Como va pasando el tiempo,
como tanto con tan poco,
como tampoco puede ser eterno.
Frente al Hospital de Ribera, una señora limpia las baldosas
de la acera de casa armada de ímpetu y decisión. Son las seis de la tarde y cae
un sol de justicia. Con unas buenas tijeras de podar, corta los brotes de
bledos que aquí y allá crecen sin solución de continuidad. Una vez barridos y
recogidos los restos vegetales y como el calor aprieta, la señora enchufa una
manguera al grifo de su minúsculo patio delantero y refresca las baldosas,
mojándose de paso con generosidad las chanclas. Justo enfrente, en la acera del
aparcamiento del hospital, detrás de un banco de madera, ha crecido el mayor
bledo de toda la manzana. A pocos pasos de allí, en el bar de la esquina de la
calle Alicante, se desarrolla un pequeño drama. Un mensajero de UPS ruega a un
chico delgado y enclenque que le devuelva su móvil. El joven permanece
tranquilamente sentado en un portal mientras el mensajero ofrece hasta 50 euros
si se lo devuelve. Se pone de rodillas, implora. “No es por el móvil, el móvil
me da igual, son los contactos que llevo, es mi ordenador personal”. Saca un
billete, se lo ofrece, con tal de que pueda recuperarlo. La esquina se va
llenando de gente mientras la señora sigue gastando su agua -que ha pagado
religiosamente- en mojarse los pies sobre la acera.
Entra en escena un camarero que
parece conocer al chico, le dice al mensajero que así no, que de esa forma
jamás se lo devolverá. Invita al sospechoso a entrar con él en el bar y
arreglarlo en secreto, fuera de las miradas. Mientras, el mensajero sigue
rogando, porfiando y llorando, se mesa los cabellos: “¡Si no le van a dar por
él ni la mitad de lo que le doy yo!”. En todo caso, el chico se niega a
moverse. El camarero desaparece tras la esquina y vuelve junto a un personaje
nuevo: es musculoso, con el torso desnudo, profusamente tatuado. El nuevo actor
alardea enseguida de su capacidad de mando y su resuelta decisión, interpela al
chico por su nombre, le grita, y se lo lleva del brazo sin violencia, pero con
firmeza, a un edificio cercano.
Pasados unos minutos de
incertidumbre, el hombre tatuado vuelve con el móvil y reclama al mensajero una
cantidad inferior a la que ofrecía inicialmente. El empleado de UPS,
visiblemente aliviado, desembucha la gallina con rapidez y se dirige al camión
de reparto, aparcado más abajo del hospital. Tras poner en marcha el vehículo,
dobla la esquina del bar y se cruza con el ladrón, que camina lánguido y
despreocupado bajo el sol insultante. El chófer le grita enfadado: “¡La funda,
me falta la funda!”. El chico ni lo mira y sigue su paso lento y tranquilo,
pasa por la acera recién mojada, que la mujer ya ha abandonado, se descalza las
míseras chanclas y se moja los pies en los charcos.
¿Qué importa y qué no importa a nuestro alrededor?
El bledo o amaranto - ¡qué bello su nombre menos conocido! -
es una planta considera mala hierba o invasora que proviene de Sudamérica y que
hace tiempo se adaptó al clima caluroso del Sur de Europa. Es tan antigua su
presencia que dio lugar al conocido dicho:
Me importa un bledo. Y ese es el valor que le damos, el de algo
insignificante y molesto que roba los nutrientes a otras plantas decorativas en
nuestros jardines y macetas. Sin embargo, el bledo es una planta con un gran
valor nutritivo, alto contenido en hierro y sabor agradable, además, sus
espigas se han usado desde antiguo para fabricar un sustituto de la harina de
trigo, y en ciertas partes de Centroamérica es un alimento básico tanto para
ensaladas como para tortas. Y más de una torta nos daríamos por unas hojas de
bledos si nos encontrásemos en medio de un campo inculto sin otra cosa que
comer.
Para nuestro azorado mensajero, el móvil que portaba
en el bolsillo no era más que un inservible trozo de metal y tierras raras sin
más utilidad; eso sí, combinados estos con una tecnología que él mismo se encarga de
distribuir. Él se hubiera deshecho con cierta facilidad del amasijo de
circuitos, pero en modo alguno de lo que los hacía realmente valiosos, los flotantes
datos que el propio usuario había ido introduciendo.
El
empleado de UPS, como tantos otros dueños de estos dispositivos baratos, -entre
los que, por supuesto, me cuento- no repara en el daño ambiental que produce la
extracción de las tierras raras, ni en la huella de carbono que origina su
fabricación, ni en el coste en capital humano. Tampoco la señora que limpia la
acera es consciente de que con esos tiernos brotes de una planta invasora,
podría preparar una nutritiva y sencilla cena, ni de lo que cuestan los litros
de agua que alegremente ha desperdiciado.
Los móviles y los bledos, siendo
tan distintos, se parecen mucho por la poca importancia que damos a su
presencia como objetos artificiales o naturales; nos da la sensación de que
todo se fabrica o crece sin aparente esfuerzo, como si fuera connatural a las
cosas existir, servir para nuestros planes, o molestar la frágil perfección de
nuestras importantes vidas. Pero quizá, como dejara escrito Jorge Luis Borges en un famoso poema,
estas cosas, de una u otra manera, permanecerán, recicladas, salvadas de un
vertedero, brotarán de nuevo de unas profundas y obstinadas raíces, nos
sobrepasarán, mientras que nosotros nos iremos disipando en la penumbra de una
existencia fugaz.
Laura Sam y Juan Escribano, en este reciente single: “Tampoco puede ser eterno”,
parecen dejarnos una lección bastante ajustada de lo que quiero decir, de la
importancia que tienen las cosas que no importan, de lo poco importante y a la
vez esencial que es el trozo de tiempo que nos ha tocado vivir.
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