A Don Joaquín
Guardiola Baños
Pasó santo Tomás de
Aquino, sin pena, sin gloria ni festividad, trasladada a un lunes por mor
de los puentes y se nos fue Don Joaquín.
Tenía cumplidos ya los setenta, y sin embargo nos parecía, a nosotros que
fuimos sus alumnos hace ocho lustros, que iba a ser eterno.
Los caprichos de
la memoria hacen que ciertos momentos vividos en la pubertad se nos figuren
cercanos, llenos de color, mientras otros posteriores se vuelvan grises y
mustios. En cierto modo, eso es lo que pasa con las huellas que los maestros,
algunos maestros, nos dejan. En el ingrávido pabellón desierto de la escuela se
nos figura que son precisamente esos los momentos que nos hicieron madurar.
Don Joaquín era un maestro sui géneris. Contaría apenas treinta y
tres años cuando entramos en su clase de sexto
de EGB. A nosotros nos pareció, como cuenta nuestro compañero Juan, un
señor ya mayor, una eminencia trajeada con su chaqueta de pana, su pelirrojo
mostacho, sus gafas caladas. Era un arquetipo de la transición, aunque entonces
no lo sabíamos. Sus intereses eran tan dispares, tan amplios, que no tenía
inconveniente en aprovechar las largas horas con nosotros para dejarnos
preguntar cualquier cosa, por mi peregrina que fuera. Y claro, nosotros íbamos
bien armados. En nuestra inocencia, pensábamos que lo estábamos engañando, al
fin y al cabo, se daba la case que nosotros queríamos.
Con los años, uno
cae de su error, en realidad era él quien nos engatusaba y nos llevaba al territorio
de la motivación, de la curiosidad. Allí cabía todo, desde la cámara Kirlian, a los últimos avistamientos OVNI, los más enrevesados nombres de dinosaurios
desaparecidos, pasando por el mejor método para hipnotizar gallinas. La segunda
parte de la clase, la de las matemáticas y las ciencias naturales –en principio
la más árida-, entraba por sí sola en nuestras alocadas mentes. Hoy, Don Joaquín posiblemente hubiera
recibido alguno de estos rimbombantes premios a la labor educativa si alguien
se hubiera parado a pedirlo de su parte, entonces simplemente era nuestro
maestro más añorado, ese a cuya clase quería uno asistir más que a cualquier
otra.
Otra faceta que lo
distinguía era su indomable ironía, que nosotros no entendíamos del todo pero
que nos embobaba. Así, cuando un alumno suspendía un examen con una nota en
extremo exigua, (existía la figura de Atilano,
“Rey de los Unos”) se mesaba los cabellos diciendo: ¡Que tenga que ver esto un
matemático insigne como yo! Nosotros, sus ingenuos alumnos, pensábamos
dos cosas; o que estaba loco, o que realmente era un matemático famoso y no lo
sabíamos, o las dos a la vez. En cierta ocasión, unos compañeros fabricaron una
pócima espantosa que escandalizó a nuestra maestra de francés. El mejunje olía
realmente mal. Don Joaquín, en ese
momento jefe de estudios, acudió presto a la llamada de socorro pronunciando
esta sabia frase: ¿Qué genio anónimo ha logrado componer este perfume exquisito? Entonces,
por vez primera, comprendimos el poder de la ironía (no así nuestra ofuscada
profesora de francés).
De todas formas,
quizá su legado más duradero sea el haber conseguido, como recuerda nuestro
compañero Juan Carlos, enseñarnos a pensar. Y eso lo hizo en cada una de las
clases que nos dio, donde la simple memoria era sólo un cemento del ladrillo.
Resumo su método con una anécdota. Una buena mañana, de esas en que el olor a
borrador, madera de cedro y mortadela adormece las mentes febriles, no conseguía
que entendiéramos el mecanismo de la respiración. Ya casi al borde de la desesperación,
agarró la caja de cerillas, raspó y encendió una. No olvidaré su mirada
penetrante, su mano tiesa con el fuego minúsculo entre los dedos: ¿Qué
creéis que hace esta cerilla? Está respirando. Y así, a la lumbre de la
inteligencia, comprendimos un proceso.
En todo caso,
ahora pienso que su principal herencia es simplemente el recuerdo que dejó en
nosotros, no ya los mil detalles que aprendimos de él, sino la convicción de
que, en realidad, aprender es un acto de amor por las cosas del mundo, es un
entusiasmo primigenio derivado del asombro. Por eso evocamos con tal facilidad
su silueta larguirucha, sus facciones flemáticas, su manera de convertir
aquellas horas aparentemente opacas en algunas de las más felices que recordamos.
El gusanillo de la enseñanza prendió en algunos de nosotros, sin saberlo, como
una lumbre tenue de cerilla que muchos años después espabiló y creció.
No hay mejor
tributo a su memoria, mejor homenaje, que recordar para él aquellas frases de
la película de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco:
—¡Pero qué buen maestro es usted, Don Roberto!
—Rural. Rural nada más, Elena.
Recuerdo perfecto de Don Joaquín!!!. D.E.P
ResponderEliminarGracias, lo echaremos de menos.
ResponderEliminarQué bonito y entrañable todo lo que cuentas! Qué faceta esta tuya la de escribir, eres una caja de sorpresas
ResponderEliminarDeduzco que me conoces de otros avatares. !Muchas gracias¡
Eliminar15 (más o menos) de septiembre del 82, 1º de EGB: "nenes, a mi no me llaméis maestro, yo soy Don Joaquín". Hasta hoy. Gracias
ResponderEliminarPuro Don Joaquín.
EliminarY ahí dónde parecía tan solitaria su figura, somos tantos los afortunados en llevar hoy su recuerdo muy dentro y sentir la emoción tan hondo, pues tuvimos la gran suerte de que estuviera presente en nuestra educación, y en nuestras vidas!! Nosotros, sus "dinosaaaaurios" le estaremos siempre agradecidos!!!
ResponderEliminarProfesor como ninguno, persona inigualable, este mundo es mucho peor hoy sin el.
ResponderEliminarQue recuerdos me traes Bartolo q cierto todo, soy Fina madre de Alonso tu alumno.
ResponderEliminar¡Qué maestros aquellos! Tu don Joaquín, mis don Simón y don Jesús; despertando la curiosidad mediante mil actividades que rompían la monotonía del memoriza y recita. ¿Habríamos sido los mimos sin ellos? Estoy convencido de que no.
ResponderEliminarSiempre empezaba la clase con su mítica frase...Hay alguna pregunta de interés?
ResponderEliminarSiempre te recordaremos MAESTRO.