Hace meses que se ha avivado
una polémica en sí misma muy vieja, que nos transporta incluso a principios del siglo XVI. Se trata del carácter
equívoco de la propiedad de la Mezquita de Córdoba, Patrimonio de la Humanidad desde 1984. El caso es que el edificio, pese a su evidente
carácter público, no está registrado oficialmente a nombre de nadie, ni del
estado ni de la Iglesia Católica,
ni, por supuesto, de un particular. Aprovechando este limbo, el Obispado de Córdoba llevó a cabo en 2006 su inmatriculación, treta
por la cual muchos edificios aparentemente propiedad de ayuntamientos y
otros organismos públicos pasaron a propiedad exclusiva
de la iglesia. Léase a este respecto la iniciativa del profesor cordobés Antonio
Manuel.
El asunto no es baladí.
En 1236, mediante el ritual de la cruz de ceniza, el Obispado hace la "toma de posesión", no como edificio, sino como espacio
dedicado al culto, cambia por tanto de uso, pero no de
propiedad física. A pesar de todo, en los siglos venideros, el edificio conservará
su doble condición de mezquita y catedral, en parte porque cierta cultura de la
concordia, que había predominado en la etapa del Califato, parecía seguir viva en la memoria de las gentes.
Hasta 1523, cuando el Cabildo decidió derribar la mezquita y construir un edificio nuevo sobre la misma. El Corregidor, Luis de la Cerda, se opuso tajantemente a semejante despropósito. Por tal acto fue
excomulgado y condenado a la muerte social por el Obispo,
D. Alonso Manrique. El Corregidor
no se rindió, aunque el Cabildo
Catedralicio rebajó parcialmente su pretensión optando por el derribo
parcial que hoy conocemos, y el asunto requirió
finalmente la mediación del Emperador
Carlos V, que falló a favor del
Obispado. Años después, en una
visita a la ciudad, y tras comprobar el daño causado, el Emperador se arrepintió y rectificó su juicio. Ya era tarde. J. B. Alderete apuntaría la famosa
frase: habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo
que se puede ver en todas partes.
De no haber sido por Luis de la Cerda, excomulgado y apartado, la Mezquita de Córdoba
no existiría; una calle junto al edificio recuerda su figura.
Tras siglos de calma
aparente, se produce la inmatriculación,
que no supone la propiedad, pero pasados diez años sí supone la usucapión secundum tabulas, que
daría la titularidad completa al
Obispado en 2016. Paradójica circunstancia, la organización que quiso derribar
el edificio será pronto dueña
absoluta del mismo.
Hojas de firmas se alzan a
favor y en contra de que la Junta de Andalucía haga efectivo lo que de
manera tácita ya parecía serlo, es decir, el carácter inequívocamente público
del edifico. Esto nos lleva a unas breves
reflexiones, al hilo de nuestro artículo anterior. Como siempre, una pregunta. ¿Cómo es posible que el fenómeno
religioso, que nace como forma de concordia
entre los hombres, se termine convirtiendo, siglo tras siglo, en una causa
principal de conflicto? Hagamos un poco de etimología. Según Lactancio, contradiciendo la interpretación
de Cicerón como re-legere (releer, volver a leer),
el término "religión" deriva del
verbo ligare, es decir, con re-ligare hablaríamos de volver a unir o juntar a
los hombres junto a Dios. La idea de
unir, ligar, se mantendría, de todas formas, incluso en la versión de Cicerón,
puesto que legere significa
también "coger", y en último término proviene del griego logos-leguein
(sustantivo-verbo) El
significado último de logos, antes que "razón" o "palabra", es precisamente aquello que une o junta, y según
Martin Heidegger, en Logos (Heráclito,
fragmento 50) lo que liga o une al hombre con la presencia de las cosas.
Cuando en el Evangelio según San
Juan leemos: "Y el verbo se hizo carne...",
palpita todavía esa concepción del logos, situando
a Jesús como el ligamento entre Dios y los hombres. Sin
embargo, parece que a lo largo de
los siglos esta concepción básica de la religión se ha convertido en todo lo contrario: una forma de separar, de desunir.
Y ahora en pleno siglo
XXI, nada parece haber cambiado. En referencia a la Mezquita-Catedral de
Córdoba, que ese tiene que ser su nombre
completo, las actuaciones han ido hacia el levantamiento
de muros, se ha insistido en que no se puede acceder con vestimentas musulmanas
al templo, se reitera hasta la saciedad que es un lugar exclusivo de culto
católico, se ha retirado de la entrada la
palabra Mezquita para todo tipo de visitantes, turistas o fieles; en este sentido, se ha modificado el cartel
colocado por la UNESCO, y otros muchos detalles que no apuntamos.
Por
otra parte, siguiendo a Eugenio Trías, el sentido de lo sagrado lleva implícita la
idea de la protección y la separación,
pero en el sentido de preservar del daño; así, ese sentido se sigue revelando
en la palabra "segregado", incluso en la idea de lo secreto, asociado
desde siempre a lo sagrado. Para profundizar
más, se puede leer esta entrada de nuestro blog: El
valor de cambio y lo sagrado. Lo
sagrado es la creación de un cerco que
preserva del exterior y ritualiza el espacio, y como ya vimos de forma similar
ocurre con el tiempo: es la fiesta, como tiempo acotado y cíclico, la que se erige en sagrada. Vimos de qué forma el
tiempo, pero también el espacio, de
nuestra actual era tecnológica, son radicalmente contrarios a la concepción que
tiene de ambos la religión. Esto
acelera la grave crisis de identidad en la que se encuentra la Iglesia Católica como organización religiosa.
La polémica en torno a la
Mezquita-Catedral de Córdoba pone en evidencia las angustias de los gestores religiosos, encerrados ellos mismos en su
propia inmovilidad. Si en tiempos pasados se permitió, en ocasiones contadas,
el culto musulmán dentro del edificio, ahora la puerta se ha cerrado. El Consejo Pontificio para
el Diálogo Interreligioso del Vaticano delegó
en el Obispado la decisión de permitirlo en momentos concretos. El Obispado
se negó en redondo.
Convertir lo sagrado (que separa para proteger) en un mecanismo de
expulsión, segregación y marginación, de amurallamiento del espacio, sólo
contribuye a la desestructuración y al choque
de civilizaciones que estamos viendo renacer a nuestro alrededor, con la
xenofobia populista de los partidos de extrema derecha, con las crecientes
restricciones en materia de emigración,
con la exaltación triunfal del egoísmo puro por parte del neoliberalismo. A
nuestro alrededor crecen los muros y la intolerancia, y los responsables
religiosos, lejos de luchar con el logos contra esta separación entre hombres, contribuyen
a extenderla incluso en los lugares que,
como la Mezquita-Catedral de Córdoba, han querido ser ejemplo de fusión de culturas.
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