajeada con su chaqueta de pana, su pelirrojo mostacho, sus gafas caladas. Era un arquetipo de la transición, aunque entonces no lo sabíamos. Sus intereses eran tan dispares, tan amplios, que no tenía inconveniente en aprovechar las largas horas con nosotros para dejarnos preguntar cualquier cosa, por mi peregrina que fuera. Y claro, nosotros íbamos bien armados. En nuestra inocencia, pensábamos que lo estábamos engañando, al fin y al cabo, se daba la case que nosotros queríamos.
    Con los años, uno cae de su error, en realidad era él quien nos engatusaba y nos llevaba al territorio de la motivación, de la curiosidad. Allí cabía todo, desde la cámara Kirlian, a los últimos avistamientos OVNI, los más enrevesados nombres de dinosaurios desaparecidos, pasando por el mejor método para hipnotizar gallinas. La segunda parte de la clase, la de las matemáticas y las ciencias naturales –en principio la más árida-, entraba por sí sola en nuestras alocadas mentes. Hoy, Don Joaquín posiblemente hubiera recibido alguno de estos rimbombantes premios a la labor educativa si alguien se hubiera parado a pedirlo de su parte, entonces simplemente era nuestro maestro más añorado, ese a cuya clase quería uno asistir más que a cualquier otra.
    Otra faceta que lo distinguía era su indomable ironía, que nosotros no entendíamos del todo pero que nos embobaba. Así, cuando un alumno suspendía un examen con una nota en extremo exigua, (existía la figura de Atilano, “Rey de los Unos”) se mesaba los cabellos diciendo: ¡Que tenga que ver esto un matemático insigne como yo! Nosotros, sus ingenuos alumnos, pensábamos dos cosas; o que estaba loco, o que realmente era un matemático famoso y no lo sabíamos, o las dos a la vez. En cierta ocasión, unos compañeros fabricaron una pócima espantosa que escandalizó a nuestra maestra de francés. El mejunje olía realmente mal. Don Joaquín, en ese momento jefe de estudios, acudió presto a la llamada de socorro pronunciando esta sabia frase: ¿Qué genio anónimo ha logrado componer este perfume exquisito? Entonces, por vez primera, comprendimos el poder de la ironía (no así nuestra ofuscada profesora de francés).
    De todas formas, quizá su legado más duradero sea el haber conseguido, como recuerda nuestro compañero Juan Carlos, enseñarnos a pensar. Y eso lo hizo en cada una de las clases que nos dio, donde la simple memoria era sólo un cemento del ladrillo. Resumo su método con una anécdota. Una buena mañana, de esas en que el olor a borrador, madera de cedro y mortadela adormece las mentes febriles, no conseguía que entendiéramos el mecanismo de la respiración. Ya casi al borde de la desesperación, agarró la caja de cerillas, raspó y encendió una. No olvidaré su mirada penetrante, su mano tiesa con el fuego minúsculo entre los dedos: ¿Qué creéis que hace esta cerilla? Está respirando. Y así, a la lumbre de la inteligencia, comprendimos un proceso.
    En todo caso, ahora pienso que su principal herencia es simplemente el recuerdo que dejó en nosotros, no ya los mil detalles que aprendimos de él, sino la convicción de que, en realidad, aprender es un acto de amor por las cosas del mundo, es un entusiasmo primigenio derivado del asombro. Por eso evocamos con tal facilidad su silueta larguirucha, sus facciones flemáticas, su manera de convertir aquellas horas aparentemente opacas en algunas de las más felices que recordamos. El gusanillo de la enseñanza prendió en algunos de nosotros, sin saberlo, como una lumbre tenue de cerilla que muchos años después espabiló y creció.
    No hay mejor tributo a su memoria, mejor homenaje, que recordar para él aquellas frases de la película de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco:
—¡Pero qué buen maestro es usted, Don Roberto!
—Rural. Rural nada más, Elena.