miércoles, 28 de diciembre de 2022

VÍCTOR COLDEN O LA NOVELA DE NUESTRAS VIDAS

 


Cuando en 2019 Víctor Colden (Madrid, 1967) publicó Inventario del paraíso (Canto y Cuento), pocos de sus lectores podían saber que comenzaba un corpus programático; cuando en 2021 Newcastle edita Veinticinco de hace veinticinco, la sensación de que esa inmersión en la memoria generacional no iba a quedar ahí se hizo presente. Efectivamente, desde hace unos meses el propio autor se ha encargado de anunciar que pronto tendríamos en nuestras manos la tercera tesela de este mosaico; el pasado 14 de diciembre, finalmente Pre-textos saca a la luz Tu sonrisa sin temblar, hasta ahora la novela más completa y más ambiciosa de Colden. Ahora sabemos que estas entregas sucesivas no son en modo alguno un trabajo reciente, una idea generada en unos pocos años, sino el fruto de un contacto constante con la escritura, laborioso e ininterrumpido desde los años de la juventud.

                Muchas son las facetas que hacen de Tu sonrisa sin temblar, además de una obra singular, una novela que parece situarse en el centro del imaginario de toda una generación. Sólo comentaré algunas de ellas, procurando soslayar el germen de este texto lleno de calmada poesía sin perturbar el secreto de su encanto.

                La época ya es notoria: primeros años de la movida, la adolescencia de un grupo de estudiantes de secundaria en un colegio del madrileño barrio de Argüelles. Ahí está la todavía frágil democracia, ETA, los avisos y velados pronunciamientos de los despojos del régimen, pero también la asunción a la vida de una nueva generación, su entusiasmo y sus vaivenes. Por el texto desfilan decenas de discos, de libros, de autores, de pubs, cafeterías, tiendas de música y de moda, librerías, y esas calles inmóviles siempre observando la nueva vida que bulle en sus aceras. Y mucho más, claro.

Es cierto, también están los asesinatos de ETA a dos cuadras de la casa familiar, los conciertos multitudinarios en el Parque del Oeste, una visita quevedesca al Rock-Ola, los grupos de moda españoles, actuando delante de sus narices: Nacha Pop, Mamá, Los secretos, Los Pistones, pero también los de siempre, los anglosajones, Jam, Aztec Camera, The Clash, The Psychedelic Furs, Madness, y tantos otros, cuyos discos se podían comprar en la tienda de la esquina. Y están las maravillosas conversaciones sobre filosofía, narrativa y poesía que recorren la novela, mantenidas por unos jóvenes que ya han leído todo lo que hay que leer, que manejan el inglés con soltura, que se atreven con el italiano por puro gusto, que reverencian la ciudad de Praga por ser la patria de Kafka, que publican de tapadillo relatos, obras de teatro y poesías, como otros lo hicimos, pero, ¡ay!, mucho mejor escritos. Todo eso está en Tu sonrisa sin temblar y, sin embargo, no he dicho nada importante.

Víctor Colden ha borrado sus huellas en esta especie de novela de formación y buceo en la memoria entre el estudiante Törless, el joven Dedalus o el yo proustiano, pero nos ha dejado sabrosas pistas. Los nombres de los personajes remiten con humor y picardía a sus étimos en el mundo real: ese prudente Michi Torozón, por momentos insensato; esos ilustres dinosaurios salidos de un casting de El nombre de la Rosa (El Iguana, El Gran Mono Blanco, El Duque); ese esquinado y ominoso Álvaro Baeza, cuyo nombre sugiere el de un famoso espía; ese Yndurillas con nombre parónimo de otro ubicuo falangista y, ante todo, ese clásico del Siglo de Oro que no veréis en ninguna antología llamado Luis Conde y Conde, otro parónimo divertido. Juegos de palabras, acrósticos, figuras literarias enrevesadas, palabras estrambóticas (boruca, coruscante, primicerio), que se entreveran con los nombres de las calles del barrio por las que los personajes circulan continuamente; los vemos subir por Moreno Robledo o Altamirano, llegar a Princesa, deambular por Ferraz, Tutor o por Martín de los Heros, desayunar en Capri o cenar en Florida Park, en una dulce danza urbana de nombres evocadores.

Esto nos lleva a otro de los aciertos de la novela que hacen que todavía nos sea más fácil encarnarnos en ella: la presencia exacta y meticulosa del barrio. Todo Argüelles está metido aquí y cuando los personajes salen a otras zonas de Madrid, pareciera que cambiaran de ciudad, pero también el Parque del Oeste, sus avenidas, Camoens y Chapí, los oscuros senderos, Paseo de Rosales, como una membrana que lo une a Argüelles. La distancia es corta, pero el tono psicológico de cada espacio es muy distinto; mientras el parque es el lugar de la soledad y la ensoñación, el barrio es el escenario de la vida cotidiana y sus azares. Es en el Parque del Oeste donde asistimos a la asunción de una de las metáforas más sutiles del texto de Colden, ese personaje metido dentro de otro personaje que es Virginia, ese juego de espejos que es su personalidad y que embelesa por completo a Michi, pero permitidme que cubra -en justo paralelismo- con un telón opaco ese tema central de la novela.

                Leyendo los cortos capítulos divididos en tres partes que son tres cursos, uno empieza a sospechar que Víctor Colden tiene una llave maestra, un grimorio perdido o un pasadizo secreto arrancado de algún cuento de Borges que le permite acceder a nuestras mentes, digo más, a nuestras vidas, y sacar de ellas trozos perdidos u olvidados. La identificación con los personajes que van apareciendo nos es nítida, no difumina la bruma del tiempo esas facciones: nuestros propios amigos, novias,  novios y compañeros son los que surgen de esas páginas. ¿cómo es esto posible? Uno comprende, mientras lee el texto, que tuvo una Virginia de la que se enamoró y que jamás le hizo caso, un amigo punki como Fredo Mesina que con el tiempo llega a ser el más tierno y entrañable, siempre metido en líos en virtud de su rebeldía y honestidad, o un compañero fiel que comparte descubrimientos literarios (y también amorosos) como Mario Ugarte. También se da el lector cuenta de que conoció en su propia adolescencia a un Luis Baeza, ambiguo y escurridizo, a un Rubén García solitario, callado, pero vehemente, que escondía no pocas desazones, a unas chicas llamadas Sara, Eva o Camila, con las que compartió fiestas, deberes, encuentros y desencuentros. Piensa el lector que cómo fue posible que Víctor Colden supiera que uno tenía un amigo falangista, siendo uno más bien de izquierdas, con el que sin embargo se llevaba bien, al igual que unos compañeros que procedían de ese otro lado que estaba vedado y que era intocable. ¿Cómo era posible que supiera todas esas cosas de un chico pobre de un pueblo agrícola del norte de Murcia y las hiciera aparecer en un colegio privado ubicado en la zona más rica de Madrid? ¿Habría ocurrido con los demás?, se pregunta este lector. ¿Hasta dónde llegaban los secretos tentáculos de este raro demiurgo? Pero era real, mi adolescencia estaba ahí, como sospecho que la de miles de nosotros, un poco más jóvenes y más inocentes y provincianos, pero marcados por las mismas y a la vez distintas experiencias. En Tu sonrisa sin temblar están las revistas literarias que se publicaban a golpe de multicopista, los avisos de bomba que desojaban las aulas en dos minutos, los anónimos, las asonadas, pronunciamientos y travesuras en clase, las incursiones nocturnas al instituto, buscando secretos imposibles, como en un cuento de Cortázar; están las tardes perdidas frente a un mísero café o, cercano el verano, frente a una leche merengada, los agobios de la cercana selectividad, la luz mortecina de las casas de los compañeros haciendo deberes infinitos, la obra teatral de fin de curso, y sí, también las palizas inevitables entre facciones rivales. Todo eso está en este libro poliédrico, como lo estuvo en nuestras vidas y, sin embargo, sigo sin decir nada importante sobre lo que es la novela de Colden.

                La clave que hace distinta a esta novela nos la narra el propio autor en pequeñas digresiones repartidas por los capítulos, cuando reflexiona sobre el fin de la amistad, las bruscas desapariciones en una época fugaz y la paradoja de que esos años sigan presentes, incólumes tras décadas, en su mente , y más extraño todavía, que así sea para los demás actores de esta pieza. Los restos, manuscritos, diarios, los nuevos encuentros, van creando un reflejo de la edad perdida. Colden reconoce que la novela es una labor necesaria antes de que la memoria se vaya definitivamente. Nos damos cuenta de que esa magia aparente no es fruto de la casualidad, que ese estilo transparente, esa prosa depurada, surgen de años de entrenamiento y trabajo callado en busca de la verdad (en la página 150 Hemingway pone voz a ese proceso). Me resisto a hablar de autoficción en esta novela, habría quizá que acuñar un término nuevo: podría ser memoria colectiva, memoria compartida, algo parecido. No importa, los que la hemos leído entendemos de qué se trata, y precisamente por ese efecto indefinible surge esa sensación que notamos de experiencia compartida. Nos parece que los Mario, Rubén, Virginia o Fredo de sus páginas suplantan a nuestros propios compañeros reales, como si estos tuvieran menos fortaleza y dejaran paso a los de Colden. Sus recuerdos secuestran a los nuestros, sus personajes refuerzan las respectivas memorias, empezamos a recordar momentos olvidados, pero ¿son los momentos de Colden o son los propios de cada cual? A estas alturas, tras leer la novela, uno ya no sabe si aquel chaval que nunca se bebía el café y dejaba que se escurriera en el plato era nuestro vecino de pupitre o el vecino de Colden, si aquella búsqueda de la mejor leche merengada la hicimos por nuestra barriada o por las calles de Argüelles. ¿Llegué realmente a disfrutar de los Jam o de Mamá con tan solo quince años, o jamás los escuché hasta hace unos días? Yo ya no lo sé, he empezado a formar parte de un colectivo cada vez más amplio, de una comunidad que, como con Tlön, Ukbar, Orbis Tertius, va extendiendo un mundo que nació en un colegio de Madrid y ahora invade las avenidas de las ciudades españolas. No hay que resistirse, es inevitable, la alquimia de Colden está tan bien armada que ya es imposible escapar de ella.

A estas alturas sigo pensando que, en realidad, sigo sin hablar de lo importante de la novela, pero entiendo que yo poco puedo hacer y que la única forma de acceder a la esencia de sus textos es leerlos uno mismo, ceder sin remedio a su embrujo y participar para siempre de esa comunidad creciente y única que forman los lectores de Tu sonrisa sin temblar.





sábado, 5 de noviembre de 2022

LA LIMPIEZA DE UN BOLÍGRAFO

 



Hará unos días, en una clase de 2º de Bachillerato, observé como una alumna, Diana Nicole, escribía con un bolígrafo sin tinta; el chasis plástico de protección dejaba ver un canutillo limpio y transparente. Le hice ver mi extrañeza, y me contestó que, aunque aparentemente el bolígrafo estaba ya vacío, sí quedaba una pequeña cantidad de tinta cerca de la punta y que pensaba consumir la minúscula reserva. Le insistí en que me avisara cuando eso ocurriera, y efectivamente, tres clases después, me mostró el bolígrafo totalmente descargado, incapaz de trazar línea alguna.

Era algo que hacía años que no veía, un bolígrafo aprovechado al máximo y sin rastro alguno de tinta. Normalmente, estos pequeños artefactos de cotidiana alta tecnología no suelen acabar su vida útil: se extravían, se deterioran prematuramente por el mal uso o, lo que es más común, terminan sus días olvidados en algún rincón del escritorio, en la ranura de un sofá, tras un mueble de poco uso, o lo más hiriente, metidos en un bote junto a un grupo de congéneres marginados.

Un bolígrafo constituye un logro de diseño de producto poco común. El perfecto ensamblaje entre la bola rodante de metal y el cono que permite que la tinta llegue a ella y se expanda alrededor de su esfera es un raro caso de intimidad máxima de los materiales. Su facilidad de construcción y su bajo precio hacen que no reparemos en su perfección.

Vivimos tiempos extraños, la despreocupación generalizada por las cosas, los objetos que nos rodean, contrasta con la cercana -y ya agobiante- carestía que nos espera. Algunas personas, generalmente los adolescentes -tan denostados por muchos “nostálgicos intelectuales” de medio pelo-, ya han entendido que nos aguarda un futuro de austeridad radical, similar a la postguerra europea en el siglo XX. La epidemia de Covid ha enseñado muchas estrategias en este sentido, y son las generaciones más jóvenes las que han interiorizado la grave advertencia que un minúsculo virus nos hizo llegar.

Se me figura que este bolígrafo cristalino, limpio y esencial como un pensamiento tautológico y el gesto no menos limpio y elocuente de Diana Nicole, son un símbolo de esperanza, un vector de posibilidad ante la dura prueba que se nos avecina, y creo que estos gestos minúsculos, estas presencias casi intangibles deben ser evidenciados, presentados, como lo que son: indicios que pueden indicar caminos de salida ante nuestro atolladero.

Se dice que el diseño de un bolígrafo barato no puede ser mejorado, pero es posible que este gesto responsable de cuidar su materialidad hasta el extremo proponga también la posibilidad, a pesar de su bajo costo, de la reutilización mediante una recarga de tinta, sin duda testimonial, pero es posible que los pequeños avances, las soluciones sencillas salidas de la más humilde cotidianeidad, puedan romper la deriva que gobiernos y grandes corporaciones no parecen saber detener.


martes, 25 de enero de 2022

ESPIGADORES

 


El pasado 9 de enero, la ensayista Irene vallejo publicaba en El País Semanal, dentro de su sección El Atlas de Pandora, un artículo donde hablaba, con su natural perspicacia y elegante prosa, del exceso de objetos en nuestra sociedad y de la constante obsesión por desecharlos y adquirir otros nuevos, práctica que, como es habitual, relacionaba con referencias sacadas del mundo clásico, en este caso de la antigua Roma, primera empresa multinacional de la historia. La autora de El Infinito en un junco, cita en una parte de su texto el antiguo oficio del espigador, asociado usualmente a la siega del cereal. Eso me hace recordar a uno de nuestros mejores narradores de postguerra, quizá en mejor cuentista, Ignacio Aldecoa, que tantas páginas dedicó a los oficios del campo y de la pesca. Resulta muy recomendable acercarse a su obra a través de la selección que hiciera su esposa, Josefina Rodríguez, también escritora, para la prestigiosa editorial Cátedra. Rescató la autora en su antología una serie de cuentos dispersos que clasificó por temas, a saber: El trabajo, La burguesía, Los condenados, Los viejos y los niños y, por último, Los seres Libres. En todos ellos luce un lenguaje preciso, ajustado, lleno de vocablos que hoy puede que no reconozcamos, pero que enriquecen el texto y lo dotan de detalle: almádana, blocao, estaribel, celemín, portegado, huelgo, chicón y tantos otros. La prosa de Aldecoa es realista, absolutamente realista, al igual que sus temas, que retratan en pequeños flashes la vida pobre y anodina de los españoles de los años cincuenta y sesenta; sin embargo, sus cuentos están impregnados de una poesía sutil y a la vez repleta de sabor, como si de un tinto de crianza se tratara, que es lo que los dota de su inconfundible encanto. Aldecoa no derrocha, no desprecia ni una sola frase, se sirve de los materiales justos, no se deja llevar por adornos innecesarios; al fin y al cabo, lo que hace es acompañar a los personajes y a su peripecia con la prosa adecuada y precisa a su realidad. Se me figura, sólo se me figura, que la narrativa de Aldecoa es el ejemplo más alejado que se pueda encontrar a esa otra realidad actual que tan bien retrata Irene Vallejo.

En esa España tan cercana, pero tan lejana a la vez, el escritor vitoriano se acerca, en efecto, a los trabajadores del campo, de la pesca, de la construcción para hacerlos protagonistas principales. La urraca cruza la carretera, sobre los peones camineros y Seguir pobres, sobre la siega, son dos de sus cuentos más representativos. En esos ámbitos nada sobra, nada se derrocha, los hombres se encuentran vinculados a una inclemencia, una intemperie constante, secos, curtidos; van de campo en campo, de comarca en comarca, bajo un fondo hiriente salido de los óleos de Godofredo Ortega Muñoz, cosechando, picando. Nada queda para los espigadores aquí, aquellos que recogen lo que la siega ha desechado. A pesar de todo, el oficio de espigador es antiquísimo, practicado incluso en épocas de auténtica carestía; de hecho, es un oficio tan ancestral que el insigne folklorista y cantautor Joaquín Díaz lo versiona a partir de un tema del siglo XVI recogido en el cancionero de Francisco de Salinas que podemos escuchar aquí.

Como podemos comprobar al escuchar esta humilde cancioncilla, las espigaderuelas, jóvenes, puede que niñas, entraban en el rastrojo cuando el segador se retiraba para recoger los minúsculos granos sobrantes. El texto recogido por Joaquín Díaz urge precisamente al segador a salir y dejar algo a la pequeña espigadora.

De eso mismo, de espigar y rebuscar, va el documental que aquella gran dama del cine francés, Agnés Varda, llamada “la abuela de la Nouvelle Vague rodara en el año 2000; Los espigadores y la espigadora. Varda, de origen griego, tuvo un extensa carrera -pues su primera película data de 1954 y la última se rodó en 2019-, ganó el León de Oro, el César francés e incluso el Óscar honorífico. En el año 2000 descubre las cámaras digitales domésticas y su apetito de cine la lleva a recorrer media Francia partiendo del célebre cuadro de Millet, Las espigadoras, de 1857, que muestra precisamente a esas esforzadas mujeres agachadas recogiendo el magro fruto tras la cosecha. Desde el entorno rural que muestra Millet, Varda se sumerge en un mundo urbano donde multitud de ciudadanos, ya sea por necesidad, por conciencia o por vocación artística, se acercan a los mercadillos, las grandes superficies comerciales o los portales de las casas de los vecinos a recoger lo que otros han desechado. Así, en un viaje desenfadado, trufado de poesía y del fino humor de Agnés Varda, llegamos a conocer a personajes variopintos de todas las edades y extracciones sociales. Ella misma espiga en sus entrevistas rescatando datos y declaraciones en torno a esa faena de no dejar que se pierda lo que otros despreciaron. La vemos acercarse, incluso recoger ella misma, patatas en un enorme montón desechado junto a la parcela cosechada, manzanas que maduran y caen del árbol con un leve balanceo, tomates abandonados, hortalizas, uva.

Agnés Varda, como sin querer, nos pone delante de nuestra realidad, la de una sociedad que no sabe el valor y el esfuerzo que significa cultivar o fabricar un producto y que se desprende de él al más mínimo defecto o mancha. Una lección desde la perspectiva de hace dos décadas para los tiempos de carestía que se nos avecinan. Cuando nos asomamos a las duras condiciones de vida de los trabajadores de Aldecoa, cuando escuchamos la llamada a la solidaridad dentro de una canción del XVI, cuando vemos los rostros curtidos de los entrevistados por Varda, se nos hace más claro el sinsentido de esta sociedad entregada al frenesí del derroche y de la inconsciencia.

Hay que decir que la ley francesa protege secularmente la actividad del espigueo o de la rebusca (así llamada cuando se refiere a árboles). Los ciudadanos tienen todo el derecho, por encima de la opinión de cada cosechero, de recoger el fruto despreciado, marcando incluso unos horarios y unas distancias concretas y regladas. España, país de traperos, rastros y rebuscadores seculares (léanse La busca, de Pío Baroja), no ha tenido nunca legislación precisa sobre el espigueo. En nuestro país, las nuevas leyes contra el desperdicio alimentario pretenden paliar el insoportable panorama de toneladas de alimentos consumibles que acaban en la basura (solo en hogares hablamos de 1.364 millones de kilos/litros de alimentos anuales, según fuentes del Gobierno de España). Cataluña ha promulgado recientemente legislación sobre el tema (Ley 3/2020 de 11 de marzo, de prevención de pérdidas y despilfarro alimentario, en BOE nº 78 de 21 de marzo de 2020) donde se reconoce la práctica del espigueo, aunque con la autorización previa del titular de la explotación.