martes, 25 de enero de 2022

ESPIGADORES

 


El pasado 9 de enero, la ensayista Irene vallejo publicaba en El País Semanal, dentro de su sección El Atlas de Pandora, un artículo donde hablaba, con su natural perspicacia y elegante prosa, del exceso de objetos en nuestra sociedad y de la constante obsesión por desecharlos y adquirir otros nuevos, práctica que, como es habitual, relacionaba con referencias sacadas del mundo clásico, en este caso de la antigua Roma, primera empresa multinacional de la historia. La autora de El Infinito en un junco, cita en una parte de su texto el antiguo oficio del espigador, asociado usualmente a la siega del cereal. Eso me hace recordar a uno de nuestros mejores narradores de postguerra, quizá en mejor cuentista, Ignacio Aldecoa, que tantas páginas dedicó a los oficios del campo y de la pesca. Resulta muy recomendable acercarse a su obra a través de la selección que hiciera su esposa, Josefina Rodríguez, también escritora, para la prestigiosa editorial Cátedra. Rescató la autora en su antología una serie de cuentos dispersos que clasificó por temas, a saber: El trabajo, La burguesía, Los condenados, Los viejos y los niños y, por último, Los seres Libres. En todos ellos luce un lenguaje preciso, ajustado, lleno de vocablos que hoy puede que no reconozcamos, pero que enriquecen el texto y lo dotan de detalle: almádana, blocao, estaribel, celemín, portegado, huelgo, chicón y tantos otros. La prosa de Aldecoa es realista, absolutamente realista, al igual que sus temas, que retratan en pequeños flashes la vida pobre y anodina de los españoles de los años cincuenta y sesenta; sin embargo, sus cuentos están impregnados de una poesía sutil y a la vez repleta de sabor, como si de un tinto de crianza se tratara, que es lo que los dota de su inconfundible encanto. Aldecoa no derrocha, no desprecia ni una sola frase, se sirve de los materiales justos, no se deja llevar por adornos innecesarios; al fin y al cabo, lo que hace es acompañar a los personajes y a su peripecia con la prosa adecuada y precisa a su realidad. Se me figura, sólo se me figura, que la narrativa de Aldecoa es el ejemplo más alejado que se pueda encontrar a esa otra realidad actual que tan bien retrata Irene Vallejo.

En esa España tan cercana, pero tan lejana a la vez, el escritor vitoriano se acerca, en efecto, a los trabajadores del campo, de la pesca, de la construcción para hacerlos protagonistas principales. La urraca cruza la carretera, sobre los peones camineros y Seguir pobres, sobre la siega, son dos de sus cuentos más representativos. En esos ámbitos nada sobra, nada se derrocha, los hombres se encuentran vinculados a una inclemencia, una intemperie constante, secos, curtidos; van de campo en campo, de comarca en comarca, bajo un fondo hiriente salido de los óleos de Godofredo Ortega Muñoz, cosechando, picando. Nada queda para los espigadores aquí, aquellos que recogen lo que la siega ha desechado. A pesar de todo, el oficio de espigador es antiquísimo, practicado incluso en épocas de auténtica carestía; de hecho, es un oficio tan ancestral que el insigne folklorista y cantautor Joaquín Díaz lo versiona a partir de un tema del siglo XVI recogido en el cancionero de Francisco de Salinas que podemos escuchar aquí.

Como podemos comprobar al escuchar esta humilde cancioncilla, las espigaderuelas, jóvenes, puede que niñas, entraban en el rastrojo cuando el segador se retiraba para recoger los minúsculos granos sobrantes. El texto recogido por Joaquín Díaz urge precisamente al segador a salir y dejar algo a la pequeña espigadora.

De eso mismo, de espigar y rebuscar, va el documental que aquella gran dama del cine francés, Agnés Varda, llamada “la abuela de la Nouvelle Vague rodara en el año 2000; Los espigadores y la espigadora. Varda, de origen griego, tuvo un extensa carrera -pues su primera película data de 1954 y la última se rodó en 2019-, ganó el León de Oro, el César francés e incluso el Óscar honorífico. En el año 2000 descubre las cámaras digitales domésticas y su apetito de cine la lleva a recorrer media Francia partiendo del célebre cuadro de Millet, Las espigadoras, de 1857, que muestra precisamente a esas esforzadas mujeres agachadas recogiendo el magro fruto tras la cosecha. Desde el entorno rural que muestra Millet, Varda se sumerge en un mundo urbano donde multitud de ciudadanos, ya sea por necesidad, por conciencia o por vocación artística, se acercan a los mercadillos, las grandes superficies comerciales o los portales de las casas de los vecinos a recoger lo que otros han desechado. Así, en un viaje desenfadado, trufado de poesía y del fino humor de Agnés Varda, llegamos a conocer a personajes variopintos de todas las edades y extracciones sociales. Ella misma espiga en sus entrevistas rescatando datos y declaraciones en torno a esa faena de no dejar que se pierda lo que otros despreciaron. La vemos acercarse, incluso recoger ella misma, patatas en un enorme montón desechado junto a la parcela cosechada, manzanas que maduran y caen del árbol con un leve balanceo, tomates abandonados, hortalizas, uva.

Agnés Varda, como sin querer, nos pone delante de nuestra realidad, la de una sociedad que no sabe el valor y el esfuerzo que significa cultivar o fabricar un producto y que se desprende de él al más mínimo defecto o mancha. Una lección desde la perspectiva de hace dos décadas para los tiempos de carestía que se nos avecinan. Cuando nos asomamos a las duras condiciones de vida de los trabajadores de Aldecoa, cuando escuchamos la llamada a la solidaridad dentro de una canción del XVI, cuando vemos los rostros curtidos de los entrevistados por Varda, se nos hace más claro el sinsentido de esta sociedad entregada al frenesí del derroche y de la inconsciencia.

Hay que decir que la ley francesa protege secularmente la actividad del espigueo o de la rebusca (así llamada cuando se refiere a árboles). Los ciudadanos tienen todo el derecho, por encima de la opinión de cada cosechero, de recoger el fruto despreciado, marcando incluso unos horarios y unas distancias concretas y regladas. España, país de traperos, rastros y rebuscadores seculares (léanse La busca, de Pío Baroja), no ha tenido nunca legislación precisa sobre el espigueo. En nuestro país, las nuevas leyes contra el desperdicio alimentario pretenden paliar el insoportable panorama de toneladas de alimentos consumibles que acaban en la basura (solo en hogares hablamos de 1.364 millones de kilos/litros de alimentos anuales, según fuentes del Gobierno de España). Cataluña ha promulgado recientemente legislación sobre el tema (Ley 3/2020 de 11 de marzo, de prevención de pérdidas y despilfarro alimentario, en BOE nº 78 de 21 de marzo de 2020) donde se reconoce la práctica del espigueo, aunque con la autorización previa del titular de la explotación.