domingo, 29 de abril de 2012

GREENSPAN O EL FUTURO




Estamos en 1981. El presidente de los Estados Unidos de América, Ronald Reagan ha nombrado a Alan Greenspan director de de la Comisión nacional para la reforma de la Seguridad Social. El presidente tiene un problema; supuestamente necesita liquidez para la asegurar el futuro de la Seguridad Social, pero cualquier decisión sobre una subida de impuestos le cuesta un elevado número de votos. Tampoco puede plantearse un recorte de prestaciones, porque eso significaría la pérdida de la presidencia en la siguiente convocatoria. Echa mano de Greenspan porque éste ya se ha distinguido en los círculos neoliberales entre los que se mueve Reagan, seguidores en su mayoría de la filósofa Ayn Rand, sobre la que luego volveremos. El caso es que Greenspan propone un truco para recaudar dinero sin impuestos. Va a subir las cotizaciones con la promesa de crear un fondo de reserva que blindará el sistema para los próximos veinte o treinta años, a partir de los cuales comenzarán las jubilaciones de los llamados Baby-boomers. Según Matt Taibbi en su libro Cleptopía, la tasa de cotización subió del  9´35 % en 1981 al 15´3 % en 1990. Taibbi nos recuerda, por si lo hemos olvidado, que las tasas de la Seguridad Social son profundamente regresivas, porque sólo se aplican a ingresos salariales, que por otra parte tienen su tope en los 106.000 dólares, cualquier especulador, pez gordo de la banca o presidente de una gran corporación no aporta nada a la Seguridad Social.
El plan sería perfecto si no fuera porque en realidad la caja de la Seguridad Social americana no es un compartimento estanco, ni está blindada contra eventuales necesidades de dinero de otros departamentos del estado. En las sucesivas presidencias del Georges Bush, Bill Clinton y Georges Bush Jr., la caja de la Seguridad Social va a ser sencillamente expoliada para financiar gastos extra principalmente de dos tipos: inyectar dinero a la banca tras las sucesivas burbujas y consecuentes desastres en Wall Street, que se van a producir entre finales del siglo XX y principios del siglo XXI, y financiar las guerras exteriores emprendidas por estos presidentes. El fondo de reserva se vaciará en la práctica, porque la administración de la Seguridad Social se dedicará a comprar Bonos del Tesoro, es decir, prestará dinero al gobierno para otros fines, de forma que llegará un momento, con Greenspan ya como presidente de la Reserva Federal, que en la caja de la Seguridad Social ya no habrá otra cosa que pagarés, miles de millones de dólares habrán volado a bolsillos privados o a las trincheras de Bagdad. Conclusión: llegado un momento, a principios del siglo XXI, la Seguridad Social es deficitaria, la caja está pelada, y necesitamos, recomienda Greenspan desde la Fed, que la edad de jubilación se eleve (nos acabamos de dar cuenta  de que la gente va a vivir más) y se recorten las prestaciones sociales. No es un consejo extraño en un hombre educado en la fe objetivista, que aborrece el altruismo y propone el adelgazamiento absoluto del estado, restringido sólo a garantizar el orden. Ayn Rand construyó un poderoso edificio para eliminar la mala conciencia de los más poderosos y justificar moralmente el egoísmo absoluto, por eso eligió el mito de Atlas (personificación del capitalista) que tiene que soportar sobre sí el peso del mundo (la masa de los desfavorecidos). Greenspan era y es un seguidor ciego de esta doctrina y sus actuaciones en el gobierno siempre fueron en consonancia a su credo. Cuando nos preguntemos en España por el origen de los recortes generalizados, no está de más que hagamos la sencilla suma del dinero perdido en el fraude fiscal (73.000.000.000 de euros sólo en este ejercicio), más el dinero que se ha destinado a rescatar a los bancos; para saber lo que nos espera, pensemos en las sucesivas hazañas de Greenspan y hallaremos respuesta.

domingo, 22 de abril de 2012

INSOLACIÓN




Es cierto que las costumbres son las estrategias de las que dispone el ser humano para no consumir el tiempo en inútiles reinicios, en volver a construir el enredado castillo de la realidad día tras día. Sin las costumbres, nuestra vida se agotaría en desarrollar unos automatismos que las costumbres nos aseguran, de forma que no tenemos que volver a aprender lo ya ejecutado cientos de veces.
Sin costumbres, nuestra vida sería el infierno de Sísifo.
Con el tiempo, las costumbres devienen tradiciones y hacen fructificar leyes, con lo que el hecho social queda fijado. Está claro que si no fuera así viviríamos en un continuo canibalismo social que haría imposible cualquier evolución. Es cierto, necesitamos las costumbres. Sólo que a veces, se vuelven contra nosotros, de forma que provocan aquello que quieren evitar. Sabemos mucho en este país de la perversidad de las costumbres, porque hemos conseguido llegar en no pocos momentos al que llamaríamos el grado cero de las costumbres, esa inacción social, económica, cultural, política, esa siesta de la inteligencia que permite la entrada de las formas de poder más reaccionarias tras conatos progresistas dignos de admirar por todo el mundo. Así ocurrió con la tan cacareada Constitución de 1812, que duró dos tristes años y murió al grito de“¡Vivan las cadenas!”. No terminan de gustarme los homenajes a la Pepa, porque si bien es cierto que supuso un enorme paso adelante, es el símbolo de un fracaso que se ha repetido demasiadas veces en España; tanto, que ha llegado a ser costumbre.
                En demasiadas ocasiones, cuando los españoles nos hemos conseguido dotar de los medios adecuados para entrar en la senda de las libertades, de la Ilustración, de los avances sociales, científicos y culturales, una apatía generalizada, combinada con una mediocridad política insultante, han dado al traste con tan honrosos intentos. Tenemos el campo de nuestra historia cubierto de cadáveres de reformadores hastiados, desilusionados, represaliados, víctimas de la apatía generalizada del pueblo español. No es miopía ni falta de miras lo que nos hace perder tantas buenas ocasiones, sino simplemente desgana; tumbados al sol del mediodía esperamos que alguien arregle las cosas sin que nos despierte de nuestra (creemos) merecida siesta. Decía Luís Martín Santos en “Tiempo de Silencio”, esa disección de las costumbres como camino a la aberración,  que somos “como mojamas colgadas al viento duro y frio de la meseta”. Muchos años después, Albert Pla compuso en “La barricada de Sant Pau Centdeu” el más duro retrato de la peor de las costumbres españolas. La canción es una burla irónica de un himno revolucionario catalán, y sitúa un grupo de vecinos al sol quejándose de la mala situación del país, y lamentándose de que nada pueden hacer, sólo esperar y seguir tumbados. No votem ni resem / No estudiem ni treballem / No creiem hi es que estem en contra / però no protestem”, canta Pla en una estrofa, para después atacar con sorna el estribillo: “Insolació insolació!!! / Sera el sol sera calor / O només una momentania insolació”. Esa siesta mental, esa pertinaz sequía intelectual que aparece en los momentos clave, esa apatía basal que nos impide cualquier movimiento, es nuestra peor costumbre.
Dedicado a mis amigos de Badalona, que saben bien de lo que hablo.