Mediados de
agosto de 2022, una tarde abrasadora en plenas fiestas patronales de un pueblo
del interior de la Región de Murcia.
El sopor de la siesta se va a prolongar hasta casi la caída del sol, así pues,
lo mejor es tener bien cerrados los puestos de artesanías, baratijas, juguetes
y pequeños productos tecnológicos. Bajo las gruesas lonas se sobrevive a las
peores horas del calor; es el caso de Salimata
y Bigue, que llegaron hace años desde Senegal
y recorren de feria en feria toda la geografía festiva del sur de España. Se hicieron amigas durante el
paso del estrecho, tras vivir varios años en Marruecos; no proceden de la misma aldea, pero montaron su puesto
entre las dos. Esta tarde agotadora, bajo la tienda, se encuentran inquietas
mientras observan la densa calima: conocen bien la sensación y presienten una
violencia inmediata.
En efecto, la lona empieza a agitarse de improviso y a
zarandear la frágil estructura metálica. Un fuerte viento se alza y arrastra
consigo toda la arena del albañal que se extiende al sur del improvisado
recinto ferial. Es un reventón cálido, el calor acumulado explota de golpe en
plena plaza llena de mercadillos. Los objetos ruedan por los suelos, se
confunden los talabartes de cuero con los collares de cuentas, los relojes
baratos con la quincalla de metal. Las teteras vuelcan su aromático contenido. Algún
puesto se ha derrumbado y una maraña de brazos y piernas intenta subsanar el
pequeño desastre. La lona de Salimata
y de Bigue aguanta, pero tras el súbito
vendaval llega una lluvia fuerte y caliente que al tocar el suelo eleva un
vapor sofocante oloroso a lodo y cuero mal curtido. Como un sueño exótico, las
dos senegalesas surgen de debajo del grueso lienzo blanco; ambas se cubren con
el clásico kanga, Salimata luce unos vibrantes tonos
turquesa, mientras Bigue se viste de
color azafrán con adornos de palmetas y espirales. Son altas, y su oscura tez
contrasta con los colores de los vestidos largos en una apoteosis de elegancia
africana. Las mujeres sacan el plástico traslúcido
que tienen guardado para las raras ocasiones en que se desatan las tormentas de
verano y lo extienden con habilidad por encima de la lona. La lluvia
rápidamente empapa las prendas, las telas se pegan a los cuerpos como medusas e
impiden los movimientos, Salimata se
deshace del tocado y luce fugazmente la larga cabellera negra. La lluvia cesa
de pronto y se lleva consigo los restos del vendaval. La atmósfera se equilibra
y vuelve a la calma sofocante, saturada de humedad. Es como si hubiera soplado
el jaloque, pero de forma muy violenta y durante un pequeño espacio de tiempo.
Las senegalesas recogen bolsas y enseres y los guardan tras la lona,
finalmente, como si fuera el cuerpo blando de un caracol, se repliegan ellas
mismas tras la lona para cambiarse, secar los kangas y el pelo y esperar a que oscurezca para montar el puesto.
En tan solo media hora se ha desplegado
ante nuestros ojos una escena africana que el propio Fortuny hubiera envidiado. La tormenta de arena, el ardiente viento
sahariano, el calor insoportable, la estudiada fragilidad de los mercadillos,
-que en África son diarios y aquí
duran una semana al año-, los olores intensos, los colores casi increíbles, la
elegancia natural de las gentes subsaharianas, la vida siempre al hilo del
desastre y en el aire, la parsimonia y estoicismo con que se aceptan las
desgracias.
África está aquí, con nosotros, en el
clima, en la precariedad subyacente, en múltiples detalles que no vemos ni
entendemos, y es posible que al mismo tiempo no esté, que todo sea un
espejismo, una fata morgana del Sáhara, pero en la frontera, en el limes profundo de Murcia y Almería, África
habita y se desarrolla de forma natural, y los nativos españoles, incapaces de
evolucionar, cobardes, asfixiados por un odio que surge de su propio colapso,
no lo ven, como las tribus de la costa de Mesoamérica
no vieron las naves de Hernán Cortés porque escapaban por completo a sus esquemas, y por eso los nativos del sur, el
sur español, votan a partidos de ultraderecha, que son también como espejismos,
como simulacros políticos.
Y a la postre… ¿qué es ya más espejismo aquí?, ¿la vieja
democracia europea, herida de muerte en el costado derecho, o los arabescos
multicolores del kanga de Bigue o de Salimata?
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