Después de
décadas volví a los zaguanes impregnados de polvo. Los bloques eran los mismos,
y los mismos sus moradores, mucho más viejos. Otros, por acción de la muerte
del anterior, habitaban los pisos desde hacía poco. Se trataba ahora del depósito
del correo electoral, no de la encuesta. Similares propósitos, ambos por voluntad
y sin pedir ni recibir dinero a cambio. Quizá parpadeando, caí perplejo: estaba
ante el mismo fulgor opaco, la misma penumbra dorada, dulzarrona y exangüe.
Los buzones de madera, aunque nuevos, parecían haber
envejecido tan deprisa que pudieran tener más edad que los antiguos ya
descartados. Los buzones metálicos se pintaban de color cobrizo, o directamente
de un marrón castaño, intentando simular un tiempo que no merecían. Todo era
simulado y a la vez auténtico. Para comodidad del cartero, algunas series de
buzones se extendían a la altura de la cintura, horizontales y no pegados a la
pared, como mesas horadadas por ranuras sin sentido. Otros ofrecían, absurdas y
cómodas, vistas frontales tras cristales que mostraban sin pudor el interior.
Tras esas mirillas descollaban, como peces agonizantes, panfletos de propaganda
electoral.
Comentario aparte ofrecían los
espacios. Los zócalos de madera pervivían, opacos y deslucidos, repletos de
ralladuras, pero nobles, como la nobleza de un caballero ajado en cuya solapa
fallece una flor mustia. Para dar sensación de amplitud, en todos los
vestíbulos se habían colocado grandes espejos, una moda que perviviría a lo
largo de décadas. Los espejos… limpios, sin una sola grieta o esquina
desportillada. El único elemento que no había cambiado a lo largo de los años.
Los espejos… que reflejaban el rostro de los habitantes del bloque, día tras
día, jornada tras jornada, arruga sobre arruga, implacables e inmisericordes,
como la bendición eterna de un párroco desquiciado. Treinta años después, los
mismos rostros ajados, desilusionados, empolvorecidos y pálidos, hastiados de
sí mismos, pasando por delante de los espejos intransigentes.
Los escalones. Primero fabricados
con un sucedáneo de piedra artificial donde flotaban trozos descartados de mármol
rojo. Después sustituidos por piedras nobles. Los escalones pulidos tras
cientos de baldes de agua y lustres de fregona. Había algo terrible en todo
aquel escenario, buzones, espejos, escalones, zócalos, que no supe ver la
primera vez, muchos años atrás, y sentí como un puñetazo en esta ocasión, hace apenas
unos días. El aire, el aire enmohecido, el mismo aire irrespirable del primer
día, nunca renovado, nunca desbancado de su poltrona estéril. ¿Era un aire muerto?
¿Qué era? Ese tufo de panteón, de los Mendoza en el fuerte de san Francisco,
del pudridero de El Escorial, de los catafalcos de la Capilla Real de Granada, del enterramiento
renovado en san Juan de la Peña, del Panteón Real de Oña. Ese estancamiento,
esa humedad densa, esa ondulación monstruosa de pantano o de cosa del pantano.
¿Era cierto? Después de tantas décadas de limpieza constante nadie había
renovado esa atmósfera mortuoria. ¿Cómo era posible que los vecinos no lo
notaran? Cada vez que atravesaban el umbral se internaban en un panteón de
cementerio, y sus propios nombres estaban allí inscritos, garabateados o
tecleados.
Se debía recurrir a trucos viejos
para poder penetrar en esos espacios sórdidos: jamás hablar de propaganda,
sustituir publicidad por correo, hablar con eses, ser paciente y servicial. En
los timbres, casi nadie contestaba, a la décima, undécima, alguien descolgaba y
tras la fórmula, pulsaba el botón. Ciertos inquilinos, tímidos, se excusaban diciendo
que la vecindad no quería que abrieran a nadie extraño. No querían, pues, que
nadie ajeno entrara en el panteón familiar y respirara el aire irrespirable, y
les arrebatara esa última, agónica, bocanada de pasado que les quedaba. Leía
los nombres en los buzones, a pesar de la prisa, lejos de lo pragmático: eran nombres
de gente que yo conocía, que veía todos los días caminar por las calles. “Ahora
sé dónde vives”, pensaba primero irónico; luego, luego pensaba que no era
posible, que todos aquellos nombres eran nombres de muertos, y que los muertos
no pasean, no pisan las calles. ¿O sí?
Al salir, siempre, siempre aspiraba
un poco de aire envenenado, porque sí, porque yo también era uno de esos
muertos embalsamados de pasado y merecía un poco de elixir faraónico, de resina
preservadora, de ungüento para momias. Porque yo me lo merecía, sin duda.
Posfacio.
Dos días después, llegaron las elecciones. Perdimos, como
siempre, aunque también ganamos. Olvidé el aire mortuorio de los vestíbulos,
sustituido por la atmósfera aromática de las aulas, plena de hormonas y ansias
de poder, pero desde entonces anda rondando mi pituitaria una cierta inquietud,
como si alguien me observara desde el interior de algún buzón anónimo.
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