domingo, 26 de diciembre de 2021

968782897

No recuerdo cuando contrató mi padre el número, en todo caso, hace décadas. Puede que lo hiciera con la idea de que sus hijos, que irían a estudiar fuera del pueblo en fechas próximas, tuvieran una comunicación directa con la casa paterna. Sé que cuando empecé en Granada ya existía. Recuerdo hacer colas nocturnas en las cabinas del barrio de estudiantes para marcarlo, sobre todo aquella vez que se corrió la noticia de que la cabina de la esquina funcionaba sin dinero. Me atracaron incluso al ir a llamar en la del polígono; unos gitanos que volvían de fiesta a quienes entregué la calderilla que llevaba en el bolsillo. Esa noche no recibieron mi voz en la casa del pueblo. También recuerdo la barra del bar en cuyo extremo me apoyaba para llamar desde el teléfono del local. Tengo presente en mi memoria la luz verdosa de los tubos fluorescentes, el olor a fritanga y el ligero, pero constante, crepitar de la línea.

Con el paso de los años fui yo el que con más frecuencia comenzó a contestar en ese número. Había ansiedad, urgencia, procuraba ser yo el que descolgara primero en las horas pactadas; también recuerdo buenas y malas noticias, en aquel momento trascendentales para mí, comunicadas a través de aquella línea: trabajo, enfermedad, amor.

Años más tarde volví a ser yo el que llamaba, ahora desde mi casa particular, no desde las calles frías o los bares hostiles. El tiempo fue incluyendo miedo y desazón en esas llamadas que desaparecían al oír la voz tímida y remisa de mi madre. Pero fue a ese número al que llamé para comunicar la muerte de mi abuela, y desde él me llamaron para decirme que mi tía había muerto y que tenía que volver al pueblo, y fue finalmente mi madre la que descolgó para decirnos asustada que mi padre no se movía, que ella creía que… Con el tiempo, los astutos móviles lo fueron relegando a una mera presencia consoladora. Mi madre casi nunca llegaba a tiempo para coger el fijo, así que la llamábamos al móvil, siempre en su bolsillo, agazapado y atento.

                Sobre todo, y por encima de las escaramuzas y traiciones de la vida, el número se ha quedado grabado en mi mente. Recuerdo otros, qué duda cabe, unos con el seis delante, otros con el nueve, en los demás a veces dudo, pero el 968782897 es el rey de todos, es inmanente, imperturbable en mi cerebro. Lo pronuncio a veces: “nueveseisochosieteochodosochonuevesiete”.

Tiene ritmo, belleza, una matemática interna, algún tipo de poder, o al menos es lo que a mí me parece.

Ayer, víspera de nochebuena, recibí un mensaje de texto a mi móvil: la compañía confirmaba que se había tramitado la baja del número 968782897. Hacía meses que la casa estaba vacía y que la única puerta al exterior era un teléfono que jamás respondía. A mediados de diciembre solicité la baja. Un par de semanas antes, mis hermanos y yo firmamos la aceptación y adjudicación de herencia de mi madre. Hoy he llamado por última vez a ese número para constatar lo que ya sabía: “no existe ninguna línea con esa numeración”. Lo he hecho dos veces, buscando quizá una explicación, un sentido, una segunda parte o una prórroga. Hoy es Navidad, dicen, y en este día señalado he cortado el último cable con mi vida anterior, con una etapa en la que el pasado era todavía presente, se le podía interrogar, mirar a la cara. Las puertas de esa casa íntima que es la familia en la que nos criamos, en la que crecimos y nos hicimos una idea del mundo, en la que sufrimos la experiencia de hacerse mayor, se han cerrado en mí para siempre. Un hecho cotidiano, vulgar, como pulsar unos botones o atender a un auricular ha dado el aldabonazo final, irreversible, a ese pesebre en el que nos guarecimos tantos años, a veces remisos y sin quererlo. Ahora sólo queda la intemperie.

domingo, 19 de diciembre de 2021

LA MUERTE DE NUESTRO PELUQUERO

 



La noticia nos llegó por teléfono a través de la persona que nos lo presentó, nuestra amiga Isabel. Javier, nuestro peluquero de toda la vida, sin previo aviso hacía unos pocos días, con apenas cincuenta años de edad. Conocíamos a Javier desde hacía veinte años, y habíamos sido sus clientes habituales durante todo ese tiempo sin interrupción. No somos personas especialmente preocupadas por la imagen exterior, ni tampoco hemos sido unos clientes especialmente asiduos; podían pasar dos o tres meses sin que apareciéramos por su local. A pesar de ello, quizá sí fuimos los más antiguos y fieles entre todos los que frecuentaron alguna vez la peluquería. Por eso mismo nos resulta tan difícil asimilar su muerte.

Nos acercábamos a la capital (en mi pueblo dicen bajábamos) exclusivamente para visitar a Javier, para que nos hiciera el tinte, el corte, nos suministrara diversos champús, cremas y masajes –en los últimos tiempos como pequeñas dosis de drogas amables- con los que fue colonizando nuestra estoica manera de pasar la vida. Allí, en el local, estábamos como en nuestra casa, en una burbuja cálida de confidencias, contando pormenores y anécdotas de las últimas semanas. Javier siempre nos escuchaba con la misma paciencia ligeramente irónica, tranquila, dotada de ese tempo único e intransferible, ligeramente flemático, que formaba parte de su personalidad. A veces dejaba escapar apuntes sobre la sociedad que le rodeaba y con la que convivía día tras día, hora tras hora, detrás de secadores, lavados y tijeras; una sociedad absolutamente superficial, vacua, egoísta hasta la extenuación que soportaba como quien aguanta las molestias del calor veraniego. Nosotros, que éramos de pueblo, constituimos siempre un soplo de aire fresco para él, al menos eso nos quiso transmitir; que fuese una pose o una displicencia, una manera fácil de agasajarnos, nunca nos importó, disfrutar de su personalidad era más importante, y él sabía perfectamente que, dijera lo que dijese, nosotros seguiríamos acudiendo con la misma frecuencia y el mismo agrado.

                Llegaras cuando llegaras, fuera sábado o laborable, mañana o tarde, él siempre estaba allí, podrían pasar semanas y es como si no se hubiera movido, con la misma sonrisa imperturbable, las mismas camisas floreadas, la misma inmoderada afición a cambiar tu look, a ofrecerte algo nuevo, a aconsejarte un producto distinto; no lo podía evitar, era superior a sus fuerzas y bromeábamos con ello.

Javier fue una especie de promesa de eternidad; las estaciones se sucedieron, generaciones de alumnos desfilaron por las aulas, nuestros padres fallecieron, nuestros viejos amigos nos abandonaron, y él siguió allí, indomable, tranquilo. Llegabas a la capital, cruzabas Maestro Alonso y lo veías. Nada cambiaba, era un pilar o un cimiento, el pico lejano de una montaña, un lago cristalino, quién sabe. Isidora me dice que llevaba más tiempo casada con él que conmigo, y es cierto, y tiene sentido. Por eso, cuando nos lo dijeron, supuso una pérdida imposible, una quiebra absurda en nuestro mundo, un choque mental, un extraño sueño inmisericorde. No podía ser, no podía ocurrir. 

Una vez me ofreció una crema antiarrugas y yo le respondí con inconsciente petulancia que yo no necesitaba eso; se rio sanamente desde su eternidad poniéndome delante del espejo ante mi propia caducidad. No estoy hablando ahora de la muerte, que está presente y nos susurra todos los días desde que entramos en la adolescencia, que nos es natural y lógica; hablo del extrañamiento, de la extrañeza hasta límites irracionales. Nunca vimos el rostro de sus hijas, ni estuvimos en su casa, ni conocimos a su mujer, pero los atisbos, los rumores de un mundo inmutable que nunca conoceremos nos llegaron más ciertos y cercanos desde la presencia de Javier que desde las agujas de la torre de una catedral.

Cada vez que nos duchamos, nos miramos al espejo, nos peinamos, usamos sus productos, ahí está él. Su rostro, su recuerdo, sus aromas, su estilo. El cabello irá creciendo y borrará las ya difusas huellas, los envases se agotarán y las fragancias se perderán, tragadas por los desagües, y el tinte, el color, se irá desvaneciendo vencido por la lluvia del tiempo. Hasta siempre, Javier.