El Ayuntamiento había habilitado un amplio espacio dedicado a un macro botellón. La explanada se encuentra rodeada de contenedores para vidrio y plástico. Los contenedores están casi vacíos, pero a lo largo y ancho del espacio vacío, el sol calienta los miles de envases diseminados por la arena. Botellas vacías de licor, vasos de usar y tirar volcados o aún con restos de combinados, envases de plástico arrugados que contuvieron la más variada pléyade de refrescos gaseosos: de cola, limón, naranja o soda. Los colores también son variados, predomina el verde, también el rosa, y en menor medida el azul, por supuesto los tonos caramelo de las botellas de ron o wiski. El círculo de arena revestido de residuos semeja una de esas islas de plástico de varios kilómetros de diámetro que flotan en el Pacífico.
El sol trepa por los cables
eléctricos de los chiringuitos, pero los servicios de limpieza no han llegado
todavía. Es un buen momento para tirar unas fotos.
De
pronto, en medio de la arena ardiente, alguien divisa un cuerpo. Dos o tres
curiosos se acercan. Es una persona acostada de lado, lleva una camisa a rayas
y pantalones cortos y zapatillas, moreno, de pelo ensortijado bien cortado. No
se mueve. Las moscas danzan sobre él como queriendo animarlo, pero sigue
inerte, apenas podemos asegurar que respire. Un señor del que tira un enorme
perro comenta: “Este está muerto”, como si hablara de un animal silvestre. El
camión de recogida de residuos ha llegado, su sombra lame el cuerpo del yacente
y cruza el ruedo, pero nadie hace nada ni se inquieta. Los responsables de la
limpieza comienzan su labor ignorando al hombre.
Quien esto escribe decide llamar
al 112 para comunicar la incidencia. La conversación resulta extraña, desde el
servicio de emergencias aconsejan tocarlo para saber si vive, pero rehúyo ese
extremo, me limito a describir su aspecto y situación. Unos instantes después,
en su ronda habitual, aparece la Guardia Civil, comentan que han llegado por casualidad,
que no han recibido ningún aviso. Me explican también que el yacente es
magrebí, que es un viejo conocido, que ha sido detenido varias veces, alguna
por abusos sexuales. Le expreso al agente mi temor ante una deshidratación
grave por el consumo de alcohol; responden que no, que lo suyo son las
pastillas. Y también responden otra cosa: a
los del 061 no les va a hacer gracia: suele mostrarse violento y rechaza la
ayuda. Contesto que, en todo caso, podría estar en riesgo de muerte por el
golde de calor y que por eso he llamado. Es en ese momento cuando escucho la
frase más alarmante, mascullada por uno de los agentes: para lo que se pierde, sería
lo mejor.
Entretanto, el hombre parece reaccionar y mueve muy lentamente los brazos, como queriendo ocultar el rostro del sol. Nada más. Aparece la ambulancia; con certera profesionalidad, pero con un gesto claro de desagrado, los enfermeros recogen al paciente y lo tienden en una camilla. Sus rostros muestran el disgusto, pero nada dicen; efectivamente, parecen conocer al hombre, que con las pocas fuerzas que tiene hace ademanes de forcejear. Los pocos curiosos, que se mantenían a una distancia prudente, desaparecen al mismo ritmo que las moscas. La ambulancia da media vuelta. Los barrenderos recogen con asombrosa velocidad los kilos y kilos de residuos. Los paradójicos residuos de una diversión. Unos metros más allá, el caballo sigue dando sus vueltas infinitas sobre la tenue paja. Los perros ya han hecho sus necesidades, y es un alivio, porque el sol abrasa y los dueños no están para bromas.
Me pregunto: ¿qué pasó aquí?
Había una probabilidad bastante
alta de que un ser humano estuviera agonizando en medio de aquella tebaida del
ocio, y nadie quería hacerse cargo de la situación. Solo la curiosidad, no la
compasión, acercaba a los curiosos a ese pecio de la humanidad. Los propios responsables
consideraban su labor una especie de pérdida de tiempo. Había racismo aquí, un
racismo sordo y pesado, había xenofobia; pero, sobre todo, una falta de
humanidad sobrecogedora. La cosificación de aquel hombre tendido era tan
evidente que parecía increíble que nadie se diera cuenta del espectáculo que se
estaba desarrollando ante los ojos de todos. Y cada cual, por supuesto, tenía
que seguir con sus asuntos, falsos asuntos, porque todos estaban relacionados
con el tiempo libre. El sagrado tiempo libre, que se desarrollaba, como una
digestión lenta, en medio de un infierno de calor abrasador y residuos sin fin.
Solo hubo un culpable: el señor
que, imprudente, llamó al servicio de urgencias en lugar de dar media vuelta y
abandonar el despojo humano a su suerte. Ese señor era yo y me retiré por fin haciéndome
preguntas muy serias, porque el entorno, los residuos, los viandantes, el
recuerdo del ocio nocturno, los servicios públicos y el sol inclemente
configuraban una inquietante alegoría de nuestro tiempo.
¿Que no lo sabías, Bart? La humanidad está en severo peligro de extinción
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