lunes, 27 de enero de 2014

¿ES EL CAPITALISMO UN SUEÑO BÁRBARO? (I)


Para aclarar la larga serie de despropósitos y atentados contra las libertades que se han producido en este país a lo largo del pasado año 2013, es preciso hacer un poco de historia de las ideas. Empecemos por el principio.
A mediados de los años setenta del pasado siglo, un grupo de pensadores de corte conservador comenzó a ocupar las páginas de las revistas francesas con la etiqueta de “jóvenes filósofos”. El más popular de todos ellos, Bernard-Henri Lévy, se alzó en azote de pensadores de la generación anterior que habían demostrado su afinidad con regímenes comunistas o filo-marxistas. Parte de sus dardos cayó sobre J.P. Sartre, Raymond Aron, Gilles Deleuze o Michel Foucault, entre tantos otros. Por muy tibios que parecieran en sus posturas, pocos pensadores de izquierdas parecían salvarse de sus críticas. Hacia 1991, ya definitivamente consagrado, BHL (que así se hacía llmar Lévy en sus tiempos de gloria) publicaría Las aventuras de la libertad  (Edición española en Anagrama, Barcelona, 1992). Entre la serie de entrevistas que contiene este glosario de la intelectualidad francesa del siglo XX, recuerdo la concedida por Michel Foucault, el gran historiador del poder y la sexualidad en occidente. Una frase inquietante encabeza las páginas dedicadas al filósofo francés: …Y si el sueño revolucionario fuera, en el fondo, un sueño bárbaro…”, parece ser ésta, en realidad, la frase que da sentido a todo el libro.
BHL, junto a Alain Finkielkraut o André Glucksmann se posicionarán poco a poco en lugares cada vez más a la derecha, desde su inicial apoyo al liberalismo. Protegidos por Nicolás Sarkozy, que los colma de honores, constituyen sin duda el aparato teórico más visible que acompaña al triunfo, en los últimos veinte años, del neo-conservadurismo nacido en la era Reagan-Thatcher.
En un campo todavía más radical, pero con menor influencia en Europa, nos encontramos a Ayn Rand, la creadora de aquel intento de justificar por cualquier medio el puro egoísmo llamado “objetivismo”, que fue la biblia de los asesores de Ronald Reagan y el origen del “No existe la sociedad” del thatcherismo.
Con el tiempo, Lévy, cuyo éxito se basó en gran medida en eficaces campañas de publicidad, fue siendo desmontado como figura sobrevalorada, falso filósofo mediático, de poca calidad teórica, falto de seriedad. Las críticas arreciaron cuando se descubrió, por ejemplo, que citaba a autores falsos. De forma similar, Finkielkraut y Glucksmann, que comenzaran su carrera en la izquierda, se dedican después al panfleto para intentar pertrechar las insostenibles ideas de Sarkozy y otros popes de la derecha, contribuyendo de lleno a la llamada derechización del mundo ( ver La derechización del mundo, José Vidal-Beneyto, El País, 24 de marzo de 2007). Tras aquellos fuegos de artificio, hoy, en cambio, se toman en serio otros compañeros generacionales de aquellos “jóvenes filósofos”, cuya tendencia de izquierdas los apartó del éxito y la fama. Badiou, Vattimo o Zizeck no son millonarios, es cierto, pero, como dice José Luis Pardo, http://elpais.com/diario/2011/11/18/opinion/1321570813_850215.html; su peso teórico y su profundidad son muy superiores a sus contemporáneos de la derecha.
Sin embargo hoy, entrado ya 2014, aquella frase de Bernard-Henri Lévy me sigue rondando en la cabeza, por que sí es cierto que la proximidad de un sueño bárbaro ronda por la vieja Europa, un sueño bárbaro que amenaza con destruir todo lo que con paciencia se fuera obteniendo a lo largo de dos siglos. Los elementos de extrema derecha se han ido posicionando entre los votantes europeos sin ocultar ya sus vergonzosos idearios. Le Pen en Francia, Fini en Italia o amplios sectores del PP español se han decidido de una vez a enseñar sus ominosos programas ocultos sin temor a un descalabro electoral. El origen de esta nueva actitud de la derecha hay que buscarlo en el desastre de las propuestas de la socialdemocracia, estrangulada por una contradicción que Hobsbawm analizó hace años (ver Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI, Crítica, Barcelona, 2007), es decir, los términos liberalismo y democracia son antitéticos, por tanto,  las democracias liberales, supuesta tabla de salvación de socialdemócratas descafeinados son, muy al contrario, su pira funeraria. En el binomio de contrarios siempre ganará la partida el capital, y esa es la posición que conviene a las opciones de derechas. Sin embargo, y paulatinamente, la demolición de los principios democráticos nos va acercando sin pausa a la pura barbarie.
El gran pastel de estos años oscuros, donde la pérdida de sentido ha agotado por fin los difusos planteamientos del centro político, basados en eufemismos tibios, pertenece ya a la extrema derecha, que ha hecho carne en la nueva clase social ascendente, el precariado, alimentada por la desesperación y el odio focalizado y conducido por los mass-media neo-conservadores. Los yacimientos de votos para partidos populistas de extrema derecha (en España, la nueva incorporación de VOX, con los guiños descarados del PP, y las miradas de reojo de UPyD y Ciutadans), exigen conceptos ambiguos donde cabe casi cualquier cosa, y donde las verdades del programa electoral, a veces inaceptables, sólo se pueden decir con la boca pequeña.
Conceptos muy generales como Patria, Familia o Tradición sirven a los captores de insatisfechos para llenar sus insípidas urnas en un juego demasiado peligroso. Porque cuando hablamos de Patria o Familia, hemos de hablar más bien de patrias y familias, puesto que las formas de entender esos conceptos son múltiples. Pero esa pluralidad, por supuesto, no es el objetivo de estos partidos, que intentan imponer al resto de los ciudadanos una visión muy particular (y desde luego muy restrictiva) de unos conceptos tan amplios que son fácilmente convertibles en símbolos. Muy revelador es el caso del término Tradición, o los fundamentos tradicionales de una sociedad determinada. ¿Cuáles son los fundamentos que han hecho de Europa un modelo a seguir?

En una muy próxima entrada responderemos a esta y otras preguntas

martes, 14 de enero de 2014

CANTERAS DE LOS BÁRBAROS: CÓRDOBA Y GAMONAL


Quien tenga oportunidad de visitar el remodelado Museo Arqueológico de Córdoba se encontrará con todo un yacimiento “in situ” en el sótano del edificio. Se trata del teatro romano de la ciudad, cuya ubicación se desconocía hasta hace unos años y que apareció en terrenos aledaños al antiguo Museo Arqueológico. Los visitantes pueden recorrer mediante pasarelas los restos de las gradas e intuir la desaparecida magnificencia de la orchestra y la escena, cuyos cimientos guardan todavía la plaza Jerónimo Páez y la calle Marqués del Villar.
Entre los restos, ciertamente muy desfigurados por el paso de las civilizaciones, se exhibe un horno de cal algo posterior al propio teatro; ¿qué pinta esta instalación artesanal en medio de las gradas de un teatro romano? Para explicarlo tendremos que narrar una de tantas tristes historias que la incuria humana nos ha servido a lo largo de la historia con necia insistencia.
El declive del Imperio Romano trajo consigo a partir del siglo V el abandono de los espacios de cultura públicos que se habían desarrollado a lo largo de cientos de años. Ágoras o foros, teatros, palestras, elementos heredados por Roma del mundo griego se fueron convirtiendo entonces en amplias plazas devastadas por algo peor que el mal de la piedra: la pérdida de sentido. Pasado un siglo ya nadie recordaba el cometido de aquellos centros de significación, derivando de plazas en vertederos y albañales. La cultura del reciclaje, practicada por los bárbaros parcialmente romanizados, llenó de capiteles las basílicas visigodas y las mezquitas musulmanas. El teatro de Córdoba, como otros tantos en la península, se convirtió en la cantera de los palacetes y casas nobles de la vecindad. El mármol de la cávea desapareció, una vez desmontada por completo la escena. Pero esto no fue todo. La piedra caliza que sostenía las gradas usadas siglos antes por los ciudadanos de Roma alimentó finalmente los hornos de cal para dotar de materia prima los encalados de las casas cordobesas. Convertido en un terraplén, el que otrora fuera noble espacio público terminó sirviendo de cimiento al palacio de los Páez de Castillejo.
Llegados a este punto, el carácter simbólico de estas piedras redescubiertas se impone. Hace dos milenios, los legados griego y romano crearon nuestra idea de espacio público, de lugar de creación de sentido cultural y social. Estos edificios, cargados de poder icónico para los pueblos, son los responsables últimos de nuestra forma de entender la civilización; foros para la política, palestras para la educación, teatros para el arte, circos y anfiteatros para el deporte y el ocio.  Han sido también el modelo para entender los rudimentos del Estado social. Nunca estuvo tan clara la identificación entre espacio físico y espacio intelectual.
La historia nos dice que fueron los pueblos bárbaros (literalmente extranjeros que desconocían la lengua vernácula, ya fuera el griego o después el latín) los que se ocuparon del desmontaje del Imperio. Pero la pérdida de sentido ya se había producido antes de su llegada. Hace milenio y medio, los bárbaros llegaron de afuera, hoy están dentro.
No es posible establecer un paralelismo estricto entre aquel Imperio fundamentalmente esclavista y el actual sistema del capitalismo avanzado, pero algunas claves nos servirán para entender este desmoronamiento generalizado del Estado de Bienestar y otros estados al que asistimos entre perplejos, indignados y desolados. Porque es cierto que hoy no podemos hablar ya de bárbaros, puesto que no existen los extranjeros más allá del limes en un mundo globalizado, pero podemos hablar, en cambio, de excluidos, y aquí, la profunda grieta surgida en el seno mismo del estado social nos da la alarma; es tan veloz, tan descontrolada la grieta de la desigualdad, el deterioro de los derechos fundamentales, la desaparición de los servicios públicos básicos garantizados por el viejo estado del pacto social, que no podemos dejar de acordarnos de ese teatro sometido durante decenas y decenas de años al pillaje descontrolado. Efectivamente, los bárbaros están dentro –en cierto modo Todorov tenía razón-; son los propios políticos, dirigidos por un casta intocable de usureros, son la propia masa despojada de imagen y de sentido –que damos en llamar precariado-, son los periodistas devaluados adictos a la sopa boba, los intelectuales mudos, temerosos de su cátedra, son los corruptos, en fin, que sólo entienden el espacio público como cantera para blanquear sus negros asuntos. Éstos, y no otros, son los nuevos bárbaros.
Un caso de actualidad, entre otros tantos, viene a traernos al presente estas viejas historias de excavaciones y ruinas: las zanjas abiertas en las calles del barrio de Gamonal. Tradicional cantera de obreros en Burgos en el pasado, el barrio sufrió el desencanto y la pérdida de imagen que ha llevado a tanta gente humilde a confiar mediante su pobre voto en opciones políticas nada dispuestas a defender sus derechos. Gamonal ha visto durante los últimos dos años como un alcalde del PP, Javier Lacalle, recortaba sin tregua servicios sociales. Ahora, con la sombra oblicua del empresario Méndez Pozo –presunto corrupto- el alcalde se embarca en un supuesto Bulevar que esconde en el vientre subterráneo un aparcamiento privado, con plazas de garaje para a comprar a un precio de salida de 20.000 euros, inasumible para las humildes gentes de Gamonal. El estallido social se produce tras meses de mutismo insolente por parte del consistorio. Todo un ejemplo de gestión de espacios públicos, como a la hora de compartir los escasos aparcamientos mediante turnos, a la hora de defender mediante el asociacionismo vecinal los intereses del barrio, ha sido violentado por Javier Lacalle, que fue votado con evidente miopía en el barrio. El descontento social no es casual, y nos demuestra lo que tantos intelectuales sostienen: que la desobediencia civil está justificada ante la injusticia.
Gamonal no es un ejemplo aislado, pero sí muy ilustrativo, de los efectos que provoca la obsesión delirante por recortar los espacios públicos –los físicos y los sociales-, efectos rayanos en el absurdo, como los que comenté en una entrada anterior, http://jumilla-amalgama.blogspot.com.es/2013/03/espacio-publico-y-no-lugares.html, en la que se analizaba la reducción del espacio internacional de los aeropuertos hasta una extensión irrisoria a favor de las tiendas duty free.
En estos tiempos de derrumbamiento generalizado, no está de más revisar las lecciones que nos da la historia, como ese triste, desangelado, cruel destino del mayor teatro de Hispania. Es posible que así nos demos cuenta de que nuestras circunstancias no son tan lejanas a las de aquellos ciudadanos romanos que verían, sin duda angustiados, como todo lo que conocían se desvanecía, cómo todo se derrumbaba a la espera de la llegada impetuosa de los bárbaros, porque el bárbaro, no lo olvidemos, se limita a ocupar el espacio vacío.

Y es posible también que nos acordemos de Sigmund Freud, para quien la civilización no es sino la fina capa que nos separa de la barbarie