lunes, 24 de julio de 2023

LA SOLEDAD AL SOL

 


Mediados de agosto de 2022, una mañana avanzada en plenas fiestas patronales de un pueblo del interior de la Región de Murcia. Son las once y cae ya ese sol insoportable post-cambio climático. Explanada junto al recinto ferial. Un señor amaestra a un caballo de cara a la cabalgata de la siguiente tarde. Los dueños de varias mascotas sacan a pasear a unos perros ansiosos: han dormido mal por el intenso sonido de las fiestas nocturnos y sus ritmos vitales han cambiado por completo de un día a otro.

                El Ayuntamiento había habilitado un amplio espacio dedicado a un macro botellón. La explanada se encuentra rodeada de contenedores para vidrio y plástico. Los contenedores están casi vacíos, pero a lo largo y ancho del espacio vacío, el sol calienta los miles de envases diseminados por la arena. Botellas vacías de licor, vasos de usar y tirar volcados o aún con restos de combinados, envases de plástico arrugados que contuvieron la más variada pléyade de refrescos gaseosos: de cola, limón, naranja o soda. Los colores también son variados, predomina el verde, también el rosa, y en menor medida el azul, por supuesto los tonos caramelo de las botellas de ron o wiski. El círculo de arena revestido de residuos semeja una de esas islas de plástico de varios kilómetros de diámetro que flotan en el Pacífico.

El sol trepa por los cables eléctricos de los chiringuitos, pero los servicios de limpieza no han llegado todavía. Es un buen momento para tirar unas fotos.


 

        De pronto, en medio de la arena ardiente, alguien divisa un cuerpo. Dos o tres curiosos se acercan. Es una persona acostada de lado, lleva una camisa a rayas y pantalones cortos y zapatillas, moreno, de pelo ensortijado bien cortado. No se mueve. Las moscas danzan sobre él como queriendo animarlo, pero sigue inerte, apenas podemos asegurar que respire. Un señor del que tira un enorme perro comenta: “Este está muerto”, como si hablara de un animal silvestre. El camión de recogida de residuos ha llegado, su sombra lame el cuerpo del yacente y cruza el ruedo, pero nadie hace nada ni se inquieta. Los responsables de la limpieza comienzan su labor ignorando al hombre.

Quien esto escribe decide llamar al 112 para comunicar la incidencia. La conversación resulta extraña, desde el servicio de emergencias aconsejan tocarlo para saber si vive, pero rehúyo ese extremo, me limito a describir su aspecto y situación. Unos instantes después, en su ronda habitual, aparece la Guardia Civil, comentan que han llegado por casualidad, que no han recibido ningún aviso. Me explican también que el yacente es magrebí, que es un viejo conocido, que ha sido detenido varias veces, alguna por abusos sexuales. Le expreso al agente mi temor ante una deshidratación grave por el consumo de alcohol; responden que no, que lo suyo son las pastillas. Y también responden otra cosa: a los del 061 no les va a hacer gracia: suele mostrarse violento y rechaza la ayuda. Contesto que, en todo caso, podría estar en riesgo de muerte por el golde de calor y que por eso he llamado. Es en ese momento cuando escucho la frase más alarmante, mascullada por uno de los agentes: para lo que se pierde, sería lo mejor.

Entretanto, el hombre parece reaccionar y mueve muy lentamente los brazos, como queriendo ocultar el rostro del sol. Nada más. Aparece la ambulancia; con certera profesionalidad, pero con un gesto claro de desagrado, los enfermeros recogen al paciente y lo tienden en una camilla. Sus rostros muestran el disgusto, pero nada dicen; efectivamente, parecen conocer al hombre, que con las pocas fuerzas que tiene hace ademanes de forcejear. Los pocos curiosos, que se mantenían a una distancia prudente, desaparecen al mismo ritmo que las moscas. La ambulancia da media vuelta. Los barrenderos recogen con asombrosa velocidad los kilos y kilos de residuos. Los paradójicos residuos de una diversión. Unos metros más allá, el caballo sigue dando sus vueltas infinitas sobre la tenue paja. Los perros ya han hecho sus necesidades, y es un alivio, porque el sol abrasa y los dueños no están para bromas.


Me pregunto: ¿qué pasó aquí?

Había una probabilidad bastante alta de que un ser humano estuviera agonizando en medio de aquella tebaida del ocio, y nadie quería hacerse cargo de la situación. Solo la curiosidad, no la compasión, acercaba a los curiosos a ese pecio de la humanidad. Los propios responsables consideraban su labor una especie de pérdida de tiempo. Había racismo aquí, un racismo sordo y pesado, había xenofobia; pero, sobre todo, una falta de humanidad sobrecogedora. La cosificación de aquel hombre tendido era tan evidente que parecía increíble que nadie se diera cuenta del espectáculo que se estaba desarrollando ante los ojos de todos. Y cada cual, por supuesto, tenía que seguir con sus asuntos, falsos asuntos, porque todos estaban relacionados con el tiempo libre. El sagrado tiempo libre, que se desarrollaba, como una digestión lenta, en medio de un infierno de calor abrasador y residuos sin fin.

Solo hubo un culpable: el señor que, imprudente, llamó al servicio de urgencias en lugar de dar media vuelta y abandonar el despojo humano a su suerte. Ese señor era yo y me retiré por fin haciéndome preguntas muy serias, porque el entorno, los residuos, los viandantes, el recuerdo del ocio nocturno, los servicios públicos y el sol inclemente configuraban una inquietante alegoría de nuestro tiempo.




1 comentario:

  1. ¿Que no lo sabías, Bart? La humanidad está en severo peligro de extinción

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