I
Hace unos días fui testigo de una escena elocuente junto al
portal de mi casa. Anochecía y, como vecino cumplidor que soy, había esperado
para desprenderme de mi correspondiente porción de basura ciudadana, por cuya
gestión pago unos justos impuestos, a la estrecha franja horaria que mi
Ayuntamiento impone para depositarla en el contenedor (en mi caso de 20.00 h a
21.00 h). Tenía prisa, pues eran casi las nueve y ya había caído más de una
multa en el vecindario por falta de puntualidad. El camión, coprófago
insaciable, me dedicaba sus luces desde el final de la calle. Aceleré, pues
llevaba también una bolsa de cascos de vidrio.
Al llegar al
contenedor, dos de esos traperos del
aluminio que suelen revisar nuestros restos diarios discutían por una bolsa
hinchada. En los contenedores de reciclaje del otro lado de la avenida no se
recogen plásticos ni latas, así que yo suelo dejar una pequeña bolsa de latas
para los traperos. Esta vez la dejé colgada con disimulo en el contenedor más
alejado, pero ellos la vieron. Mientras me alejaba, pude comprobar con estupor
como luchaban por ella. Tras mis pasos, las voces de la discusión eran cubiertas,
aminoradas, por el ruido de los vehículos que cruzaban la avenida. Vi, desde
lejos, que seguían forcejeando cuando llegaba hasta ellos el camión. Yo ya
estaba al otro lado de la avenida, allí donde, en un terraplén inculto, se
encuentra el punto de reciclaje de mi manzana. Deposité el vidrio y caminé unos
pasos, las luces de los faros de los coches me desvelaron un diminuto brillo
cobrizo. Me agaché, era una moneda de un céntimo, impecable y lustrosa, como
recién salida de fábrica, salvo por un detalle: contrastando con la pureza del
metal se observaban dos motas de mugre negra contorneadas alrededor de un
nítido y sucio relieve. Es justo la puede contemplar el lector al principio del
artículo. Cogí la moneda y me la eché al bolsillo; no están los tiempos para
desperdiciar, pensé, pero también me resultó evidente que ese pequeño trozo de
cobre simbolizaba una más de las insalvables paradojas de nuestro tiempo.
II
La transparencia se
ha convertido en uno de los temas icónicos de la época actual. No solamente porque pertenecemos a una
sociedad transparente y narcisista, la llamada Sociedad del Espectáculo, sino porque la inevitable crisis del capitalismo de fase avanzada
que devora a sus ciudadanos ha hecho que la opacidad a la que tiende el estado
sea ya imperdonable. Exigimos la máxima transparencia a nuestros políticos y
ciudadanos más poderosos, mientras ellos se enrocan en una posición de
ocultamiento. Pero la transparencia hoy es otro simulacro, es problemática. Richard Sennet ya lo pronosticaba en
los años setenta en su obra capital La caída del hombre público. Vivimos
sumergidos en un magma de transparencia y aislamiento a partes iguales. Los
edificios se llenan de amplias terrazas que enseguida son selladas con gruesos
cristales; viajamos en vehículos-burbuja que dejan ver brillantes carrocerías
junto a cristales ahumados; los medios de masas nos ofrecen rutilantes titulares que ocultan las noticias
que nadie quiere que conozcamos. De vez en cuando aparecen destellos fugaces,
como las lágrimas, benditas y celestiales gotas de agua en directo, de la presentadora
María Casado.
Pero la basura es diferente. Procuramos ocultarla,
pero lo dice todo de nosotros. Cualquiera que haya visitado un vertedero –los ilegales son los más
suculentos- notará que los residuos son el espejo de nuestros rostros, el más
fiel retrato. Por eso los ocultamos. Como en otras ocasiones, la mafia entendió
que la importancia de la basura iba más allá de la lógica higiene y se fijaron en la necesidad perentoria de ocultarla que
todos tenemos. Llenó los campos de la Campania
de zulos de excrementos y desechos que hoy arruinan aquellos campos, como bien
relató Roberto Saviano en Gomorra.
Ocultó la imagen, magnificó los efectos. La basura, junto a la droga y el
tráfico de armas son nuestros más fieles daimon,
nuestros reflejos más certeros, como ya sugerí en el artículo Bin
Laden y los escenarios. El brillo, la rutilancia de la basura nos
envuelve; es, si cabe, el más visible, el más transparente de nuestros
productos. Por eso, al ver en el suelo aquella pequeña moneda comprendí que ese
trozo de valor de cambio que alguien, como un residuo, quizá había despreciado
ligaba en sí mismo todas las piezas del puzle. Dinero y basura, transparencia y
corrupción. Porque, efectivamente, el valor desmesurado que de pronto ha
cobrado algo tan ambiguo y esquivo, incluso tan opaco en nuestro tiempo, como la pura transparencia lo obtiene precisamente
por contraste con la corrupción,
sinónimo de lo oculto y lo aparte, como la misma basura. Transparencia y basura parecen darse la mano y al mismo tiempo
rechazarse, como las caras de una misma moneda. Los movimientos ciudadanos que
abogan por la transparencia en las arcas del estado deberían afinar sus
términos, deberían hablar de limpieza.
La prueba
definitiva de que muy al contrario de lo
que pensamos, la basura es el más presente de nuestros rostros se encuentra en
esa moneda; hoy por hoy no son pocos los municipios que unen la gestión de la
basura, su desaparición y reciclaje
como servicio de higiene pública, al brillo ciego del dinero, sacrificando los
derechos del ciudadano a un buen servicio en favor de los cantos corruptos del
metal cobrizo. Basura, dinero y
corrupción se dan la mano hoy aquí, como en las tierras de Campania, y ese
es un hecho transparente. Dejo caer estas líneas en el basurero de internet,
por si alguien las encuentra, pisoteadas y con restos de mugre, en algún rincón
de la red y encuentra algo de limpieza en
ellas.
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