En la penumbra de nuestras estancias, durante estas
cuarentenas que nos remiten a tiempos pasados, las mentes se difuminan y vuelan
sobre los textos del confinamiento. Recordamos a Petrarca, a Camus o Thomas
Mann sin dejar de pensar en estos libros como novelas de ficción, cuando
todos ellos están inspirados en hechos reales.
Hoy quiero evocar a los autores más
que a sus obras, a esos hombres y mujeres que vivieron ocultos en el silencio
de sus casas durante largos años, muchas veces obligados, algunas por una decisión
propia generada por la presión del entorno. No hablaré aquí de los eremitas de
la Tebaida ni del Thoreau de Walden, porque sus encierros y los textos que
generaron respondieron a decisiones personales profundamente meditadas, no a la
necesidad biológica o social. Citaré, eso sí, a esos gigantes de la literatura
que, incapacitados o segregados, dieron al mundo obras únicas que de otra forma
no habrían podido ser escritas.
Recuerdo a Joë Bousquet, el poeta
francés herido en la gran Guerra que pasó décadas postrado en cama sin salir de
una habitación oscura a la luz de una lámpara, desde la que construyó sus
densos poemas. Regreso a Marcel Proust, cuyos largos periodos de postración dieron
final a la gran saga de la memoria recobrada que es su obra. También Emily
Dickinson pasó décadas sin salir de su casa, por propia iniciativa, sí, pero
obligada por la presión del ambiente social. Sus poemas no hubieran existido
sin ese aislamiento físico. Es cierto, como también ocurrió con Lovecraft o con
Hildegarda von Bingen, ¡qué distintos y qué separados en el tiempo!, que esos
confinamientos se vieron compensados por una intensa actividad epistolar.
A pesar del mérito de sus textos
y de sus ejemplos de fortaleza y voluntad, no voy a hablar ahora de ninguno de ellos,
sino de otro autor totalmente diferente que me ha acompañado desde la niñez.
Hablaré y citaré únicamente su último libro, escrito en la sordidez de un
hospital donde lo aparcaba un cáncer de próstata. Regular, gracias a Dios es el último libro de José Antonio Labordeta,
el gran andarín aragonés, profesor de enseñanza secundaria, activista,
político, cantautor, personaje del cine y la televisión, polígrafo.
Labordeta terminó lo que él dio en
llamar unas “memorias compartidas” apenas un par de meses antes de morir. El texto
viaja entre sus recuerdos ordenados en etapas concretas de su vida y el estéril
confinamiento en el sórdido hospital zaragozano. Cuando el lector viaja por sus
memorias sabe, en todo momento, que Labordeta escribe durante los últimos meses
de su vida; sin embargo, el escritor jamás nombra el inevitable y cercano final
de su situación, aunque lo frecuente. Habla con absoluta naturalidad de las
buenas relaciones con sus oncólogos, del paulatino recorte de su libertad de
movimientos, como si de un cuento de Cortázar se tratase, de su poca presencia
física, de su menguante vitalidad, y lo hace siempre con humor, con esperanza y
con una inevitable ironía maña. Se permite toda clase de pequeñas anécdotas,
porque éstas no son unas memorias al uso; por ejemplo, la divertida entrevista (página
112) que tuvo nada más llegar a París y que reproduzco:
El
vestíbulo estaba repleto de propaganda de Argelia francesa, y sin intimidarme
mucho llegué a la oficina donde me recibirían para resolver el papeleo. Saqué
todos y cada uno de los expedientes, y de pronto vi que la secretaria se retenía
la risa como podía: la causa era mi notable en la clase de religión de quinto
de carrera.
—¿Es cierto?
—Ciertísimo. Si no me hubiese sabido las Bienaventuranzas
ahora no podría presentarles la documentación completa.
Muy cerca del
final del libro, la reclusión se inscribe dentro de su propio piso, y es ahí,
en una página inolvidable, donde Labordeta termina entroncando con Bousquet,
Proust y tantos otros atletas del confinamiento. Caen frases inmisericordes y a
la vez vitalistas sin respiro para el lector: “Cada día lucho más contra esta
indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos
es recorrer el pasillo de mi casa —lo recorro veinte veces por la mañana y
otras veinte por la tarde—”. Unas líneas más abajo, en esa página 213, se
permite una dura y realista metáfora existencial: “Cuando uno no tiene más que
su casa como recorrido y vida, hace de ésta un lugar tan hermoso como el más
hermoso (…). Mi casa, como digo, es mi refugio y también mi condena y todos los
días, tras finalizar mi paseo de veinte pasillos, acepto que ese paseo ficticio
es mi vida y quiero hacerlo todos los días y me doy cuenta de que cada vez
necesito menos cosas para ser feliz.”
Labordeta deja
una lección de vida hacia el futuro, precisamente en el momento en que él ya ha
agotado el suyo propio; una lección que se nos figura fundamental para
arrostrar estos tiempos de penuria. Regular, gracias a Dios fue el primer libro
que terminé dentro del confinamiento y que me ayudó a entender que, por mala
que fuera nuestra situación, siempre podríamos afrontarla con un atisbo de la
entereza con que la encaró el viejo cantautor.
Vayan estas
líneas en recuerdo de José Antonio Labordeta, de Luis Eduardo Aute y de otros
luchadores por la libertad que hoy ya no están con nosotros.
En mi piso de Jumilla, día 27 del
confinamiento por la epidemia de coronavirus.
Inolvidable y eterno Labordeta, siempre genio y figura. Gracias Bartolomé por traerlo a estas páginas y no dejar que se olvide.
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