lunes, 8 de diciembre de 2014

EL BRILLO DE LA BASURA


I
Hace unos días fui testigo de una escena elocuente junto al portal de mi casa. Anochecía y, como vecino cumplidor que soy, había esperado para desprenderme de mi correspondiente porción de basura ciudadana, por cuya gestión pago unos justos impuestos, a la estrecha franja horaria que mi Ayuntamiento impone para depositarla en el contenedor (en mi caso de 20.00 h a 21.00 h). Tenía prisa, pues eran casi las nueve y ya había caído más de una multa en el vecindario por falta de puntualidad. El camión, coprófago insaciable, me dedicaba sus luces desde el final de la calle. Aceleré, pues llevaba también una bolsa de cascos de vidrio.
   Al llegar al contenedor, dos  de esos traperos del aluminio que suelen revisar nuestros restos diarios discutían por una bolsa hinchada. En los contenedores de reciclaje del otro lado de la avenida no se recogen plásticos ni latas, así que yo suelo dejar una pequeña bolsa de latas para los traperos. Esta vez la dejé colgada con disimulo en el contenedor más alejado, pero ellos la vieron. Mientras me alejaba, pude comprobar con estupor como luchaban por ella. Tras mis pasos, las voces de la discusión eran cubiertas, aminoradas, por el ruido de los vehículos que cruzaban la avenida. Vi, desde lejos, que seguían forcejeando cuando llegaba hasta ellos el camión. Yo ya estaba al otro lado de la avenida, allí donde, en un terraplén inculto, se encuentra el punto de reciclaje de mi manzana. Deposité el vidrio y caminé unos pasos, las luces de los faros de los coches me desvelaron un diminuto brillo cobrizo. Me agaché, era una moneda de un céntimo, impecable y lustrosa, como recién salida de fábrica, salvo por un detalle: contrastando con la pureza del metal se observaban dos motas de mugre negra contorneadas alrededor de un nítido y sucio relieve. Es justo la puede contemplar el lector al principio del artículo. Cogí la moneda y me la eché al bolsillo; no están los tiempos para desperdiciar, pensé, pero también me resultó evidente que ese pequeño trozo de cobre simbolizaba una más de las insalvables paradojas de nuestro tiempo.
II
La transparencia se ha convertido en uno de los temas icónicos de la época actual.  No solamente porque pertenecemos a una sociedad transparente y narcisista, la llamada Sociedad del Espectáculo, sino porque la inevitable crisis del capitalismo de fase avanzada que devora a sus ciudadanos ha hecho que la opacidad a la que tiende el estado sea ya imperdonable. Exigimos la máxima transparencia a nuestros políticos y ciudadanos más poderosos, mientras ellos se enrocan en una posición de ocultamiento. Pero la transparencia hoy es otro simulacro, es problemática. Richard Sennet ya lo pronosticaba en los años setenta en su obra capital La caída del hombre público. Vivimos sumergidos en un magma de transparencia y aislamiento a partes iguales. Los edificios se llenan de amplias terrazas que enseguida son selladas con gruesos cristales; viajamos en vehículos-burbuja que dejan ver brillantes carrocerías junto a cristales ahumados; los medios de masas nos ofrecen  rutilantes titulares que ocultan las noticias que nadie quiere que conozcamos. De vez en cuando aparecen destellos fugaces, como las lágrimas, benditas y celestiales gotas de agua en directo, de la presentadora María Casado.
   Pero la basura es diferente. Procuramos ocultarla, pero lo dice todo de nosotros. Cualquiera que haya visitado un vertedero –los ilegales son los más suculentos- notará que los residuos son el espejo de nuestros rostros, el más fiel retrato. Por eso los ocultamos. Como en otras ocasiones, la mafia entendió que la importancia de la basura iba más allá de la lógica higiene y se fijaron en la necesidad perentoria de ocultarla que todos tenemos. Llenó los campos de la Campania de zulos de excrementos y desechos que hoy arruinan aquellos campos, como bien relató Roberto Saviano en Gomorra. Ocultó la imagen, magnificó los efectos. La basura, junto a la droga y el tráfico de armas son nuestros más fieles daimon, nuestros reflejos más certeros, como ya sugerí en el artículo Bin Laden y los escenarios. El brillo, la rutilancia de la basura nos envuelve; es, si cabe, el más visible, el más transparente de nuestros productos. Por eso, al ver en el suelo aquella pequeña moneda comprendí que ese trozo de valor de cambio que alguien, como un residuo, quizá había despreciado ligaba en sí mismo todas las piezas del puzle. Dinero y basura, transparencia y corrupción. Porque, efectivamente, el valor desmesurado que de pronto ha cobrado algo tan ambiguo y esquivo, incluso tan opaco en nuestro tiempo,  como la pura transparencia lo obtiene precisamente por contraste con la corrupción, sinónimo de lo oculto y lo aparte, como la misma basura. Transparencia y basura parecen darse la mano y al mismo tiempo rechazarse, como las caras de una misma moneda. Los movimientos ciudadanos que abogan por la transparencia en las arcas del estado deberían afinar sus términos, deberían hablar de limpieza.

   La prueba definitiva  de que muy al contrario de lo que pensamos, la basura es el más presente de nuestros rostros se encuentra en esa moneda; hoy por hoy no son pocos los municipios que unen la gestión de la basura, su desaparición y reciclaje como servicio de higiene pública, al brillo ciego del dinero, sacrificando los derechos del ciudadano a un buen servicio en favor de los cantos corruptos del metal cobrizo. Basura, dinero y corrupción se dan la mano hoy aquí, como en las tierras de Campania, y ese es un hecho transparente. Dejo caer estas líneas en el basurero de internet, por si alguien las encuentra, pisoteadas y con restos de mugre, en algún rincón de la red y encuentra algo de limpieza en ellas.

sábado, 1 de noviembre de 2014

URNAS FÚNEBRES: DEMOCRACIA EN SUSPENSO


Hoy celebramos la festividad del Día de Difuntos (aunque en las calles me encuentro decenas de niñas vestidas de bruja diciendo que son amigas del diablo). En cualquier caso, el ambiente luctuoso parece extenderse a todos los ámbitos.

Desde hace meses, la idea de la muerte de nuestra democracia, la muerte de la Constitución de 1978, la desmembración o disolución del estado, se extiende como la pólvora. En la anterior entrada se habló de la muerte del voto como instrumento de la democracia representativa, y se insinuó la necesidad de avanzar mediante una nueva concepción del voto o de la libre participación del pueblo hacia una democracia directa. Tal idea, que parecerá extravagante a algunos, no es tan extraña; se practica parcialmente en países tan solventes como Suiza.; incluso en Estados Unidos, el paradigma en Occidente de la democracia representativa, existen fórmulas, como los “town meetings”, en la mayoría de los estados, que permiten la toma directa de decisiones por parte del ciudadano. En la era de la eclosión de las redes sociales, es inaudito que muchos estados del mundo desarrollado sigan sumergidos en la limitación de la democracia representativa, recortando, impidiendo u ocultando las posibilidades que las propias constituciones dejan en sus artículos a la participación activa del pueblo.

La citada Constitución Española del 78, esa misma que bajo la excusa de su propia protección ha sido vejada y pisoteada en los últimos años, contempla en su artículo 23.1 el derecho de los ciudadanos a la participación directa en los asuntos políticos como alternativa al modelo representativo. El olvido de este artículo y del propio preámbulo de la Constitución ha permitido encastillarse al actual gobierno del PP en una negativa constante a consultas de variado color desde Comunidades Autónomas tan dispares como Cataluña o Canarias. El tema está demasiado presente en los medios de comunicación como para que abundemos en él. Las consultas ciudadanas no vinculantes deben ser permitidas porque el espíritu de la Constitución Española así lo exige, y porque están reflejados en sus títulos. Que estemos o no de acuerdo con lo que se vota o propone a modo de consulta, referéndum o plebiscito es siempre secundario. Se habla desde el gobierno de dejar en suspenso tal o cual consulta mientras el Tribunal Constitucional decide, se habla de votos antidemocráticos, en una de esas increíbles paradojas que vimos en nuestra anterior entrada, reflejo del amor-odio que los perseguidores del poder tienen hacia el sistema que les permite obtenerlo.

Todo argumento es baladí, todo carece de sentido, toda defensa, por parte del gobierno, de nuestra moribunda democracia es una farsa, un simulacro más.

Lo cierto es que la Constitución Española permanece realmente en cuerpo presente, en animación suspendida, desde que en agosto de 2011 los dos partidos mayoritarios, con extremadas prisas y un antidemocrático golpe de estado neoliberal entre las manos, forzaran la modificación del artículo 135 para permitir un límite de endeudamiento público impuesto por la presión de los mercados. La reforma de este artículo cambiaría radicalmente el espíritu de nuestra constitución, garante de un “Estado social de derecho”. Después de 2011, este “Estado” se convierte únicamente en una máquina ciega cuyo objetivo principal es el pago de la deuda pública. Esto atenta de lleno contra nuestra Constitución, que en el segundo párrafo de su Preámbulo  alude a su función de garantía de “un orden económico y social justo”; desde el inicio, todo queda laminado de cuajo.  No en vano, desde entonces España es, junto a Portugal y Grecia, el estado con menor gasto público social de Europa. Y todo esto sin consulta alguna a los ciudadanos, negando todo derecho de decisión a los mismos, puesto que cualquier reforma constitucional se debía hacer bajo referéndum.

Por tanto, hoy por hoy, y como dije en un artículo de hace justo un año (ver Zombis, vampiros y otros simulacros democráticos) el Estado Español se ha convertido en un cadáver en animación suspendida, mesmerizado antes de su propia muerte, que se sostiene por medios anormales, una cáscara inerte que esconde (y cada día el mal avanza) un insoportable océano de putrefacción y corrupción. Que sus propios asesinos pretendan defender  esta Constitución Amortajada impidiendo consultas directas al pueblo, del tipo que sean, es simplemente un sainete.

El giro radical ante esta situación de cuerpo presente se impone. En todo caso, si no es posible una refundación radical del sistema, se deben buscar modos participación democrática acordes con nuestro tiempo. Así, el e-voto, fácil de desarrollar e implantar siempre que se preserve el anonimato y la seguridad. Plataformas como Agora Voitng o Appgreee lo hacen posible en pequeños ámbitos. Si no está institucionalizado ya a nivel estatal es por el miedo que levanta entre nuestra estirpe (lo prefiero a “casta”) de gobernantes y falsas plañideras que asiste al entierro de nuestro Estado Social.

Es fundamental la implantación de la “revocatoria”, mediante la cual los ciudadanos por voto directo pueden destituir a un gobernante que no está cumpliendo con sus funciones. Es posible que en España, un país con tanto voto cautivo y con una forma tan conservadora de entender el juego democrático, esta medida no fuera muy efectiva, pero no teman los asistentes al sepelio, las encuestas vaticinan que los dolientes aprenden rápido: ningún partido con ambición de gobierno tendrá nada que hacer si no implementa esta y otras muchas medidas de democracia directa.

sábado, 4 de octubre de 2014

URNAS FÚNEBRES


Siempre he pensado que la paradoja es la figura más apropiada para definir nuestro siglo. Gilles Lipovetsky abunda, no sin desenfado, en esta idea en su ensayo La felicidad paradójica, donde se pone en tela de juicio esa necesidad imperiosa del hombre hiper-moderno de ser mejor y más feliz cayendo, sin esperarlo, en la depresión más profunda. Los regímenes políticos occidentales de fines del siglo XX y principios del XXI, es decir, las democracias liberales, son esencialmente paradójicos, como bien supo leer Eric Hobsbawm, puesto que están basados en términos contradictorios e irreconciliables.
                La condición paradójica de nuestras democracias es, en todo caso, poliédrica. ¿Cómo explicar sino la profunda aversión de los representantes políticos a las consultas directas, plebiscitos e incluso encuestas que pueden acercar pueblo y poder? ¿Cómo explicar el desamparo en el que se encuentra, en nuestra sociedad, el sano ejercicio del voto? No olvidemos que la democracia solamente es representacional porque el número de ciudadanos es muy elevado, en cualquier otra circunstancia, la opción lógica es el sistema asambleario. El voto no es otra cosa que un contrato en blanco, sin firma, un acto de confianza ciega en alguien a quien uno no conoce. Es cierto, como dijo José Saramago en su obra Ensayo sobre la lucidez, que el único acto libre del votante, el hecho de introducir la papeleta en la urna, es rápidamente amortizado por el sistema, deglutido y expulsado, como un residuo, por las urnas, a modo de fagocito. Saramago planteaba en su ensayo, publicado hace ahora diez años, otra sugestiva paradoja; la que se produciría si en unas elecciones el 83% del electorado votara en blanco. ¿El sistema se caería, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos habrían ejercido su derecho con diligencia?
Las paradojas no acaban aquí. Si nos centramos más concretamente en la relación de los media en esta sociedad del espectáculo en la que vivimos, nos encontramos con tremendos desajustes. Por un lado, los políticos que quieren, como es el caso de Pablo Iglesias, iniciar su carrera optan por los contratos en cadenas televisivas, mientras que los partidos que ven mermado su saldo en votos buscan las franjas de audiencia más ventajosas, como las pintorescas intervenciones de un recién nacido Pedro Sánchez en El Hormiguero, de Antena 3; por otro lado, los colegios electorales, con sus urnas pasadas de moda, ofrecen una imagen de dejadez, de abandono y ostracismo lamentable que contrasta vivamente con los iridiscentes platós de televisión donde los candidatos exhiben sus galas imitando al pavo real.


He sido, por propia voluntad, componente de mesas electorales en numerosas convocatorias, circunstancia que me ha permitido observar con calma y reflexionar –en las numerosas horas muertas que nos ofrece la elevada abstención- sobre la estructura creada alrededor del hecho mismo del voto. Para empezar, como ya he insinuado, el espectáculo que el ciudadano encuentra a la entrada del aula reformada, es desolador: un conjunto de viejos pupitres arrumbados en una esquina y cuatro o cinco ciudadanos elevados a notarios del voto que no disimulan su desagrado al sufrir semejante condena en lugar de disfrutar de un día de campo o de una buena siesta. Nadie disimula, el hastío y las ganas de salir corriendo suelen ser generalizados dentro de este precario cuerpo notarial; en cuanto a los que consideran una labor honrosa o al menos un deber no eludible su presencia en la mesa electoral, pronto callan, a riesgo de ser considerados unos ingenuos, o peor, unos aguafiestas. Sobre los votantes, cualquiera que haya presidido una mesa electoral sabe del extraño automatismo que acompaña a los que se acercan a la mesa, a veces en sentido literal: he visto inválidos inconscientes entrar en camilla con un carnet y un sobre en la punta de unos dedos agarrotados, todo un símbolo de la esclerosis irremediable del sistema.
El recuento de votos es un ejercicio digno de un sainete. Los interventores de los grandes partidos se acercan ávidos hasta la urna y demuestran su experiencia ante los jóvenes e inexpertos representantes de los partidos nuevos o minoritarios, aquellos que son flor de un día o están condenados, gracias a las mieles de la draconiana Ley D´Hondt, eficaz elemento de distorsión democrática, al rincón más apartado de los hemiciclos. Hay prepotencia de unos, timidez, resignación y rabia de los otros; solamente he visto el miedo y el desconcierto en las últimas elecciones europeas. Los votos, las famosas papeletas, ya exangües, ya perimidos, se tienden sobre la mesa, delante de la urna, como cadáveres. Conforme se ordenan y los montones aumentan se produce una extraña metamorfosis: las papeletas aparecen exactamente como fajos de billetes, billetes de banco, contratos sin valor intrínseco, representaciones diferidas. Los votos ya no representan a personas, son simples números, masas de poder perfectamente calculables. Los interventores vigilan celosamente cualquier movimiento, cualquier posible trasvase. Inapreciablemente, la noche ha caído, lo que da al aula destartalada un aspecto lóbrego, inquietante; los presentes tienen ganas de irse, se aceleran, se equivocan, otra vez a empezar, caen los primeros datos de escrutinio. Todo el proceso destila una esclerosis, una modorra, un agarrotamiento, que sólo son despertados cuando se canta un voto en blanco. Entonces sí, entonces el rostro de los interventores de los grandes partidos se demuda en una mueca de desprecio imposible de ocultar. Los representantes de los partidos pequeños sólo esperan escapar a la humillación de que en la suma aparezcan más votos en blanco que propios.
Nadie quiere votos en blanco, de hecho, se intentan escatimar considerándolos como nulos, hasta que un presidente avieso o un interventor honesto los devuelve a su lugar. La reacción no es de extrañar; el voto en blanco representa la encarnación en números de lo que, de forma sutil, se masca en la atmósfera del aula: el fracaso del sistema, el ostracismo irremediable de esta democracia paradójica, que necesita el voto como un alimento de legitimidad al tiempo que lo teme y lo rechaza, bulimia de votos a la vez que anorexia electoral, por la abstención, sí, pero sobre todo por el desprecio que los poderosos sienten por el ejercicio democrático.


Sirva como ilustración de este cruce entre un sistema electoral ya muerto y la falta de libertad que supone, paradoja insalvable, la fotografía de cabecera, realizada por mis alumnos Juan Antonio Hernández y Juan Manuel Vargas, que como jóvenes nacidos en la era digital detectan en su obra la incoherencia del sistema.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

UN CURA EN ATIENZA


Avanza septiembre y Atienza se sumerge de nuevo en su realidad, un pequeño pueblo serrano del norte de Guadalajara, agreste y remoto, tocado por la belleza de lo inalcanzable. Apenas durante un par de meses, los propios del estío, Atienza ha sido un pueblo jovial y luminoso, con restaurantes llenos de viejos conocidos que han venido de la capital o de turistas ansiosos de paz y paisajes serranos. Atienza, en verano, es el pueblo de los museos; cobija hasta cinco entre sus recias casonas de sillar. Los museos atraen a otro tipo de viajeros, los amantes del arte antiguo y de historias medievales; de los fósiles raros o de las costumbres ancestrales. Pero no siempre fue así. Hasta bien entrados los setenta, Atienza fue, como tantos, un pueblo sometido al pillaje y al olvido de gobernantes civiles y religiosos.
    Hasta que cayó por allí, D. Agustín González, que tras terminar la carrera de medicina se había iniciado en el sacerdocio.
    Cuentan los vecinos que antes que este D. Agustín hubo otro párroco, que era de Imón, y que obedecía a ciegas los mandatos del Obispo de Sigüenza: vendió una iglesia y dejó que el retablo se lo llevara otro pueblo, convirtió en dinero para el obispo una custodia y otras joyas. Cuando hace treinta y cinco años D. Agustín entró en San Juan Bautista, la única parroquia viva del pueblo, las cosas empezaron a cambiar. El nuevo párroco se enfrentó al obispo, se empeñó, sin ayuda de nadie, oponiendo tozudez a la estulticia, en poner en valor el patrimonio de Atienza, retechando iglesias románicas y creando en su interior tres museos en fechas sucesivas: primero San Gil, después San Bartolomé y por último la Santísima Trinidad. A las vetustas colecciones de arte religioso añadió, gracias a la generosidad de D. Rafael Criado, un médico amigo suyo aficionado a la paleontología, uno de los mejores museos de fósiles de España. Y todo sin la ayuda de nadie, ni vecinos ni gobernantes. Cuando estos museos empezaron  atraer visitantes, tan necesarios en este lugar perdido, las autoridades reaccionaron y se subieron al tren; a rebufo, la Diputación Provincial y la Junta de Comunidades crearon el Centro de Interpretación de la Cultura Tradicional y habilitaron un espacio para un nuevo Museo Etnográfico. Gracias al empeño de aquel hombre, el turismo fluye ahora en julio y agosto durante los fines de semana de gran parte del resto del año.
    Cumplidos los ochenta años, superadas cuatro operaciones de cáncer, el párroco de Atienza, jubilado, atiende diez parroquias en la zona y todavía tiene tiempo para atender eventos culturales. Un fin de semana de agosto somos testigos de hasta qué punto hoy Atienza es un lugar vivo y cosmopolita a su manera. Se había programado un concierto de órgano en San Juan Bautista;  a las teclas, la doctora en Artes Musicales Riyehee Hong, prestigiosa coreana formada en Houston. Terminado el concierto, el anciano cura aún tiene ganas de guiar en los vericuetos técnicos al asistente de la intérprete. En la Plaza del Trigo, de una belleza que supera su justa fama, D. Agustín se acerca a un anciano y lo saluda amistosamente. Resulta ser el muy veterano pintor José María Falgas, uno de los más famosos artistas vivos nacidos en Murcia. Entablamos una tan sorprendente como curiosa conversación entre murcianos y pintores. Falgas pasó aquí una temporada en su juventud, que recuerda junto a la atencina Paquita. Más tarde, arreglamos el mundo junto a Mariano, el justo, cabal y noble taxista jubilado en Leganés, que aún conserva su casa natal de Atienza.
    Septiembre avanza, los turistas se fueron, y los últimos veraneantes cierran sus casas para todo el invierno. Atienza puede tener en agosto unos cuatrocientos vecinos, el resto del año no llegan a cien. Es fácil festejar a D. Agustín en los días soleados, pero él y unos cuantos ancianos más resistirán los rigores del viento del norte en absoluta soledad, aislados como en tantos otros lugares por la incuria de un país que condenó a la desaparición a un mundo rural que no merece tal destino. La España del ladrillo, del AVE, de las vías rápidas hacia las playas, del turismo indiscriminado ha echado a perder miles de pueblos como Atienza. Una vez que los caciques levantaron el vuelo dejando tras de sí los baldíos nadie fue capaz de proponer una alternativa. Tan sólo una reducida lista de maestros de escuela, médicos, entusiastas desinteresados, curas o ingenieros agrónomos salvó del más negro destino algunos de estos lugares. Ahora que los planes Leader han continuado la labor iniciada, ya nadie recuerda a estos pequeños héroes rurales.

    Sirva pues de ejemplo este cura de Atienza, que aún atiende a sus enfermos, como persona y también como símbolo de un milagro que ningún político oportunista debería siquiera soñar con reclamar.

lunes, 4 de agosto de 2014

POR EL RECUERDO


Ya hace más de dos meses que esta columna no recibe una entrada de su creador. El exceso de ocupaciones y la enfermedad han demorado el reinicio que hoy abordamos. Tras tanta demora, hoy hablaremos de justicia, de  fechas, de la memoria.
Hace cien años y una semana comenzó la Primera Guerra Mundial, de la que pocos han querido hacerse eco, aunque el dolor que transpira es todavía palpable. Aquel  28 de julio de 1914 significó la radical destrucción de toda una generación europea, la desaparición de varias decenas de millones de almas. Tan sólo unos meses antes, nadie podía imaginar siquiera semejante dislate; lo narra muy bien Stephan Zweig en “El mundo del ayer”. La era de la seguridad, pacientemente labrada a lo largo del siglo XIX, fue borrada de un plumazo.
Hace exactamente tres semanas despedimos a Mar con tan solo veintidós años. Mar era una joven vitalista, seria, trabajadora, comprometida con su sociedad, con claras ideas políticas, un modelo para sus iguales y también para muchos de sus mayores. Acorralada por una dura enfermedad, lucho contra ella durante toda su vida, y nadie de los que la conocimos escuchó de su boca una queja; su fragilidad se transformaba siempre en fortaleza sin que la mayoría se diera cuenta. Yo la conocí como alumna en el instituto, no tendría ella ni quince años, cuando junto con unas amigas me propuso una exposición titulada Otaku Express, que englobaba los fondos de comics Manga de su propiedad y de varias compañeras. Colocaron en la biblioteca, desinteresadamente, todo ese material para que el resto de alumnos pudiera acceder a él y hojearlo. Tras ese momento seguí sus pasos y tuve ocasión de impartirle clases en 2º de bachillerato. Cursaba la opción bio-sanitaria y aún tenía tiempo para demostrar su profunda sensibilidad y su madurez y entereza en unos guiones para cortometrajes que todavía atesoro. Era tenaz, ordenada, recta, tiraba de sus compañeros, y silenciaba sus propios problemas. A través de la familia, esa familia ejemplar hasta lo indecible, sé que mantuvo sus virtudes, sus ganas de vivir, su perseverancia, hasta el final.
Siempre serán pocas las palabras que recuerden su nombre, pero aunque concisas, se hacen necesarias, porque Mar aparece como un modelo, un espejo en el que fijarnos, pero también es ejemplo de una juventud que la generación de sus mayores parece querer ocultar, olvidar, y lo que es peor, en muchos casos maltratar y humillar con ideas tan tendenciosas como falsas. Esa juventud a la que pertenecía Mar es la habita la España de hoy, país que ha renunciado a sus obligaciones con ella. El pacto social está roto, porque el estado es incapaz de ofrecer un futuro a los jóvenes que forman parte de él. A esos jóvenes, que son la sangre de la sociedad,  se les ha dejado caer sin contemplaciones: la educación se ha devaluado en las etapas iniciales y encarecido hasta el insulto en el mundo universitario; la falta de empleo ha condenado a miles de titulados que apenas acaban de dejar la adolescencia a una prematura emigración sin horizontes, sin tarjeta sanitaria y sin esperanza de rescate. Los jóvenes se forman y se forman indefinidamente mientras ven ninguneadas sus capacidades por políticos domesticados por las grandes corporaciones, por funcionarios adocenados, por empresarios viciados por el fraude, por obreros desclasados y asociales, por un gobierno que ha asesinado la innovación científica e industrial, por una generación de cínicos que se dio en su día a la desidia o al dinero fácil, o a ambos; incluso hay algunos profesores que entran a engrosar estas filas y pretenden aleccionar a sus alumnos desde la mediocridad de una plaza conseguida en tiempos de bonanza.  Y cuando estos jóvenes se agrupan en formaciones sociales o políticas y hacen valer su madurez democrática por cauces novedosos, son criticados primero e insultados después por periodistas caducos engordados con la sopa boba del poder.
Hace cien años, tanto  la codicia desorbitada de los grandes industriales, que empujaron a los estados a una lucha tan estúpida como inútil, como los métodos arcaicos del poder militar, de generales como Joffre o Ludendorff, que enviaron a cientos de miles de soldados a una muerte segura en operaciones inútiles, barrieron del mapa la juventud de Europa, una juventud educada en unos principios que se creían los propios de una sociedad avanzada y resultaron ser billetes de lotería sin premio lanzados al viento gris ceniza. Hoy, una juventud, la juventud de Mar, perfectamente formada, educada en una democracia que se ha demostrado falsa, es despreciada y condenada por un sistema capitalista que ha pasado por encima de los estados, de las leyes, de la decencia, de las personas y descarrila sin remisión.
Es necesario ahora citar la sentencia más antigua del pensamiento occidental, escrita hace más de dos mil quinientos años por Anaximandro, y que reza: De donde las cosas tiene su origen, hacia allí deben sucumbir, según la necesidad; pues tiene que expiar y ser juzgadas por su injusticia, de acuerdo al orden del tiempo. En ella se habla ya de la justicia como equilibrio entre las cosas, y es el equilibrio racional lo que pedimos para los jóvenes, pero pedimos también memoria, porque hoy más que nunca la memoria es sinónimo de justicia.

Según la sentencia de Anaximandro, hemos de rendir tributo a Mar, por haber sido ejemplo de excelencia en su vida, así podremos combatir el desequilibrio absurdo de su temprana muerte, y, por su parte, deben los jóvenes exigir justicia y reparación a esta sociedad, jóvenes como Mar, más numerosos de lo que se quiere hacer creer, por encima de la leyenda interesada del narcisismo y la superficialidad, menos común de lo que interesa a los poderosos.

lunes, 12 de mayo de 2014

FRACKING: UNA CATÁSTROFE RURAL EN EL NORTE DE MURCIA


En las últimas semanas se ha endurecido el debate en torno a la extracción de hidrocarburos en distintos puntos de España. Grandes proyectos vinculados a Repsol pretenden explotar petróleo frente a las costas de Canarias y Baleares, con la oposición frontal de todos los estamentos sociales, incluidos los gobiernos de ambas comunidades autónomas. Sobre la mesa están también los más de 400 seísmos provocados por el almacén Castor en el Golfo de Valencia. Más sorda, pero más inquietante, es la amenaza que se cierne sobre amplias áreas del interior de la Península Ibérica a raíz de la licitación de explotaciones de gas natural mediante la técnica de fractura hidráulica o Fracking. Gobiernos enteros, como los de Cantabria, Navarra o La Rioja se han declarado unilateralmente libres de Fracking, así como decenas de ciudades y pueblos, mientras que iniciativas similares parecen prosperar en otros puntos calientes del mapa de la extracción de gas natural, como Baleares. Las plataformas contra el Fracking proliferan en todos los puntos del país. En la Región de Murcia, una de las zonas con concesiones más antiguas, pues de 2009 datan lasa concesiones Aries I y II, en el Altiplano, el Gobierno Regional ha desoído las distintas mociones en contra propuestas por la oposición. La Plataforma Cuenca del Segura libre de Fracking lucha contra una amenaza que puede convertir a Murcia definitivamente en un desierto sin remisión.
    Porque, no lo demoremos más, la fractura hidráulica supone la muerte de la agricultura y del paisaje allí donde las explotaciones se instalan.

    Es fácil entender la razón

    El proceso consiste en extraer gas metano mediante pozos que excavan profundidades de varios miles de metros en vertical. Estos pozos atraviesan acuíferos y zonas de areniscas y calizas para llegar a materiales más duros, como micaesquistos o granito. Atrapado entre los duros estratos se encuentra el gas, en pequeñas burbujas que la perforación, una vez cambiado el sentido de la búsqueda, pretende conectar horizontalmente. Una vez conectadas las burbujas se procede a romper la dura roca mediante explosiones, que liberan el gas, lo que permite conducirlo a la superficie. Parte de este gas se evapora irremediablemente, contribuyendo también a agudizar el llamado “efecto invernadero”. Las cantidades de agua a utilizar por cada pozo son impresionantes; en torno a 150.000 metros cúbicos; eso en una comarca seriamente deficitaria en el preciado elemento supone la primera de las muchas salvajadas que el Fracking impone al paisaje.
    Por otra parte, al fragmentar la roca madre que sostiene materiales más blandos situados encima , activa las múltiples fallas “dormidas” que atraviesan los estratos superiores, precisamente en una zona potencialmente sísmica como el Altiplano de Jumilla y Yecla, con la consecuente aparición de terremotos, algo entendible  en una técnica que, en palabras de Ángel Francisco Cutillas, literalmente, “masacra el material”.
Los potentes brazos de la perforación atraviesan los acuíferos, vitales para la supervivencia de la zona, por lo que han de ser encapsulados, lo que no impide en muchas ocasiones, que los mortales componentes de la mezcla de arena y agua utilizada, contaminen sin remedio el agua que durante siglos ha hecho posible la vida vegetal y animal. La perforación a profundidades tan extremas necesita que numerosos componentes se sumen a la mezcla, la mayoría de ellos altamente nocivos, como el benceno y los metales pesados, entre otros que pertenecen al enfangado territorio del secreto industrial. Por si esto fuera poco, el agua contaminada utilizada en la perforación (sólo podemos imaginar que será obtenida de los propios acuíferos) se deja evaporar en la superficie en balsas que suponen otra amenaza letal. La exploración, antes incluso de que la explotación se considere rentable, ya es nociva, porque implica el acceso a las recónditas zonas donde anida el gas, con todas las consecuencias de la consecuente perforación.
    Incomprensiblemente, esta terrible amenaza no ha perturbado al principal municipio afectado de la Región de Murcia: Jumilla. Mientras otras localidades cuyo territorio se encuentra incluido de soslayo, como en Castilla-La Mancha las vecinas Hellín, Ontur, Albatana o ya en Murcia, Yecla y Cieza, se articulan plataformas que enlazan a distintas asociaciones, que echan a la calle manifestaciones y protestas, en Jumilla apenas se ha hecho nada. Una moción presentada por IU fue aprobada en marzo de 2013 por el Ayuntamiento con el voto a favor de todos los partidos, de forma que el consistorio se declaraba Libre de Fracking, pero sin eco mediático ni social alguno. La Asociación de Naturalistas Stipa ha organizado conferencias de expertos, proyectado videos y lanzado campañas en la red sin obtener el apoyo esperado entre la población. La Asociación de Amigos de Jumilla ha organizado a su vez una conferencia a cargo de su presidente, el arquitecto Ángel Francisco, con escasa asistencia de público.

    Y nada más.

     Resulta inaudito que en una población que depende directamente del medio natural, con Denominación de Origen en vinos, quesos y cultivos de frutales, con una ganadería extensiva, vastas plantaciones de viñedo, olivar y almendro, con un turismo basado en la belleza, en las peculiares formaciones geológicas, en la riqueza de la fauna, que hacen de su territorio un atractivo para los senderistas, haga caso omiso de forma tan flagrante a la principal amenaza que se cierne sobre su medio ambiente, por encima incluso de la peor sequía en muchas décadas.
   ¿Dónde están los sindicatos agrícolas, las comunidades de regantes, las grandes fincas o los pequeños productores, donde las bodegas y el sector hostelero? La magnitud de la desinformación, propiciada por el oscurantismo de las empresas concesionarias, Invexta Recursos SL y Oil & Gas Capital SL, con la connivencia del  Gobierno Regional no es excusa para la apatía culpable de todo un pueblo. Nadie puede engañarse con el Fracking ni argumentar que la amenaza es falsa: está demasiado presente, desde hace años, en los medios de masas.

   ¿Qué representa el Fracking?

   Significa la etapa final de un descenso a los infiernos de la era de los hidrocarburos, la última hora de una forma de obtención de energía totalmente agotada. A pesar de ello, el gobierno español ha apostado por esta vía agotada y ha dejado caer en ominoso olvido las energías renovables.
    Significa una agresión brutal al territorio, al entorno natural, al paisaje, al medio humano, a la ciudadanía. Una falta de respeto a siglos de coexistencia, una forma de asesinato del frágil equilibrio entre hombre y naturaleza que representa el mundo rural.
    Para Jumilla y los pueblos de alrededor representa el final de su medio de vida, puesto que la explotación por Fracking tiene una vida media menor de una década, tras la cual queda un paisaje lunar, muerto, que ya hemos visto en amplias zonas del este y centro de EE.UU. Se acabaron las vides, el ganado y los productos de calidad, se acabó la restauración y el turismo de interior. Queda la emigración.

    Acciones como una Declaración de Paisaje Cultural -que proteja un entorno singular del cual parece que nos hemos olvidado-, las movilizaciones masivas de los distintos sectores para la prohibición de las explotaciones, la información constante e intensiva, la recogida de firmas, o tantas otras alternativas que en otros lugares se han puesto en marcha, pueden parar esta amenaza, pero para ello se necesita un pueblo unido, informado y responsable, algo que en Jumilla no se ha dado hasta el momento.

domingo, 6 de abril de 2014

ESTADOS PRÓXIMOS A LA LOCURA


 Es sábado por la tarde, hordas de consumidores nos dirigimos en nuestros coches hacia los supermercados cercanos. Hemos esperado a la caída del sol para, como hienas, iniciar nuestra depredación. No queremos que el sol conozca nuestros actos. Visitamos los establecimientos en un ritual de la acumulación que termina por asesinar la tarde. El último rayo de sol desaparece en el horizonte, es en ese momento, a falta de realizar las últimas compras, cuando revelamos nuestra verdadera condición de vampiros insaciables.
                Una calle, estrecha, los ríos de coches se dirigen a la arteria derramando gotas de sangre muerta. Unos ya han penetrado, como agujas en la vía atestada, otros, bloqueados por un semáforo enrojecido, se agazapan a la espera. En ese momento, en un tráfico ya lento, diviso el camión de la basura pegado a la boca del aparcamiento de un supermercado, mi última parada, al que todavía intentan acceder otros conductores. Las dos corrientes de tráfico se hacen más y más lentas, como entorpecidas por cúmulos de colesterol. Finalmente, el tránsito se para.
De una puerta de persiana plegable brotan contenedores atestados de comida caducada; pasan rápidamente de las manos de los empleados del supermercado a las del peón del ayuntamiento. Justo en ese trance, dos mujeres de etnia gitana se apresuran a coger y abrir las bolsas de basura. Con envidiable pericia, sacan los alimentos envasados que todavía se pueden consumir con cierta tranquilidad. Tiene sus propias bolsas preparadas. Mientras el resto de contenedores pasan de manos, ellas seleccionan, separan, revisan y devuelven las bolsas semi-vacías al basurero, que desde hace meses tiene un acuerdo con las mujeres. Los empleados del supermercado las ignoran, no está en su labor impedir la maniobra. La transacción se repite con los contenedores restantes, mientras el tráfico en la vía se aprieta y la presión empieza a ser evidente. Por cada contenedor, al menos tres coches se incorporan al atasco. El claxon comienza a sonar en varios de ellos.
                Estoy justo delante de la bocacalle por la que penetra otra vena de tráfico, a pocos metros del garaje y del camión de basura, pero mi situación privilegiada hace que me percate de que a mis espaldas se acumulan cada vez más conductores, en una proximidad corporal incómoda y obscena. Delante, veo gesticular violentamente a más de uno, detrás, por el retrovisor, observa las caras congestionadas de los que tocan el claxon. Los nervios enloquecen a alguno de los congregados a este banquete infecto. Pantallas azules comienzan a brillar en los asientos de los copilotos. En cuanto a mí, por suerte llevo algo grande en el lector de CD’s. Como diría el escultor Mariano Spiteri, que sólo trabaja con Dios, yo sólo conduzco con Dios, que es Bach, así pues, descanso, disfruto de la música y me convenzo de que lo que estoy viviendo es tan sólo una secuencia de una película  de Fellini.
                Tras un largo escándalo, el tráfico se reanuda  entre una feria de luces de ciudad, de faros, de pantallas, de avisos del camión. Mientras reanudo la marcha, veo a las mujeres; descansan, gastan bromas y ríen, miran pícaramente a los automóviles que pasan, maldiciendo entre dientes. Esta noche ellas cenarán caliente, nosotros también.
                Está claro que la locura se ha apoderado de todos nosotros, seres nocturnos que gastamos millones de kilowatios de energía vendida a precio de oro por oligarcas hipertensos. Mientras la ONU vincula sin lugar a dudas el Cambio Climático a la acción del hombre, mientras la NASA hace lo propio, los consumidores perdemos la poca cordura que nos queda: llegaremos unos minutos tarde a nuestro hogar sobrecalentado porque un par de gitanas recoge comida caducada en un contenedor


domingo, 30 de marzo de 2014

DE CARNAVALES Y MEZQUITAS: EL CERCO


Hace meses que se ha avivado una polémica en sí misma muy vieja, que nos transporta incluso a principios del siglo XVI. Se trata del carácter equívoco de la propiedad de la Mezquita de Córdoba, Patrimonio de la Humanidad desde 1984. El caso es que el edificio, pese a su evidente carácter público, no está registrado oficialmente a nombre de nadie, ni del estado ni de la Iglesia  Católica, ni, por supuesto, de un particular. Aprovechando este limbo, el Obispado de Córdoba llevó a cabo en 2006 su inmatriculación, treta por la cual muchos edificios aparentemente propiedad de ayuntamientos y otros organismos públicos pasaron a propiedad exclusiva de la iglesia. Léase a este respecto la iniciativa del profesor cordobés Antonio Manuel.
El asunto no es baladí. En 1236, mediante el ritual de la cruz de ceniza, el Obispado hace la "toma de posesión", no como edificio, sino como espacio dedicado al culto, cambia por tanto de uso, pero no de propiedad física. A pesar de todo, en los siglos venideros, el edificio conservará su doble condición de mezquita y catedral, en parte porque cierta cultura de la concordia, que había predominado en la etapa del Califato, parecía seguir viva en la memoria de las gentes. Hasta 1523, cuando el Cabildo decidió derribar la mezquita y construir un edificio nuevo sobre la misma. El Corregidor, Luis de la Cerda, se opuso tajantemente a semejante despropósito. Por tal acto fue excomulgado y condenado a la muerte social por el Obispo, D. Alonso Manrique. El Corregidor no se rindió, aunque el Cabildo Catedralicio rebajó parcialmente su pretensión optando por el derribo parcial que hoy conocemos, y el asunto requirió finalmente la mediación del Emperador Carlos V, que falló a favor del Obispado. Años después, en una visita a la ciudad, y tras comprobar el daño causado, el Emperador se arrepintió y rectificó su juicio. Ya era tarde. J. B. Alderete apuntaría la famosa frase: habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes. De no haber sido por Luis de la Cerda, excomulgado y apartado, la Mezquita de Córdoba no existiría; una calle junto al edificio recuerda su figura.
Tras siglos de calma aparente, se produce la inmatriculación, que no supone la propiedad, pero pasados diez años supone la usucapión secundum tabulas, que daría la titularidad completa al Obispado en 2016. Paradójica circunstancia, la organización que quiso derribar el edificio será pronto dueña absoluta del mismo.

Hojas de firmas se alzan a favor y en contra de que la Junta de Andalucía haga efectivo lo que de manera tácita ya parecía serlo, es decir, el carácter inequívocamente público del edifico. Esto nos lleva a unas breves reflexiones, al hilo de nuestro artículo anterior. Como siempre, una pregunta. ¿Cómo es posible que el fenómeno religioso, que nace como forma de concordia entre los hombres, se termine convirtiendo, siglo tras siglo, en una causa principal de conflicto? Hagamos un poco de etimología. Según Lactancio, contradiciendo la interpretación de Cicerón como re-legere (releer, volver a leer), el término "religión" deriva del verbo ligare, es decir, con re-ligare hablaríamos de volver a unir o juntar a los hombres junto a Dios. La idea de unir, ligar, se mantendría, de todas formas, incluso en la versión de Cicerón, puesto que legere significa también "coger", y en último término proviene del griego logos-leguein (sustantivo-verbo) El significado último de logos, antes que "razón" o "palabra", es precisamente aquello que une o junta, y según Martin Heidegger, en Logos (Heráclito, fragmento 50) lo que liga o une al hombre con la presencia de las cosas. Cuando en el Evangelio según San Juan  leemos: "Y el verbo se hizo carne...", palpita todavía esa concepción del logos, situando a Jesús como el ligamento entre Dios y los hombres. Sin embargo, parece que a lo largo de los siglos esta concepción básica de la religión se ha convertido en todo lo contrario: una forma de separar, de desunir.
Y ahora en pleno siglo XXI, nada parece haber cambiado. En referencia a la Mezquita-Catedral de Córdoba, que ese tiene que ser su nombre completo, las actuaciones han ido hacia el levantamiento de muros, se ha insistido en que no se puede acceder con vestimentas musulmanas al templo, se reitera hasta la saciedad que es un lugar exclusivo de culto católico, se ha retirado de la entrada la palabra Mezquita para todo tipo de visitantes, turistas o fieles; en este sentido, se ha modificado el cartel colocado por la UNESCO, y otros muchos detalles que no apuntamos.
Por otra parte, siguiendo a Eugenio Trías, el sentido de lo sagrado lleva implícita la idea de la protección y la separación, pero en el sentido de preservar del daño; así, ese sentido se sigue revelando en la palabra "segregado", incluso en la idea de lo secreto, asociado desde siempre a lo sagrado. Para profundizar más, se puede leer esta entrada de nuestro blog:  El valor de cambio y lo sagrado. Lo sagrado es la creación de un cerco que preserva del exterior y ritualiza el espacio, y como ya vimos de forma similar ocurre con el tiempo: es la fiesta, como tiempo acotado y cíclico, la que se erige en sagrada. Vimos de qué forma el tiempo, pero también el espacio, de nuestra actual era tecnológica, son radicalmente contrarios a la concepción que tiene de ambos la religión. Esto acelera la grave crisis de identidad en la que se encuentra la Iglesia Católica como organización religiosa.
La polémica en torno a la Mezquita-Catedral de Córdoba pone en evidencia las angustias de los gestores religiosos, encerrados ellos mismos en su propia inmovilidad. Si en tiempos pasados se permitió, en ocasiones contadas, el culto musulmán dentro del edificio, ahora la puerta se ha cerrado. El Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso del Vaticano delegó en el Obispado la decisión de permitirlo en momentos concretos. El Obispado se negó en redondo.

Convertir lo sagrado (que separa para proteger) en un mecanismo de expulsión, segregación y marginación, de amurallamiento del espacio, sólo contribuye a la desestructuración y al choque de civilizaciones que estamos viendo renacer a nuestro alrededor, con la xenofobia populista de los partidos de extrema derecha, con las crecientes restricciones en materia de emigración, con la exaltación triunfal del egoísmo puro por parte del neoliberalismo. A nuestro alrededor crecen los muros y la intolerancia, y los responsables religiosos, lejos de luchar con el logos contra esta separación entre hombres, contribuyen a extenderla incluso en los lugares que, como la Mezquita-Catedral de Córdoba, han querido ser ejemplo de fusión de culturas.

martes, 18 de marzo de 2014

DE CARNAVALES Y MEZQUITAS: LA FIESTA


La “pérdida de la imagen” como pérdida de sentido es un fenómeno que afecta tanto a personas como a instituciones, algunas tan antiguas como la Iglesia Católica . Tomaremos dos ejemplos; por un lado, el escándalo montado en la localidad de Jumilla en torno a un disfraz de Carnaval, por otro, las discusiones en torno a la titularidad de la Mezquita de Córdoba, para ilustrar esta pérdida de imagen dentro de la concepción cristiana del tiempo y en el espacio.
Hace tan sólo dos semanas, en plenas celebraciones del Carnaval de Jumilla, un joven de la localidad, a la sazón Concejal de Festejos por el PP, tuvo la ocurrencia de disfrazarse de Virgen María en una de sus numerosas advocaciones. El disfraz en sí, de una cuidada y esmerada confección, llevaba incorporado hasta un palio. Una puesta en escena simpática e ingenua, como corresponde a los carnavales modernos, inocuos hasta la extenuación, que fue duramente criticada el párroco de la Iglesia de El Salvador, D. Joaquín Hernández Latorre, pidiendo la dimisión del edil por injurias a la Virgen. Entonces se desató la tormenta, y los medios de cobertura nacional, canales de televisión y periódicos digitales,  rellenaron sus agotados desvanes con esta tragicomedia de barrio. Finalmente, tras peticiones
de perdón y remisas concesiones del mismo, todo quedó en nada. Nos preguntamos el porqué de estas reacciones y concluimos con un incipiente análisis social.
La religión católica, como casi todas en nuestros días, pasa por una difícil crisis provocada por la falta de consonancia entre su concepción del tiempo y el espacio y los paradigmas imperantes derivados de la era de la tecnología. Si la religión se fundamenta en un tiempo cíclico y en un espacio cercado, ambos ritualizados, el tiempo de la era tecnológica es fundamentalmente histórico, y el espacio uniforme. Solamente hablaremos hoy del tiempo en la religión católica y sus formas populares. La manifestación cíclica más conocida por la sociedad occidental cristiana es la fiesta, en tanto es un ritual popular, extendido a todas las clases sociales. La fiesta se articula en función de las estaciones del año, y hasta épocas no tan lejanas, en las labores del campo. El Cristianismo, como de todos es conocido, adaptó su calendario anual a las celebraciones de la, fertilidad, fecundidad, muerte y renovación natural de las estaciones. El nacimiento, muerte y resurrección de Cristo a través de estas estaciones es una clara muestra de dicha adaptación. Entre las fiestas tempranamente acogidas se encuentran las Saturnalia, desenfrenadas ofrendas al dios Saturno, y las Lupercalia, ligadas a rituales de fecundidad femenina y de bienvenida de la Primavera (introito, introducción a la primavera, es el antiguo nombre del Carnaval, voz italiana, de ahí el entroido gallego y el antruejo castellano). El contenido erótico o satírico estuvo presente desde siempre, y parte de él sigue escondido en celebraciones aledañas al carnaval actual, como las Fiestas de las Águedas o san Valentín, mucho más viejas de lo que solemos creer. El Cristianismo no pudo con el fuerte carácter pagano del carnaval, con lo que simplemente decidió sacralizarlo. ¿Cómo? Insertándolo en la rueda imparable de las fiestas anuales, en el ciclo, en la ritualización del tiempo, algo inherente a la propia estructura de la religión, a su modo de conocimiento, que siempre es simbólico. Por eso, el carnaval también es llamado Carnestolendas (de carnes tollendas, que se han de quitar) es decir, la víspera de la Cuaresma, que traía consigo la prohibición de comer carne. Por eso, es una de las dos fiestas importantes que no tiene fecha fija, pues depende de cuando caiga el Miércoles de Ceniza. Por eso, porque no hay Cuaresma sin Carnaval, y viceversa, (recordemos la célebre “Batalla de Don carnal y Doña Cuaresma”, del Arcipreste de Hita), porque hay una profunda imbricación entre ambas, es por lo que tenemos que admitir que el Carnaval es una fiesta sagrada dentro de la religión católica. Si alguien quiere profundizar en la cuestión, es interesante el libro de Miguel Ángel Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura medieval,  Areté, Barcelona, 2004.
Pero hay más. Las celebraciones de Carnaval han sido tradicionalmente una especie de suspensión del tiempo normal, y en ellas, todo tipo de desenfreno y licencia estaban permitidos, incluida, y los datos son abundantes, la sátira más mordaz hacia el poder y hacia la jerarquía eclesiástica. Ladero Quesada, citando Las fiestas lúdicas, de J capel, nos aclara: “El Carnaval permitía la crítica de lo incriticable, desde la ridiculización de las formas de gobierno, de la manera de vida de la clase noble, hasta de los ritos de una religión que impone su moral y los patrones de comportamiento en otro tipo de festividades…” (Ladero Quesada, p, 44). No quiero abundar en esta cuestión, pero los ejemplos históricos de sátira a los rituales católicos en Carnaval son inabarcables. En otras ocasiones, los entremeses, fiestas bufas o alegorías teatrales se dejaban hacer en otros momentos del año, o en ocasión de efemérides importantes, en fiestas políticas o en representaciones para los reyes. Así, las famosas “masques” de Henri Purcell, como The Fairy Queen, que han llegado al repertorio musical culto. Por poner un solo ejemplo, recordemos el “Banquete del faisán” representado cerca de la Cuaresma para los Duques de Borgoña en 1454, donde, tras la aparición entre plato y plato de Hércules y Jasón, apareció un actor en el papel de una dueña dolorosa (Dame des pleurs) encarnación de la Santa Madre Iglesia (Ladero Quesada, p. 112). Estas representaciones estaban refrendadas y permitidas, como no podía ser de otra forma, por las autoridades eclesiásticas. Los únicos momentos de represión coinciden con crisis de la propia institución, cundo se siente amenazada, como en los años de la Contrarreforma Trentina de finales del siglo XVI, o cuando los brotes de integrismo como el protagonizado por el monje dominico Savonarola en la Florencia del siglo XV. Más recientemente, recordamos la inaudita prohibición del Carnaval por parte del Régimen Franquista.
¿Siguen existiendo hoy en día esas mascaradas, esas representaciones a caballo entre lo profano y lo sagrado? Julio Caro Baroja, con la nostalgia del antropólogo entregado, es contundente: El carnaval ha muerto. De hecho, hace tempo que murió, hoy (el hoy de caro Baroja, hace medio siglo) “el carnaval no puede ser más que una mezquina diversión de casino pretencioso”. Sin embargo, ni siquiera las payasadas benévolas de nuestros días, parecen estar a salvo de los dictámenes de sectores de la Iglesia Católica que simplemente se ven afectados por la “pérdida de imagen”, por una destrucción de sentido tan grande que apenas parecen ser conscientes, no solo del anacronismo de sus ideas, sino de que éstas ni siquiera están articuladas en una tradición seria dentro del Catolicismo. Estas manifestaciones residuales se ven amplificadas por unos medios de comunicación ávidos de contrastes bizarros, de polémicas morbosas.
Por otra parte, el carnaval no es hoy, en esta pasta uniforme de deseos satisfechos y desabridos, ninguna válvula de escape, erótico, burlesco o del tipo que queramos; es más bien una especie de reedición de fiestas escolares, de divertimentos de recreo, como lo son las llamadas procesiones infantiles, especie de proselitismo blando en el que alumnos de primaria sacan a la calle túnicas de cartulina y miniaturas de tronos de Semana Santa. Nos quedan, con reservas, las celebraciones de las Fallas levantinas. Éstas, posiblemente, y no otras, son las herederas de las “masques” inglesas, de los entremeses ofrecidos en banquetes de nobles para el divertimento distendido. Ya no hay pasión erótica desenfrenada, ni mucho menos sátira descarnada, porque éstas son representaciones propias de sociedades fuertemente represivas, donde en un momento determinado se ofrece una licencia al desenfreno que impida la revolución, dentro de un tiempo cíclico, estacional que ya no es el nuestro.

Y sin embargo, en los últimos dos años, hemos visto con sorpresa una especie de renacimiento del Carnaval en numerosas localidades, en participación pero también en intensidad. Esto implica, a qué dudarlo, una reacción social a un momento de represión y control como hace décadas que no se veía. Las quejas de sectores de la Iglesia Católica, las amenazas de prohibir los disfraces de fuerzas del orden público, son pruebas de la peligrosa deriva en la que entramos, que el cadáver insepulto de nuestro Carnaval, extrañamente irreductible, parece tímidamente denunciar.

lunes, 3 de marzo de 2014

OPERACIÓN PALACE Y EL TEATRO DE LA DEMOCRACIA


Hace una semana comenzaron a difundirse las reacciones al documental de ficción sobre el Golpe del 23F emitido por La Sexta en el programa Salvados, con la dirección de Jordi Évole. La mayoría de los comentarios versaban sobre el tiempo que cada cual había durado creyéndose lo que denominaban como “broma”. El tono distendido parecía dominar la escena. Sin embargo, no pocas opiniones se dirigían al mal gusto que habían tenido los responsables del programa al tratar un tema altamente sensible en el que algunas figuras ya desaparecidas parecían haber sido denigradas e incluso insultadas. Las críticas de los descontentos llegaban desde los sectores más alejados de la izquierda y la derecha. Ninguno de los comentarios, para mi asombro, parecía encajar con la verdadera clave de un producto audiovisual como Operación Palace.
    Aquellos que hablaron de “broma” desperdiciaron sin duda el enorme potencial crítico del producto; aquellos que se indignaron –unos sinceramente, otros para mantener una lucrativa pose- demostraron tener una concepción del juego democrático muy alejada de la realidad política actual, por trasnochados o simplemente por el poco amor a la democracia que en realidad parecen tener.
    Se comparó hasta la saciedad Operación Palace con Operación Luna (un documental de ficción que intentaba convencer al espectador de que la llegada del hombre a la luna fue un gran montaje). En realidad ambos productos no tiene otra cosa en común que el punto de partida.
   Operación Palace es un fino ejercicio de coherencia, puesto que aborda un suceso esencialmente mediático desde un punto de vista del lenguaje de la Sociedad del Espectáculo. El 23F ha pasado a la historia no sólo por ser un golpe a la joven democracia creada con aquel recurso tan original llamado La Transición, sino fundamentalmente porque fue el primer Golpe de Estado español (y hubieron muchos antes que este) radiado y televisado, con imágenes originales recogidas en el escenario de los hechos. Si no fuera por el carácter mediático de aquel 23F que todos tenemos grabado en imágenes, posiblemente no se hubieran escrito tantos ríos de tinta sobre el mismo. La figura de un espadón entrando en el Congreso de los Diputados fue habitual durante el siglo XIX, por lo que el golpe perpetrado por Tejero era en sí mismo un hecho trasnochado, con aire de antigualla. Lo novedoso fueron las cámaras, los medios. Precisamente esos que Évole ha utilizado para su programa.
    Fijémonos en el incuestionable aspecto de gran teatro que tiene el Congreso de los Diputados, con esas prietas gradas donde es tan fácil esconderse y dormitar, con ese estrado central de orador clásico desde el que los políticos de la República lanzaban sus encendidas réplicas y que hoy sirve para hacer más evidente la pobreza lingüística de estos simulacros de políticos que padecemos. Ese teatro es el catafalco donde nuestra joven y decrépita Democracia se astilla entre las maderas nobles de los escaños.
    Évole ha sido muy fino al recordar que “seguramente otras veces les han mentido y nadie se lo ha dicho”. Básicamente por dos razones, ambas muy coherentes. La primera, porque en los últimos tiempos la frecuencia y el descaro en la mentira se ha desarrollado como una planta venenosa en las inmediaciones de la noble tribuna de oradores, de forma que cualquier ficción urdida en torno a los sucesos acaecidos en 23 de febrero de 1981 en este teatro de la Democracia palidece ante la desfachatez de los declaraciones de nuestros días. En segundo lugar, porque el documental de ficción pergeñado por el periodista de La Sexta –nótese que no hablo en ningún momento de falso documental- comienza con un experimento de laboratorio que demuestra fehacientemente lo crédulos que somos, lo indefensos que estamos ante medios de comunicación rapaces que manipulan y tergiversan sin disimulo una realidad herida de muerte. Nuestra formación audiovisual es tan depauperada, fruto de una culpable e intencionada omisión en el currículo educativo de contenidos relativos a comunicación audiovisual, que cualquier producto de baja calidad que represente una tergiversación manifiesta es aceptado sin rechistar. Razón de más para preocuparnos, porque el juego democrático se desarrolla en la cancha encarnizada de los media, y no en la dignidad de las palabras medidas y del entendimiento. Los ciudadanos aprenden: Operación Palace, a pesar de emitirse por una sola cadena y durar poco más de una hora, tuvo más audiencia que un evento transmitido por todos los medios y que duró varios días: el debate del Estado de la Nación.
    Operación Palace es un producto de gran calidad dentro de su formato, que es la crítica de la actualidad política y social, no podemos decir lo mismo del producto de baja estofa que se nos vende como a ciudadanos rehenes desde los escaños del maltratado Congresos de los Diputados.
    El programa de Évole recuerda las investigaciones de Jean Baudrillard sobre los simulacros, que cristalizaron en la arena práctica en el libro La Guerra del Golfo no ha tenido lugar, donde se demostraba el carácter de gran Viedo-Game que tuvo la Primera Guerra del Golfo, como la definiera Eduardo Subirachs, donde los soldados iraquíes desaparecían enterrados en la arena, donde Estados Unidos tuvo más bajas por accidente de circulación que por combate, donde, en fin, se ensayó la primera retransmisión en directo a escala mundial del espectáculo mediático definitivo. Aquel 1992, tras la caída de la URSS, marcó el llamado Nuevo Orden Mundial, la Era de la Globalización que hoy está muriendo en las calles de Kiev y las costas de Crimea, para volver a la política de bloques.

    Pero dejémoslo, porque ese es otro teatro, no más honesto, pero quizá más real que el enorme espectáculo de tramoya que es nuestra pobre Democracia, no más ficticia, pero quizá tan poco creíble como los hechos contados en Operación Palace.

sábado, 8 de febrero de 2014

VENDRÁN MÁS CRISIS Y NOS HARÁN MÁS TONTOS


Pensar no está de moda, no tiene un look propio, un estilo. Hemos dejado de pensar porque no queda bonito, y además hay que trabajar. No hay esperanza aparente para el pensamiento porque, como demostró Heidegger, pensar es ante todo preguntar, es un camino, y el objetivo final importa poco.
                En un tiempo donde sólo quedan objetivos a corto plazo, y todos ellos se inscriben en el rango del beneficio económico, la tarea del pensamiento se nos figura demasiado ardua. ¿No será que, después de todo, la frase de Warhol se puede aplicar a los europeos y en particular a los españoles? Decía el viejo Andy que “comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano”, y algo de eso nos tiene que haber sucedido a nosotros. El problema es que, si sólo nos limitamos a comprar, ¿quién nos vende?
                Las crisis suelen llevar consigo la idiotización de las masas, y no es una exageración decir que son una fábrica de tontos: léase el precariado. Conscientemente he parafraseado al gran Rafael Sánchez Ferlosio y el título de su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. Pero esta vez es peor.
Atrapados en la neolengua del mercado, hemos dejado que todos los pilares intelectuales sólidos de nuestra civilización empiecen a hacer aguas. La techumbre se desploma y la casa revienta como los tomates podridos. Es la misma sensación que experimentamos al ver los escombros derruidos de una casa antigua en la que habíamos entrado con anterioridad. Todos aquellos objetos cargados de tiempo, quizá anacrónicos, sí, pero en los que se encarnaba la dulzura de nuestros recuerdos, la magia de una eternidad dormida, han perdido de pronto su encanto convertidos en derrubios. Son los mismos objetos, pero han perdido por completo el sentido, ya no son nada, ya nada evocan. Nuestras instituciones podían estar adormiladas, sufrían un lento deterioro, pero se nos figuraba que había algo de verdad en ellas. Ahora que los buldócer de los fondos buitre, de los mercados caníbales envalentonados por la desregularización, de la lógica del egoísmo elevada al poder, han arrasado con esta casa sosegada, un tanto vieja, que eran las democracias keynesianas, ahora que de nada sirve mirar hacia atrás, porque sólo queda el solar inculto, nos encontramos a la intemperie, desorientados, y cayendo por fin en la cuenta de que hemos perdido el hábito de pensar.
                El ciudadano se convierte en comprador, el hombre en subproducto. El paso siguiente es la esclavitud. Ejemplos sobran de esta transformación. Sólo citaremos unos pocos: las multitudes vociferantes que claman por sus fondos eliminados en las preferentes, recientes marginados; los subsaharianos asesinados en las costas de Ceuta, calificados con cinismo como “inmigrantes ilegales”, perdiendo así su condición de seres humanos. El esclavo tiene prohibido pensar, porque pensar es lo que nos hace humanos. Cuando el esclavo piensa se vuelve sospechoso, y a la postre es necesario eliminarlo.
                El ministro de interior español reconoció recientemente que durante el año 2013 en España se convocaron sobre 44.000 manifestaciones, de las cuales sólo un 0’7 % requirió intervención policial. El dato es llamativo, pero llama a engaño. Todos y cada uno de esos eventos son hechos aislados, esparcidos por la geografía del descontento, de la indignación, fogonazos de asombro al comprobar que hemos sido engañados. Todo eso es razonable, y existe acción, compromiso, debate, es posible que incluso salud democrática de los ciudadanos-consumidores. Pero no hay pensamiento estructurado, no hay un movimiento unificador que fuerce a los hombres a utilizar la razón en casa, en el trabajo o en la calle, que dote de sentido los objetos de nuestra memoria de ciudadanos del mundo. Sólo mediante el pensamiento estos actos aislados cobrarán sentido.
                Hay ejemplos numerosos del renacimiento del movimiento ciudadano, del asociacionismo vecinal. La pregunta que se impone es si llegaremos a tiempo de que todos estos conatos de reacción puedan fundar algo nuevo y renovador. Particularmente, no soy optimista. Los nuevos planes reflejados en leyes como la LOMCE o el anteproyecto de la nueva Ley del Aborto plantean una especie de contrarreforma radical donde el objetivo básico es la cosificación del ser humano; de ahí la eliminación de la filosofía o las artes
en el currículo, la idea de la enseñanza como mecanismo de producción de obreros, no de hombres, de ahí la conversión de la mujer en objeto reproductivo. Si estas armas radicales consiguen sofocar los retazos de pensamiento ciudadano que parecen nacer sólo nos queda el estallido social, que algunos analistas ya auguran. Pero el estallido social equivale al fracaso y a la derrota definitiva del pensamiento. El estallido social es la excusa para la imposición de la dictadura radical sin disimulos, un recurso del poder que ya se vio como ensayo en el abominable toque de queda que el alcalde de Burgos quiso imponer en Gamonal.

                Se nos acaba el tiempo, y me gustaría creer que hoy todavía pensar es más europeo que comprar.