domingo, 29 de diciembre de 2019

UN RECUERDO PARA EDICIONS DE PONENT


A la memoria de Paco Camarasa.


Hace ya más de tres años que se nos fue el responsable de una de las aventuras más saludables del panorama editorial español: Paco Camarasa Pina. Desde que en 1995 optara por entrar en el mundo de la historieta con la editorial Joputa CB, junto a Diego de la Torre, su actividad no cesó hasta su muerte. Su logro más importante es la creación y posterior internacionalización de su propia aventura: Edicions de Ponent, ese semillero de autores españoles que desde la humilde ubicación en Onil, donde Paco tenía la imprenta, o Castalla, su residencia, pero siempre en Alicante, demostró lo necesaria que era una apuesta independiente y libre, tanto para autores como para lectores. En 2003 fundará Ponent Mon, cuya filial en Rasquera (Tarragona) es hoy su único hijo vivo.
Lo que quiero destacar hoy de Paco Camarasa no es su extensa pléyade de premios (entre los que se incluye el Yellow Kid de 2005, (considerado el Óscar de los comics), ni su prestigio, fraguado con el trabajo exigente y entregado. Sus ediciones han cosechado multitud de reconocimientos, como el Premio Nacional del Comic de 2010 (entre otros) a El Arte de Volar, de Kim y Altarriba, ya sólo encontrable rebuscando en descatalogados, o el Premio nacional de Ilustración, ese mismo año, para Ana Juan (hoy reconocida internacionalmente) por Snowhite. A estos hitos podemos agregar, en distintas ediciones, los siguientes: Premio a la labor prohistorieta, al mejor guion y al mejor dibujo cómico del Diario de Avisos; Mejor Contribución Cultural del Cómic, XII Premios Cartelera Turia; premios a la mejor obra, guion y autor revelación en el Salón del Cómic de Barcelona; el White Ravens, el Junceda en la categoría de cómic y el Premio Nacional de Cómic de Cataluña.
Tampoco voy a hacer una inmersión especial en su faceta de animador cultural como Presidente de la Asociación de Editores de Cómic de España, o la creación del Centro de Documentación del Cómic en 2008, en Onil.
Y no quiero centrarme tampoco en la encomiable apuesta por los autores españoles por encima de todo, con ediciones de gran calidad, resumida en su frase: «Mientras que la mayoría de las empresas editoriales de cómics españolas se dedican a vender material internacional aquí, nosotros nos dedicamos a editar a autores españoles y vender sus derechos en el extranjero» ver. Es innegable que si más empresas españolas tomaran ese camino este país se convertiría de facto en lo que es en embrión, una potencia mundial en el mundo de la historieta y la ilustración.
Lo que quiero realmente destacar es que la labor de este gigante de la edición fue desde el principio una jugada no solo de riesgo, sino de clara pérdida económica. Cuando se decidió a dar el paso lo hizo sabiendo que podía permitirse perder 3000 o 4000 euros semanales. Lo que animaba a Camarasa era su amor al cómic, como en otros editores españoles, hoy olvidados, lo fue hacia la literatura. Camarasa quería dejar un legado, un legado digno, y abrir el paso a gente válida a lectores necesitados de esos talentos. El beneficio económico no importaba, un lema que hoy parece a muchos algo propio de locos o sonados.
Nadie ignora que este tipo de iniciativas va quedando paulatinamente reducidas a cenizas por la angustiosa presión de los gigantes de la edición y, sobre todo, de la distribución, cuyo único cometido es llenar las arcas con un material tan sensible como frágil. Llegados a este punto, la figura de Paco Camarasa me hace pensar en los héroes clásicos, que ejecutaban hazañas por encima de sus posibilidades.
Tras su muerte, a esta filantrópica empresa llamada Edicions de Ponent le pasó lo que todos sabemos: nadie se hizo cargo de las relaciones contractuales con los autores, ni de las obras vivas, ni de los fondos de editados ver, que fueron en su mayoría a alimentar el confuso mundo de los descatalogados y la segunda mano.  Sólo nos queda disfrutar de lo ya editado, como ejemplo, la inigualable Pareidolia de la multidisciplinar artista Rosana Antolí, el exquisito Míseres, de Francesc Grimalt o Sólo los muertos no hablan, de Ángel Muñoz; o bien, buscar los fondos que todavía se encuentren en el mercado y rezar para que otro loco se acuerde del cómic de autor nacional.

domingo, 8 de diciembre de 2019

GRETA THUNBERG Y LOS DEMÁS



Dedicado al equipo de El bosque habitado, de Radio 3 @BosqueHabitado, que tanto bien nos hace

Al principio me sentí esperanzado. Más tarde, enfurecido. A fecha de hoy me encuentro reafirmado en lo que siempre pensé sobre la activista más joven del planeta.

Greta Thunberg tiene razón.

La tiene porque es denostada y odiada a partes iguales por negacionistas, izquierda trasnochada, moderados paternalistas, ecologistas de medio pelo y toda suerte de extraños personajes de los que nunca se escuchó una sola palabra de alerta en torno al cambio climático. Verdaderos analfabetos recurren a científicos para acusarla de banalidad, mientras esos mismos científicos callan. Furiosos partidarios de expulsar a todo inmigrante subsahariano que llegue a nuestras costas recurren a la supuesta carta de la africana Kiwa, de 15 años, de la que nadie sabe nada, salvo que su texto es un modelo clásico de manipulación de la condición del tercer mundo. Kiwa le reprocha a Greta tener la piel muy fina por decir que le han robado su infancia, pero no repara en que esos mismos ladrones son los que robaron la suya, evidentemente mucho más difícil. En realidad Greta habla del hurto de los sueños, que no es cosa baladí.

A Greta se la califica de niña, cuando es una mujer de 16 años. Esos mismos críticos no se escandalizan al ver Lolitas anémicas emperifolladas desfilando por las pasarelas. Greta no va al colegio, claro, porque en todo caso iría al instituto, aunque en realidad viaja con un educador que cuida de su formación. Los padres de Greta –esos ogros- buscan fama y dinero, aunque en realidad ya la tienen; él es un actor conocido y ella cantante (actuó en Eurovisión en 2009). Se dice que han instrumentalizado su infancia, pero ninguno de los críticos ha emitido una palabra sobre los padres de Messi, de Nadal, de tantos Joselitos y Mélodis, de los participantes del talent show de turno, donde pequeños autómatas hacen piruetas estrafalarias o endiosados pinches de cocina se prestan a espacios tan falsos y sobreguionizados como Master Chef. Y lo peor de todo, la atacan por su síndrome de Asperger, que confunden con una enfermedad, y que suponen discapacitante para cualquier ejercicio del discurso público. Incluso confiesan algunos que les da “grima”, que “les da miedo”. Tan cacofónico como decir que Steve Jobs no podría ser un prodigio de la informática porque era disléxico o que Albert  Einstein no pudo ser un genio de la física porque suspendió en el instituto y encima su cerebro pesaba menos de la media. La lista de salvajadas sobre Greta Thunberg no tiene fin.

Sin embargo, lo que más me ha sorprendido es la actitud de algunos intelectuales de la élite cultural acusando al sistema de banalizar unos hechos (por otro lado incuestionables) con la figura seráfica de una joven desvalida, futuro juguete roto, una especie de dollie gótica sin el encanto morboso de lo fúnebre. El problema principal de estos intelectuales sin voz que condenan la banalidad de los media en la figura de alguien como Greta -que se desenvuelve bien en ellos y los utiliza para dejar su mensaje- es que pertenecen a esas élites derrotadas de las que habla Christophe Guilluy en No Society, élites que han perdido su influencia, el pulso de los tiempos, sustituidas por movimientos populares mucho más dinámicos y pragmáticos.

En el fondo de la aversión a Greta Thunberg se encuentra el resentimiento de dos generaciones enteras de seres humanos que han disparado todos los niveles de contaminación (ya sea residuos plásticos, agrícolas, concentración de CO2 elevada a 407 partes por millón, y tantos otros parámetros). Resentimiento, que no culpa, como ya nos enseñara Nietzsche en La genealogía de la moral, incapacidad para admitir los errores de todos los grupos activos que desde la Segunda Guerra Mundial no supieron bajar de una espiral consumista e irresponsable trasmitida sin rubor a sus hijos y nietos, los contemporáneos de Greta Thunberg.

Estos activitas, de los que Greta Thunberg no es sino una muestra sobresaliente, no hablan para sus mayores, pues saben que es inútil, hablan a los jóvenes, que todavía, sino inocentes, al menos tienen la capacidad de cambiar. Nadie le ha pedido perdón a esta generación que hereda un sistema imposible, antes bien, todos se han apresurado a exhibir un obsceno paternalismo falto de toda legitimidad.

Es sintomático que entre toda la pléyade de haters, de ecolistos que se abalanza sobre Greta Thunberg deseándole que se hunda en el océano, que se intoxique con comida vegana y otras lindezas, no existan educadores activos, profesores que ejercen la enseñanza en los centros de secundaria. Pueden dudar, mostrarse cautos, pero en general atienden a su discurso. Dejad hablar a los profesionales.
Como dice Isidora Navarro, “el capital fagocita las Cumbres”, y es totalmente cierto que ha intentado fagocitar a Greta Thunberg, aunque sin éxito, porque ella es la normal y los demás somos los extraños, los anómalos, los desvalidos, los manipulados. Una simple búsqueda en el motor de google del nombre de Greta Thunberg arroja que la primera palabra relacionada con su nombre es “enferma”. No hay mejor prueba para demostrar lo que sostengo: nosotros somos los verdaderos enfermos.

Por eso insisto en lo que dije al principio: Greta tiene razón, precisamente porque todos, salvo los más jóvenes, la odian.