jueves, 23 de abril de 2020

EN LAS CASAS DE LA INFANCIA




En la película Gritos y susurros, de Ingmar Bergman, una niña se esconde detrás de los visillos y contempla un tanto cohibida a su madre sentada a la mesa en el salón rojo. La madre la llama y la niña, obediente, acude. En ese lugar nos encontramos los lectores cuando leemos ciertas obras mal llamadas autobiográficas, porque superan con creces esa etiqueta. En cierto modo, todo aquel que se asome a una obra narrativa se instala en ese precioso lugar tras el visillo, es cierto, pero la diferencia es que en aquellos relatos donde se cuentan hechos inusualmente íntimos, es el propio autor el que se coloca dentro tras la cortina traslúcida. La escena de Bergman es un recuerdo, un flashback cinematográfico, pero su intensidad, su cercanía, nos desarman.

                Gritos y susurros es una película de interiores, de interiores asfixiantes, incluso, donde dos hermanas velan a otra, moribunda, y la atmósfera creada por Sven Nykvist en la fotografía nos hace palpar, casi oler la casa, como en cierta forma ocurre con ese apartamento de Dorothy Vallens en Terciopelo Azul. En ambas cintas, uno de los personajes principales es la casa desde un punto de vista opresor. La casa, que para muchos en estos días se ha convertido en cárcel, en obligado retiro o confinamiento, no parece estar siendo bien tratada en el cine, con ese aluvión de casa encantadas y oscuras, herederas del cuento gótico, que Tim Burton ha reinventado para las generaciones más jóvenes y, sin embargo, siempre hay en esas mansiones un poso de seducción, de atracción inevitable. El siglo XIX está repleto de esos relatos de terror que tantos hemos leído en nuestra juventud. La literatura sobre las casas amables, protectoras al tiempo que vitalistas, abiertas, ricas, ofrece una lista de títulos un poco más corta; pensamos que no hay aventura en disfrutar de la vida cotidiana y, sin embargo, más en estos días, se nos figura un género esencial. Hablaremos hoy, en este día del libro, de unas pocas narraciones, pero para mí elocuentes en esa franja estrecha donde confluyen las experiencias de los propios recuerdos y de las casas de la memoria donde los habitamos.

                Decía Gastón Bachelard, en un libro hoy difícil de encontrar, pero capital en su producción filosófica, La Poética del Espacio, que los poetas y los pintores son fenomenólogos natos, y es cierto que es necesaria mucha capacidad de observación para rescatar los escenarios de la infancia, no sólo en el orden de los acontecimientos, sino también en el orden de los lugares que los vieron desarrollarse. Un libro reciente, del excelente filólogo, escritor y traductor Victor Colden, ha dado en el equilibrio exacto de esa revisión de los pabellones vacíos de la infancia donde caben tantas y tantas vivencias sin peligro de que las estancias rebosen. Decía García Montero en Poesía, Cuartel de Invierno, y también Luis Buñuel en algún lugar de Mi último Suspiro, que “el genio es la infancia encontrada voluntariamente”. Se cumple de manera clara esta máxima en el libro de Colden, su Inventario del Paraíso, una visión tan particular y a la vez tan universal que nos pellizca en los más remotos recuerdos de los lugares de nuestro inestable olvido.

Todas las casas en gran medida son la casa de la infancia, el espacio donde más tiempo hemos pasado en la vida del pensamiento; como escribiera Ambrose Bierce: “De la infancia a la juventud transcurre una eternidad; de la juventud a la edad adulta, una estación del año. La vejez llega en una noche y es increíble”. Es aquí donde Colden acierta y se nos revela como el gran fenomenólogo que es, organizando, un poco aristotélicamente, las sensaciones captadas en pequeños capítulos como cajones de armarios: Árboles, Palabras, Visitantes, Sabores, olores, Placeres, Animales… Lugares. Él diría: como una biznaga de palabras. Es curioso, porque en la obra inaugural de esa “fenomenología de la imaginación” que es La Poética del Espacio, Bachelard, haciendo un recorrido desde el sótano a la buhardilla de una casa-arquetipo, se detiene en los armarios, en los cajones, como trasuntos en miniatura de la propia casa, de los “ensueños”, como él los llama, de ser diminuto y esconderse en los recovecos. Así, cita Bachelard: “El armario –dice Milozs- está lleno del tumulto mudo de los recuerdos.” Y nos recuerda este poema de André Bretón:

L’armoire est pleine de ligne
Il y a même des rayons de lune que se peux deplier.

            Las preguntas a las que nos expone Bachelard ante su análisis de la casa son múltiples y todas esenciales, insertadas en capítulos en apariencia inocentes: casa y universo; los rincones; la concha; la miniatura; la inmensidad íntima… En realidad, nos coloca ante nuestra propia existencia corporal como continente de la consciencia, nos reduce al espacio más esencial y después nos proyecta a nuestro exterior inmediato: nuestra habitación, nuestra casa… La referencia a Bousquet, aquel poeta que cuyo universo era una cama, es elocuente: “Nadie me ve cambiar. Pero, ¿quién me ve? Yo soy mi escondite.” Y Víctor Colden nos da una respuesta en su libro, porque a través de una síntesis resuelve ese gran drama que planteó Edmund Husserl: “La mayoría de los hombres pasan por la vida como si estuvieran medio dormidos”. ¿Qué integra esta síntesis? Recordamos ahora la mirada de la niña de Bergman. En el Inventario del Paraíso, la mirada desinhibida del niño que ya es mayor –pero a la vez niño-, comienza por desgranar todos los lugares importantes de la casa, los impregnados de la observación y la experiencia primera, los que están enlazados con alguna vivencia: la hamaca del abuelo, que los pequeños acechan escondidos, el tocador de la abuela Lola, la entrada de arriba, la fábrica del garaje… La casa y sus habitantes quedan unidos, indisolubles, desde el principio, en la memoria de Michi, el niño que fue. Lo que nos enseña Colden desde la primera página es sus rincones, una palabra que para el niño conserva toda la plenitud de la aventura, del descubrimiento, porque un rincón es el contrario de un no-lugar, es un espacio cargado de significado. Nos cuenta Bachelard: “El rincón se convierte en un armario de recuerdos. Habiendo franqueado los mil umbrales del desorden de las cosas polvorientas, los objetos-recuerdos ponen el pasado en orden.”

                La narración de Colden no se inscribe en la ficción ni la autobiografía, ni en ese extraño monstruo que dio en llamarse autoficción, no es una novela al uso, es un género distinto que hunde sus raíces en textos como los de Natalia Ginzburg, que descubrí gracias a este Inventario del Paraíso. En la más genuina de las obras de Ginzburg, Léxico familiar, la autora pasea a través de los momentos íntimos de su familia, de sus hermanos, sus padres, los vecinos. Las vivencias y recuerdos desfilan por las estancias de la casa familiar con una naturalidad -a la vez íntima en extremo y despegada- que nos hace sentirnos por momentos unos invasores. Pero es la propia Natalia Ginzburg (Levi de nacimiento) la que ocupa el papel de esa niña de Gritos y Susurros, porque asume con radicalidad el papel de observadora de las numerosas discusiones de familia, las travesuras de los hermanos, momentos cómicos y las manías de su padre, el celo por el mezzorado, los poemas balbuceantes y pegadizos, los jerséis, las manzanas, el frío de la casa… la narradora se dedica a grabar esas escaramuzas como si de una grabadora doméstica se tratara hasta que, sin aviso previo, (en la página 160 de la edición de Lumen), pronuncia, ya casada, dos palabras como respuesta a una pregunta de su hermano: “Más rica”. Desde entonces, el libro cambia, se vuelve más pesimista, son los años de la persecución fascista, los años de los detenidos y desaparecidos, de los muertos. Nosotros, lectores, que éramos como uno más de la familia, que comíamos los smarren sentados a su mesa, de repente nos sentimos cohibidos porque nos están contando la tragedia que sufrió la mejor generación intelectual italiana del siglo XX en el periodo de entreguerras e inmediata postguerra, y lo hemos visto pasar entre pijamas, sábanas colgadas y ropa interior limpia llevada a la cárcel. La frase final de Léxico familiar nos trae al principio: “¡la de veces que he oído contar esa historia!”

Los textos de Colden y Ginzburg comparten varias cosas, pero una de ellas es su amor por las palabras o las frases hechas de la familia, por esas palabras que parecen adquirir corporeidad, una textura maleable y a la vez firme que las hace resistir años, de modo que, pronunciadas incluso décadas después, nos hacen regresar también, como la magdalena de Proust, al inicio de la historia. En Léxico familiar son incluso poemas tontos que vuelven cada cierto número de páginas –y de años-.

Yo soy don Carlos Tadrid
y soy estudiante en Madrid.


En Inventario del paraíso, el afán de recuperar esas palabras personales llega a convertirse en una verdadera investigación: Ataití-itiatá, Aceitazo, Gloria, Rollo, Cojo, Leshe… Palabras que en el “léxico familiar” interno tienen significados y códigos superpuestos que no entenderíamos si no fuera porque Colden, primoroso, deteniéndose en cada detalle, nos los deshoja y pincha para nuestro disfrute como flores de la biznaga. Están también los animales: la salamanquesa, el camaleón y, sobre todo, la bisha, que pululan por las estancias y el jardín de ese paraíso de la infancia que es la casa de Las Palmeras, la casa de veraneo de los abuelos malagueños. O los olores, que Colden ha guardado en una alacena secreta de su memoria (esos cajones de Bachelard…) en botes que podemos abrir y aspirar. O los sabores: el pan con aceite y azúcar, los rosquitos… El inventario se hace insondable y cuando uno termina, como en todos los buenos libros, queda apenado y desea volver al camino inicial, a la primera página, porque nada hay como la primera lectura de un libro, la lectura del niño, aunque, por desgracia, no podemos volver a esa niñez del lector sino evocándola, como hago yo ahora en estos textos.

Todos conservamos la casa de la infancia, aun cuando la vida nos haya hecho mirar hacia otros horizontes demasiado pronto, aun cuando esa infancia terminara antes de tiempo o nos hubiéramos vuelto hipermétropes por comodidad. Colden y Ginzburg nos enseñan el valor de esos momentos ya casi olvidados; a través de ellos volvemos a recordar nuestros porches, nuestras alacenas, armarios, camas deshechas, palomares, desvanes, por muy pronto que los abandonáramos. En este sentido, se me figuran textos casi terapéuticos.

Suelo incitar a mis alumnos a hacer una especie de paseo de Rauschenberg desde el instituto a su casa. Les insisto en que se fijen en esos pequeños detalles en los que no reparan durante el trayecto, aunque lo hagan todos los días. Los resultados suelen ser asombrosos. Estos tres libros que he seguido son nuestro propio paseo, nos enseñan a detenernos y a reflexionar sobre las miserias y tristezas de los descuidos de nuestra percepción, pero también los triunfos, porque a través de su universalidad se nos abren de nuevo los sésamos olvidados de nuestras primeras percepciones. Entonces se dibuja en nuestra mente una casa, puede que la de Colden, o la de Ginzburg, pero con un poco de suerte la nuestra, olvidada bajo mil enseres. “Pedir al niño que dibuje una casa es pedirle que dibuje el sueño más profundo donde quiere albergar su felicidad (…)”, dice Mme. Balif a través de Bachelard.

Llevamos semanas de confinamiento y empezamos a odiar incluso la existencia de nuestros domicilios, que nos oprimen como camisas de fuerza. Intentaremos olvidar estos días en cuanto podamos, pero quizá sea un error, quizá un ejercicio que nos salve sea colocar nuestro entorno en paréntesis y realizar una suerte de epojé al estilo fenomenológico; blindar esos trazos de experiencia en nuestro interior, quizá nos sean de mucha ayuda en un futuro que desconocemos. Recuerdo ahora un artículo que escribí hace más de veinte años en torno a los cuentos populares, decía yo entonces que “el escepticismo es un duro pecado, pero como actitud ante la vida es una penitencia. En los cuentos no existe tal cosa, la cuestión no está en creer o en no creer, sino en experienciar.” Seamos pues, ante estos duros momentos de nuestra vida azarosa, frente a un futuro incierto, una vez más, niños, y atesoremos estas experiencias limítrofes como un seguro hacia lo que está por venir. Colden, Ginzburg y otros autores nos ayudarán sin duda.


Jumilla, Día del Libro de 2020, sobrepasada la cuarentena en confinamiento.


BIBLIOGRAFÍA:

Bachelard, G., La poética del Espacio, FCE, México, 1993
Colden, V., Inventario del Paraíso, Libros Canto y Cuento, Jerez, 2019
Ginzburg, N., Léxico familiar, Lumen, Barcelona, 2019
Medina, B., Entre fenomenología y poiesis, apuntes sobre los cuentos populares, en revista Anaquel, nº 2, Ciudad Real, 1999

jueves, 9 de abril de 2020

CLÁSICOS DEL CONFINAMIENTO



En la penumbra de nuestras estancias, durante estas cuarentenas que nos remiten a tiempos pasados, las mentes se difuminan y vuelan sobre los textos del confinamiento. Recordamos a Petrarca, a Camus o Thomas Mann sin dejar de pensar en estos libros como novelas de ficción, cuando todos ellos están inspirados en hechos reales.
Hoy quiero evocar a los autores más que a sus obras, a esos hombres y mujeres que vivieron ocultos en el silencio de sus casas durante largos años, muchas veces obligados, algunas por una decisión propia generada por la presión del entorno. No hablaré aquí de los eremitas de la Tebaida ni del Thoreau de Walden, porque sus encierros y los textos que generaron respondieron a decisiones personales profundamente meditadas, no a la necesidad biológica o social. Citaré, eso sí, a esos gigantes de la literatura que, incapacitados o segregados, dieron al mundo obras únicas que de otra forma no habrían podido ser escritas.
Recuerdo a Joë Bousquet, el poeta francés herido en la gran Guerra que pasó décadas postrado en cama sin salir de una habitación oscura a la luz de una lámpara, desde la que construyó sus densos poemas. Regreso a Marcel Proust, cuyos largos periodos de postración dieron final a la gran saga de la memoria recobrada que es su obra. También Emily Dickinson pasó décadas sin salir de su casa, por propia iniciativa, sí, pero obligada por la presión del ambiente social. Sus poemas no hubieran existido sin ese aislamiento físico. Es cierto, como también ocurrió con Lovecraft o con Hildegarda von Bingen, ¡qué distintos y qué separados en el tiempo!, que esos confinamientos se vieron compensados por una intensa actividad epistolar.
A pesar del mérito de sus textos y de sus ejemplos de fortaleza y voluntad, no voy a hablar ahora de ninguno de ellos, sino de otro autor totalmente diferente que me ha acompañado desde la niñez. Hablaré y citaré únicamente su último libro, escrito en la sordidez de un hospital donde lo aparcaba un cáncer de próstata. Regular, gracias a Dios es el último libro de José Antonio Labordeta, el gran andarín aragonés, profesor de enseñanza secundaria, activista, político, cantautor, personaje del cine y la televisión, polígrafo.
Labordeta terminó lo que él dio en llamar unas “memorias compartidas” apenas un par de meses antes de morir. El texto viaja entre sus recuerdos ordenados en etapas concretas de su vida y el estéril confinamiento en el sórdido hospital zaragozano. Cuando el lector viaja por sus memorias sabe, en todo momento, que Labordeta escribe durante los últimos meses de su vida; sin embargo, el escritor jamás nombra el inevitable y cercano final de su situación, aunque lo frecuente. Habla con absoluta naturalidad de las buenas relaciones con sus oncólogos, del paulatino recorte de su libertad de movimientos, como si de un cuento de Cortázar se tratase, de su poca presencia física, de su menguante vitalidad, y lo hace siempre con humor, con esperanza y con una inevitable ironía maña. Se permite toda clase de pequeñas anécdotas, porque éstas no son unas memorias al uso; por ejemplo, la divertida entrevista (página 112) que tuvo nada más llegar a París y que reproduzco:

El vestíbulo estaba repleto de propaganda de Argelia francesa, y sin intimidarme mucho llegué a la oficina donde me recibirían para resolver el papeleo. Saqué todos y cada uno de los expedientes, y de pronto vi que la secretaria se retenía la risa como podía: la causa era mi notable en la clase de religión de quinto de carrera.
—¿Es cierto?
—Ciertísimo. Si no me hubiese sabido las Bienaventuranzas ahora no podría presentarles la documentación completa.

Muy cerca del final del libro, la reclusión se inscribe dentro de su propio piso, y es ahí, en una página inolvidable, donde Labordeta termina entroncando con Bousquet, Proust y tantos otros atletas del confinamiento. Caen frases inmisericordes y a la vez vitalistas sin respiro para el lector: “Cada día lucho más contra esta indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos es recorrer el pasillo de mi casa —lo recorro veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde—”. Unas líneas más abajo, en esa página 213, se permite una dura y realista metáfora existencial: “Cuando uno no tiene más que su casa como recorrido y vida, hace de ésta un lugar tan hermoso como el más hermoso (…). Mi casa, como digo, es mi refugio y también mi condena y todos los días, tras finalizar mi paseo de veinte pasillos, acepto que ese paseo ficticio es mi vida y quiero hacerlo todos los días y me doy cuenta de que cada vez necesito menos cosas para ser feliz.”
Labordeta deja una lección de vida hacia el futuro, precisamente en el momento en que él ya ha agotado el suyo propio; una lección que se nos figura fundamental para arrostrar estos tiempos de penuria. Regular, gracias a Dios fue el primer libro que terminé dentro del confinamiento y que me ayudó a entender que, por mala que fuera nuestra situación, siempre podríamos afrontarla con un atisbo de la entereza con que la encaró el viejo cantautor.
Vayan estas líneas en recuerdo de José Antonio Labordeta, de Luis Eduardo Aute y de otros luchadores por la libertad que hoy ya no están con nosotros.

En mi piso de Jumilla, día 27 del confinamiento por la epidemia de coronavirus.