domingo, 4 de junio de 2023

PUDRIDEROS DE TIEMPO (II)

 


Después de décadas volví a los zaguanes impregnados de polvo. Los bloques eran los mismos, y los mismos sus moradores, mucho más viejos. Otros, por acción de la muerte del anterior, habitaban los pisos desde hacía poco. Se trataba ahora del depósito del correo electoral, no de la encuesta. Similares propósitos, ambos por voluntad y sin pedir ni recibir dinero a cambio. Quizá parpadeando, caí perplejo: estaba ante el mismo fulgor opaco, la misma penumbra dorada, dulzarrona y exangüe.

Los buzones de madera, aunque nuevos, parecían haber envejecido tan deprisa que pudieran tener más edad que los antiguos ya descartados. Los buzones metálicos se pintaban de color cobrizo, o directamente de un marrón castaño, intentando simular un tiempo que no merecían. Todo era simulado y a la vez auténtico. Para comodidad del cartero, algunas series de buzones se extendían a la altura de la cintura, horizontales y no pegados a la pared, como mesas horadadas por ranuras sin sentido. Otros ofrecían, absurdas y cómodas, vistas frontales tras cristales que mostraban sin pudor el interior. Tras esas mirillas descollaban, como peces agonizantes, panfletos de propaganda electoral.

            Comentario aparte ofrecían los espacios. Los zócalos de madera pervivían, opacos y deslucidos, repletos de ralladuras, pero nobles, como la nobleza de un caballero ajado en cuya solapa fallece una flor mustia. Para dar sensación de amplitud, en todos los vestíbulos se habían colocado grandes espejos, una moda que perviviría a lo largo de décadas. Los espejos… limpios, sin una sola grieta o esquina desportillada. El único elemento que no había cambiado a lo largo de los años. Los espejos… que reflejaban el rostro de los habitantes del bloque, día tras día, jornada tras jornada, arruga sobre arruga, implacables e inmisericordes, como la bendición eterna de un párroco desquiciado. Treinta años después, los mismos rostros ajados, desilusionados, empolvorecidos y pálidos, hastiados de sí mismos, pasando por delante de los espejos intransigentes.

            Los escalones. Primero fabricados con un sucedáneo de piedra artificial donde flotaban trozos descartados de mármol rojo. Después sustituidos por piedras nobles. Los escalones pulidos tras cientos de baldes de agua y lustres de fregona. Había algo terrible en todo aquel escenario, buzones, espejos, escalones, zócalos, que no supe ver la primera vez, muchos años atrás, y sentí como un puñetazo en esta ocasión, hace apenas unos días. El aire, el aire enmohecido, el mismo aire irrespirable del primer día, nunca renovado, nunca desbancado de su poltrona estéril. ¿Era un aire muerto? ¿Qué era? Ese tufo de panteón, de los Mendoza en el fuerte de san Francisco, del pudridero de El Escorial, de los catafalcos de la Capilla Real de Granada, del enterramiento renovado en san Juan de la Peña, del Panteón Real de Oña. Ese estancamiento, esa humedad densa, esa ondulación monstruosa de pantano o de cosa del pantano. ¿Era cierto? Después de tantas décadas de limpieza constante nadie había renovado esa atmósfera mortuoria. ¿Cómo era posible que los vecinos no lo notaran? Cada vez que atravesaban el umbral se internaban en un panteón de cementerio, y sus propios nombres estaban allí inscritos, garabateados o tecleados.

            Se debía recurrir a trucos viejos para poder penetrar en esos espacios sórdidos: jamás hablar de propaganda, sustituir publicidad por correo, hablar con eses, ser paciente y servicial. En los timbres, casi nadie contestaba, a la décima, undécima, alguien descolgaba y tras la fórmula, pulsaba el botón. Ciertos inquilinos, tímidos, se excusaban diciendo que la vecindad no quería que abrieran a nadie extraño. No querían, pues, que nadie ajeno entrara en el panteón familiar y respirara el aire irrespirable, y les arrebatara esa última, agónica, bocanada de pasado que les quedaba. Leía los nombres en los buzones, a pesar de la prisa, lejos de lo pragmático: eran nombres de gente que yo conocía, que veía todos los días caminar por las calles. “Ahora sé dónde vives”, pensaba primero irónico; luego, luego pensaba que no era posible, que todos aquellos nombres eran nombres de muertos, y que los muertos no pasean, no pisan las calles. ¿O sí?

            Al salir, siempre, siempre aspiraba un poco de aire envenenado, porque sí, porque yo también era uno de esos muertos embalsamados de pasado y merecía un poco de elixir faraónico, de resina preservadora, de ungüento para momias. Porque yo me lo merecía, sin duda.

Posfacio.

Dos días después, llegaron las elecciones. Perdimos, como siempre, aunque también ganamos. Olvidé el aire mortuorio de los vestíbulos, sustituido por la atmósfera aromática de las aulas, plena de hormonas y ansias de poder, pero desde entonces anda rondando mi pituitaria una cierta inquietud, como si alguien me observara desde el interior de algún buzón anónimo.