jueves, 27 de julio de 2023

CUANDO SOPLA EL JALOQUE

 



Mediados de agosto de 2022, una tarde abrasadora en plenas fiestas patronales de un pueblo del interior de la Región de Murcia. El sopor de la siesta se va a prolongar hasta casi la caída del sol, así pues, lo mejor es tener bien cerrados los puestos de artesanías, baratijas, juguetes y pequeños productos tecnológicos. Bajo las gruesas lonas se sobrevive a las peores horas del calor; es el caso de Salimata y Bigue, que llegaron hace años desde Senegal y recorren de feria en feria toda la geografía festiva del sur de España. Se hicieron amigas durante el paso del estrecho, tras vivir varios años en Marruecos; no proceden de la misma aldea, pero montaron su puesto entre las dos. Esta tarde agotadora, bajo la tienda, se encuentran inquietas mientras observan la densa calima: conocen bien la sensación y presienten una violencia inmediata.

En efecto, la lona empieza a agitarse de improviso y a zarandear la frágil estructura metálica. Un fuerte viento se alza y arrastra consigo toda la arena del albañal que se extiende al sur del improvisado recinto ferial. Es un reventón cálido, el calor acumulado explota de golpe en plena plaza llena de mercadillos. Los objetos ruedan por los suelos, se confunden los talabartes de cuero con los collares de cuentas, los relojes baratos con la quincalla de metal. Las teteras vuelcan su aromático contenido. Algún puesto se ha derrumbado y una maraña de brazos y piernas intenta subsanar el pequeño desastre. La lona de Salimata y de Bigue aguanta, pero tras el súbito vendaval llega una lluvia fuerte y caliente que al tocar el suelo eleva un vapor sofocante oloroso a lodo y cuero mal curtido. Como un sueño exótico, las dos senegalesas surgen de debajo del grueso lienzo blanco; ambas se cubren con el clásico kanga, Salimata luce unos vibrantes tonos turquesa, mientras Bigue se viste de color azafrán con adornos de palmetas y espirales. Son altas, y su oscura tez contrasta con los colores de los vestidos largos en una apoteosis de elegancia africana.  Las mujeres sacan el plástico traslúcido que tienen guardado para las raras ocasiones en que se desatan las tormentas de verano y lo extienden con habilidad por encima de la lona. La lluvia rápidamente empapa las prendas, las telas se pegan a los cuerpos como medusas e impiden los movimientos, Salimata se deshace del tocado y luce fugazmente la larga cabellera negra. La lluvia cesa de pronto y se lleva consigo los restos del vendaval. La atmósfera se equilibra y vuelve a la calma sofocante, saturada de humedad. Es como si hubiera soplado el jaloque, pero de forma muy violenta y durante un pequeño espacio de tiempo. Las senegalesas recogen bolsas y enseres y los guardan tras la lona, finalmente, como si fuera el cuerpo blando de un caracol, se repliegan ellas mismas tras la lona para cambiarse, secar los kangas y el pelo y esperar a que oscurezca para montar el puesto.



            En tan solo media hora se ha desplegado ante nuestros ojos una escena africana que el propio Fortuny hubiera envidiado. La tormenta de arena, el ardiente viento sahariano, el calor insoportable, la estudiada fragilidad de los mercadillos, -que en África son diarios y aquí duran una semana al año-, los olores intensos, los colores casi increíbles, la elegancia natural de las gentes subsaharianas, la vida siempre al hilo del desastre y en el aire, la parsimonia y estoicismo con que se aceptan las desgracias.

África está aquí, con nosotros, en el clima, en la precariedad subyacente, en múltiples detalles que no vemos ni entendemos, y es posible que al mismo tiempo no esté, que todo sea un espejismo, una fata morgana del Sáhara, pero en la frontera, en el limes profundo de Murcia y Almería, África habita y se desarrolla de forma natural, y los nativos españoles, incapaces de evolucionar, cobardes, asfixiados por un odio que surge de su propio colapso, no lo ven, como las tribus de la costa de Mesoamérica no vieron las naves de Hernán Cortés porque escapaban por completo a sus esquemas, y por eso los nativos del sur, el sur español, votan a partidos de ultraderecha, que son también como espejismos, como simulacros políticos.

Y a la postre… ¿qué es ya más espejismo aquí?, ¿la vieja democracia europea, herida de muerte en el costado derecho, o los arabescos multicolores del kanga de Bigue o de Salimata?

lunes, 24 de julio de 2023

LA SOLEDAD AL SOL

 


Mediados de agosto de 2022, una mañana avanzada en plenas fiestas patronales de un pueblo del interior de la Región de Murcia. Son las once y cae ya ese sol insoportable post-cambio climático. Explanada junto al recinto ferial. Un señor amaestra a un caballo de cara a la cabalgata de la siguiente tarde. Los dueños de varias mascotas sacan a pasear a unos perros ansiosos: han dormido mal por el intenso sonido de las fiestas nocturnos y sus ritmos vitales han cambiado por completo de un día a otro.

                El Ayuntamiento había habilitado un amplio espacio dedicado a un macro botellón. La explanada se encuentra rodeada de contenedores para vidrio y plástico. Los contenedores están casi vacíos, pero a lo largo y ancho del espacio vacío, el sol calienta los miles de envases diseminados por la arena. Botellas vacías de licor, vasos de usar y tirar volcados o aún con restos de combinados, envases de plástico arrugados que contuvieron la más variada pléyade de refrescos gaseosos: de cola, limón, naranja o soda. Los colores también son variados, predomina el verde, también el rosa, y en menor medida el azul, por supuesto los tonos caramelo de las botellas de ron o wiski. El círculo de arena revestido de residuos semeja una de esas islas de plástico de varios kilómetros de diámetro que flotan en el Pacífico.

El sol trepa por los cables eléctricos de los chiringuitos, pero los servicios de limpieza no han llegado todavía. Es un buen momento para tirar unas fotos.


 

        De pronto, en medio de la arena ardiente, alguien divisa un cuerpo. Dos o tres curiosos se acercan. Es una persona acostada de lado, lleva una camisa a rayas y pantalones cortos y zapatillas, moreno, de pelo ensortijado bien cortado. No se mueve. Las moscas danzan sobre él como queriendo animarlo, pero sigue inerte, apenas podemos asegurar que respire. Un señor del que tira un enorme perro comenta: “Este está muerto”, como si hablara de un animal silvestre. El camión de recogida de residuos ha llegado, su sombra lame el cuerpo del yacente y cruza el ruedo, pero nadie hace nada ni se inquieta. Los responsables de la limpieza comienzan su labor ignorando al hombre.

Quien esto escribe decide llamar al 112 para comunicar la incidencia. La conversación resulta extraña, desde el servicio de emergencias aconsejan tocarlo para saber si vive, pero rehúyo ese extremo, me limito a describir su aspecto y situación. Unos instantes después, en su ronda habitual, aparece la Guardia Civil, comentan que han llegado por casualidad, que no han recibido ningún aviso. Me explican también que el yacente es magrebí, que es un viejo conocido, que ha sido detenido varias veces, alguna por abusos sexuales. Le expreso al agente mi temor ante una deshidratación grave por el consumo de alcohol; responden que no, que lo suyo son las pastillas. Y también responden otra cosa: a los del 061 no les va a hacer gracia: suele mostrarse violento y rechaza la ayuda. Contesto que, en todo caso, podría estar en riesgo de muerte por el golde de calor y que por eso he llamado. Es en ese momento cuando escucho la frase más alarmante, mascullada por uno de los agentes: para lo que se pierde, sería lo mejor.

Entretanto, el hombre parece reaccionar y mueve muy lentamente los brazos, como queriendo ocultar el rostro del sol. Nada más. Aparece la ambulancia; con certera profesionalidad, pero con un gesto claro de desagrado, los enfermeros recogen al paciente y lo tienden en una camilla. Sus rostros muestran el disgusto, pero nada dicen; efectivamente, parecen conocer al hombre, que con las pocas fuerzas que tiene hace ademanes de forcejear. Los pocos curiosos, que se mantenían a una distancia prudente, desaparecen al mismo ritmo que las moscas. La ambulancia da media vuelta. Los barrenderos recogen con asombrosa velocidad los kilos y kilos de residuos. Los paradójicos residuos de una diversión. Unos metros más allá, el caballo sigue dando sus vueltas infinitas sobre la tenue paja. Los perros ya han hecho sus necesidades, y es un alivio, porque el sol abrasa y los dueños no están para bromas.


Me pregunto: ¿qué pasó aquí?

Había una probabilidad bastante alta de que un ser humano estuviera agonizando en medio de aquella tebaida del ocio, y nadie quería hacerse cargo de la situación. Solo la curiosidad, no la compasión, acercaba a los curiosos a ese pecio de la humanidad. Los propios responsables consideraban su labor una especie de pérdida de tiempo. Había racismo aquí, un racismo sordo y pesado, había xenofobia; pero, sobre todo, una falta de humanidad sobrecogedora. La cosificación de aquel hombre tendido era tan evidente que parecía increíble que nadie se diera cuenta del espectáculo que se estaba desarrollando ante los ojos de todos. Y cada cual, por supuesto, tenía que seguir con sus asuntos, falsos asuntos, porque todos estaban relacionados con el tiempo libre. El sagrado tiempo libre, que se desarrollaba, como una digestión lenta, en medio de un infierno de calor abrasador y residuos sin fin.

Solo hubo un culpable: el señor que, imprudente, llamó al servicio de urgencias en lugar de dar media vuelta y abandonar el despojo humano a su suerte. Ese señor era yo y me retiré por fin haciéndome preguntas muy serias, porque el entorno, los residuos, los viandantes, el recuerdo del ocio nocturno, los servicios públicos y el sol inclemente configuraban una inquietante alegoría de nuestro tiempo.




viernes, 14 de julio de 2023

LA IMPORTANCIA DE LOS BLEDOS

 


Como va pasando el tiempo,
como tanto con tan poco,
como tampoco puede ser eterno.

 Laura Sam y Juan Escribano

 Molina de Segura, julio, 2023.

Frente al Hospital de Ribera, una señora limpia las baldosas de la acera de casa armada de ímpetu y decisión. Son las seis de la tarde y cae un sol de justicia. Con unas buenas tijeras de podar, corta los brotes de bledos que aquí y allá crecen sin solución de continuidad. Una vez barridos y recogidos los restos vegetales y como el calor aprieta, la señora enchufa una manguera al grifo de su minúsculo patio delantero y refresca las baldosas, mojándose de paso con generosidad las chanclas. Justo enfrente, en la acera del aparcamiento del hospital, detrás de un banco de madera, ha crecido el mayor bledo de toda la manzana. A pocos pasos de allí, en el bar de la esquina de la calle Alicante, se desarrolla un pequeño drama. Un mensajero de UPS ruega a un chico delgado y enclenque que le devuelva su móvil. El joven permanece tranquilamente sentado en un portal mientras el mensajero ofrece hasta 50 euros si se lo devuelve. Se pone de rodillas, implora. “No es por el móvil, el móvil me da igual, son los contactos que llevo, es mi ordenador personal”. Saca un billete, se lo ofrece, con tal de que pueda recuperarlo. La esquina se va llenando de gente mientras la señora sigue gastando su agua -que ha pagado religiosamente- en mojarse los pies sobre la acera.

Entra en escena un camarero que parece conocer al chico, le dice al mensajero que así no, que de esa forma jamás se lo devolverá. Invita al sospechoso a entrar con él en el bar y arreglarlo en secreto, fuera de las miradas. Mientras, el mensajero sigue rogando, porfiando y llorando, se mesa los cabellos: “¡Si no le van a dar por él ni la mitad de lo que le doy yo!”. En todo caso, el chico se niega a moverse. El camarero desaparece tras la esquina y vuelve junto a un personaje nuevo: es musculoso, con el torso desnudo, profusamente tatuado. El nuevo actor alardea enseguida de su capacidad de mando y su resuelta decisión, interpela al chico por su nombre, le grita, y se lo lleva del brazo sin violencia, pero con firmeza, a un edificio cercano.

Pasados unos minutos de incertidumbre, el hombre tatuado vuelve con el móvil y reclama al mensajero una cantidad inferior a la que ofrecía inicialmente. El empleado de UPS, visiblemente aliviado, desembucha la gallina con rapidez y se dirige al camión de reparto, aparcado más abajo del hospital. Tras poner en marcha el vehículo, dobla la esquina del bar y se cruza con el ladrón, que camina lánguido y despreocupado bajo el sol insultante. El chófer le grita enfadado: “¡La funda, me falta la funda!”. El chico ni lo mira y sigue su paso lento y tranquilo, pasa por la acera recién mojada, que la mujer ya ha abandonado, se descalza las míseras chanclas y se moja los pies en los charcos.

¿Qué importa y qué no importa a nuestro alrededor?

El bledo o amaranto - ¡qué bello su nombre menos conocido! - es una planta considera mala hierba o invasora que proviene de Sudamérica y que hace tiempo se adaptó al clima caluroso del Sur de Europa. Es tan antigua su presencia que dio lugar al conocido dicho: Me importa un bledo. Y ese es el valor que le damos, el de algo insignificante y molesto que roba los nutrientes a otras plantas decorativas en nuestros jardines y macetas. Sin embargo, el bledo es una planta con un gran valor nutritivo, alto contenido en hierro y sabor agradable, además, sus espigas se han usado desde antiguo para fabricar un sustituto de la harina de trigo, y en ciertas partes de Centroamérica es un alimento básico tanto para ensaladas como para tortas. Y más de una torta nos daríamos por unas hojas de bledos si nos encontrásemos en medio de un campo inculto sin otra cosa que comer.

Para nuestro azorado mensajero, el móvil que portaba en el bolsillo no era más que un inservible trozo de metal y tierras raras sin más utilidad; eso sí, combinados estos con una tecnología que él mismo se encarga de distribuir. Él se hubiera deshecho con cierta facilidad del amasijo de circuitos, pero en modo alguno de lo que los hacía realmente valiosos, los flotantes datos que el propio usuario había ido introduciendo.

                El empleado de UPS, como tantos otros dueños de estos dispositivos baratos, -entre los que, por supuesto, me cuento- no repara en el daño ambiental que produce la extracción de las tierras raras, ni en la huella de carbono que origina su fabricación, ni en el coste en capital humano. Tampoco la señora que limpia la acera es consciente de que con esos tiernos brotes de una planta invasora, podría preparar una nutritiva y sencilla cena, ni de lo que cuestan los litros de agua que alegremente ha desperdiciado.

Los móviles y los bledos, siendo tan distintos, se parecen mucho por la poca importancia que damos a su presencia como objetos artificiales o naturales; nos da la sensación de que todo se fabrica o crece sin aparente esfuerzo, como si fuera connatural a las cosas existir, servir para nuestros planes, o molestar la frágil perfección de nuestras importantes vidas. Pero quizá, como dejara escrito Jorge Luis Borges en un famoso poema, estas cosas, de una u otra manera, permanecerán, recicladas, salvadas de un vertedero, brotarán de nuevo de unas profundas y obstinadas raíces, nos sobrepasarán, mientras que nosotros nos iremos disipando en la penumbra de una existencia fugaz.

Laura Sam y Juan Escribano, en este reciente single: “Tampoco puede ser eterno”, parecen dejarnos una lección bastante ajustada de lo que quiero decir, de la importancia que tienen las cosas que no importan, de lo poco importante y a la vez esencial que es el trozo de tiempo que nos ha tocado vivir.