La “pérdida de la imagen” como pérdida de sentido es un
fenómeno que afecta tanto a personas como a instituciones, algunas tan antiguas
como la Iglesia Católica . Tomaremos
dos ejemplos; por un lado, el escándalo montado en la localidad de Jumilla en torno a un disfraz de Carnaval, por otro, las discusiones en
torno a la titularidad de la Mezquita de
Córdoba, para ilustrar esta pérdida de imagen dentro de la concepción
cristiana del tiempo y en el espacio.
Hace tan sólo dos semanas, en
plenas celebraciones del Carnaval de Jumilla, un joven de la localidad, a la
sazón Concejal de Festejos por el PP, tuvo la ocurrencia de disfrazarse de Virgen María en una de sus numerosas
advocaciones. El disfraz en sí, de una cuidada y esmerada confección, llevaba incorporado
hasta un palio. Una puesta en escena simpática e ingenua, como corresponde a
los carnavales modernos, inocuos hasta la extenuación, que fue duramente
criticada el párroco de la Iglesia de El Salvador, D. Joaquín Hernández Latorre, pidiendo la dimisión del edil por
injurias a la Virgen. Entonces se desató la tormenta, y los medios de cobertura
nacional, canales de televisión y periódicos digitales, rellenaron sus agotados desvanes con esta
tragicomedia de barrio. Finalmente, tras peticiones
La religión católica, como casi
todas en nuestros días, pasa por una difícil crisis provocada por la falta de
consonancia entre su concepción del tiempo y el espacio y los paradigmas
imperantes derivados de la era de la tecnología. Si la religión se fundamenta
en un tiempo cíclico y en un espacio cercado, ambos ritualizados, el tiempo de
la era tecnológica es fundamentalmente histórico, y el espacio uniforme. Solamente
hablaremos hoy del tiempo en la religión católica y sus formas populares. La
manifestación cíclica más conocida por la sociedad occidental cristiana es la
fiesta, en tanto es un ritual popular, extendido a todas las clases sociales.
La fiesta se articula en función de las estaciones del año, y hasta épocas no
tan lejanas, en las labores del campo. El Cristianismo,
como de todos es conocido, adaptó su calendario anual a las celebraciones de
la, fertilidad, fecundidad, muerte y renovación natural de las estaciones. El
nacimiento, muerte y resurrección de Cristo a través de estas estaciones es una
clara muestra de dicha adaptación. Entre las fiestas tempranamente acogidas se
encuentran las Saturnalia,
desenfrenadas ofrendas al dios Saturno, y las Lupercalia, ligadas a rituales de fecundidad femenina y de
bienvenida de la Primavera (introito,
introducción a la primavera, es el antiguo nombre del Carnaval, voz italiana,
de ahí el entroido gallego y el antruejo castellano). El contenido
erótico o satírico estuvo presente desde siempre, y parte de él sigue escondido
en celebraciones aledañas al carnaval actual, como las Fiestas de las Águedas o san
Valentín, mucho más viejas de lo que solemos creer. El Cristianismo no pudo
con el fuerte carácter pagano del carnaval, con lo que simplemente decidió
sacralizarlo. ¿Cómo? Insertándolo en la rueda imparable de las fiestas anuales,
en el ciclo, en la ritualización del tiempo, algo inherente a la propia
estructura de la religión, a su modo de conocimiento, que siempre es simbólico.
Por eso, el carnaval también es llamado Carnestolendas
(de carnes tollendas, que se han de
quitar) es decir, la víspera de la Cuaresma,
que traía consigo la prohibición de comer carne. Por eso, es una de las dos
fiestas importantes que no tiene fecha fija, pues depende de cuando caiga el Miércoles de Ceniza. Por eso, porque no
hay Cuaresma sin Carnaval, y viceversa, (recordemos la célebre “Batalla de Don
carnal y Doña Cuaresma”, del Arcipreste de Hita), porque hay una profunda
imbricación entre ambas, es por lo que tenemos que admitir que el Carnaval es una
fiesta sagrada dentro de la religión católica. Si alguien quiere profundizar en
la cuestión, es interesante el libro de Miguel
Ángel Ladero Quesada, Las fiestas en
la cultura medieval, Areté, Barcelona,
2004.
Pero hay más. Las celebraciones
de Carnaval han sido tradicionalmente una especie de suspensión del tiempo
normal, y en ellas, todo tipo de desenfreno y licencia estaban permitidos,
incluida, y los datos son abundantes, la sátira más mordaz hacia el poder y
hacia la jerarquía eclesiástica. Ladero Quesada, citando Las fiestas lúdicas, de J capel, nos aclara: “El Carnaval permitía
la crítica de lo incriticable, desde la ridiculización de las formas de
gobierno, de la manera de vida de la clase noble, hasta de los ritos de una
religión que impone su moral y los patrones de comportamiento en otro tipo de
festividades…” (Ladero Quesada, p, 44). No quiero abundar en esta cuestión,
pero los ejemplos históricos de sátira a los rituales católicos en Carnaval son
inabarcables. En otras ocasiones, los entremeses, fiestas bufas o alegorías
teatrales se dejaban hacer en otros momentos del año, o en ocasión de
efemérides importantes, en fiestas políticas o en representaciones para los
reyes. Así, las famosas “masques” de Henri Purcell, como The Fairy Queen, que han llegado al repertorio musical culto. Por
poner un solo ejemplo, recordemos el “Banquete del faisán” representado cerca
de la Cuaresma para los Duques de
Borgoña en 1454, donde, tras la aparición entre plato y plato de Hércules y Jasón, apareció un actor en el papel de una dueña dolorosa (Dame des pleurs) encarnación de la Santa Madre Iglesia (Ladero Quesada, p.
112). Estas representaciones estaban refrendadas y permitidas, como no podía
ser de otra forma, por las autoridades eclesiásticas. Los únicos momentos de represión
coinciden con crisis de la propia institución, cundo se siente amenazada, como
en los años de la Contrarreforma Trentina
de finales del siglo XVI, o cuando los brotes de integrismo como el protagonizado
por el monje dominico Savonarola en
la Florencia del siglo XV. Más recientemente, recordamos la inaudita prohibición
del Carnaval por parte del Régimen Franquista.
¿Siguen existiendo hoy en día esas
mascaradas, esas representaciones a caballo entre lo profano y lo sagrado? Julio Caro Baroja, con la nostalgia del
antropólogo entregado, es contundente: El
carnaval ha muerto. De hecho, hace tempo que murió, hoy (el hoy de caro Baroja,
hace medio siglo) “el carnaval no puede ser más que una mezquina diversión de
casino pretencioso”. Sin embargo, ni siquiera las payasadas benévolas de
nuestros días, parecen estar a salvo de los dictámenes de sectores de la Iglesia Católica que simplemente se ven
afectados por la “pérdida de imagen”, por una destrucción de sentido tan grande
que apenas parecen ser conscientes, no solo del anacronismo de sus ideas, sino
de que éstas ni siquiera están articuladas en una tradición seria dentro del Catolicismo. Estas manifestaciones
residuales se ven amplificadas por unos medios de comunicación ávidos de
contrastes bizarros, de polémicas morbosas.
Por otra parte, el carnaval no es
hoy, en esta pasta uniforme de deseos satisfechos y desabridos, ninguna válvula
de escape, erótico, burlesco o del tipo que queramos; es más bien una especie
de reedición de fiestas escolares, de divertimentos de recreo, como lo son las
llamadas procesiones infantiles, especie de proselitismo blando en el que
alumnos de primaria sacan a la calle túnicas de cartulina y miniaturas de
tronos de Semana Santa. Nos quedan,
con reservas, las celebraciones de las Fallas
levantinas. Éstas, posiblemente, y no otras, son las herederas de las “masques”
inglesas, de los entremeses ofrecidos en banquetes de nobles para el divertimento
distendido. Ya no hay pasión erótica desenfrenada, ni mucho menos sátira
descarnada, porque éstas son representaciones propias de sociedades fuertemente
represivas, donde en un momento determinado se ofrece una licencia al
desenfreno que impida la revolución, dentro de un tiempo cíclico, estacional
que ya no es el nuestro.
Y sin embargo, en los últimos dos
años, hemos visto con sorpresa una especie de renacimiento del Carnaval en
numerosas localidades, en participación pero también en intensidad. Esto implica,
a qué dudarlo, una reacción social a un momento de represión y control como
hace décadas que no se veía. Las quejas de sectores de la Iglesia Católica, las
amenazas de prohibir los disfraces de fuerzas del orden público, son pruebas de
la peligrosa deriva en la que entramos, que el cadáver insepulto de nuestro Carnaval,
extrañamente irreductible, parece tímidamente denunciar.
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