domingo, 6 de abril de 2014

ESTADOS PRÓXIMOS A LA LOCURA


 Es sábado por la tarde, hordas de consumidores nos dirigimos en nuestros coches hacia los supermercados cercanos. Hemos esperado a la caída del sol para, como hienas, iniciar nuestra depredación. No queremos que el sol conozca nuestros actos. Visitamos los establecimientos en un ritual de la acumulación que termina por asesinar la tarde. El último rayo de sol desaparece en el horizonte, es en ese momento, a falta de realizar las últimas compras, cuando revelamos nuestra verdadera condición de vampiros insaciables.
                Una calle, estrecha, los ríos de coches se dirigen a la arteria derramando gotas de sangre muerta. Unos ya han penetrado, como agujas en la vía atestada, otros, bloqueados por un semáforo enrojecido, se agazapan a la espera. En ese momento, en un tráfico ya lento, diviso el camión de la basura pegado a la boca del aparcamiento de un supermercado, mi última parada, al que todavía intentan acceder otros conductores. Las dos corrientes de tráfico se hacen más y más lentas, como entorpecidas por cúmulos de colesterol. Finalmente, el tránsito se para.
De una puerta de persiana plegable brotan contenedores atestados de comida caducada; pasan rápidamente de las manos de los empleados del supermercado a las del peón del ayuntamiento. Justo en ese trance, dos mujeres de etnia gitana se apresuran a coger y abrir las bolsas de basura. Con envidiable pericia, sacan los alimentos envasados que todavía se pueden consumir con cierta tranquilidad. Tiene sus propias bolsas preparadas. Mientras el resto de contenedores pasan de manos, ellas seleccionan, separan, revisan y devuelven las bolsas semi-vacías al basurero, que desde hace meses tiene un acuerdo con las mujeres. Los empleados del supermercado las ignoran, no está en su labor impedir la maniobra. La transacción se repite con los contenedores restantes, mientras el tráfico en la vía se aprieta y la presión empieza a ser evidente. Por cada contenedor, al menos tres coches se incorporan al atasco. El claxon comienza a sonar en varios de ellos.
                Estoy justo delante de la bocacalle por la que penetra otra vena de tráfico, a pocos metros del garaje y del camión de basura, pero mi situación privilegiada hace que me percate de que a mis espaldas se acumulan cada vez más conductores, en una proximidad corporal incómoda y obscena. Delante, veo gesticular violentamente a más de uno, detrás, por el retrovisor, observa las caras congestionadas de los que tocan el claxon. Los nervios enloquecen a alguno de los congregados a este banquete infecto. Pantallas azules comienzan a brillar en los asientos de los copilotos. En cuanto a mí, por suerte llevo algo grande en el lector de CD’s. Como diría el escultor Mariano Spiteri, que sólo trabaja con Dios, yo sólo conduzco con Dios, que es Bach, así pues, descanso, disfruto de la música y me convenzo de que lo que estoy viviendo es tan sólo una secuencia de una película  de Fellini.
                Tras un largo escándalo, el tráfico se reanuda  entre una feria de luces de ciudad, de faros, de pantallas, de avisos del camión. Mientras reanudo la marcha, veo a las mujeres; descansan, gastan bromas y ríen, miran pícaramente a los automóviles que pasan, maldiciendo entre dientes. Esta noche ellas cenarán caliente, nosotros también.
                Está claro que la locura se ha apoderado de todos nosotros, seres nocturnos que gastamos millones de kilowatios de energía vendida a precio de oro por oligarcas hipertensos. Mientras la ONU vincula sin lugar a dudas el Cambio Climático a la acción del hombre, mientras la NASA hace lo propio, los consumidores perdemos la poca cordura que nos queda: llegaremos unos minutos tarde a nuestro hogar sobrecalentado porque un par de gitanas recoge comida caducada en un contenedor