Desde que el pequeño Lázaro
fuera sorprendido engañando al astuto ciego en El Lazarillo de Tormes, la vid se ha asociado no pocas veces con
acontecimientos o sentimientos negativos. Tomando a Esopo como ejemplo, el siglo XVIII actualizó la fábula moral de La zorra y las uvas en la que la parra,
símbolo de la riqueza inalcanzable, ofrece de manera esquiva el fruto al animal.
Y en el siglo XX, John Steinbeck publicaría
Las uvas de la Ira, ese retrato
tremendo de la Gran depresión en Norteamérica. Este año, la metáfora positiva del sagrado
fruto mediterráneo, las famosas uvas de la suerte de fin de año, se ha visto manchada
por la polémica. Desde el invisible conjunto de Cristina Pedroche (que al fin y al cabo no es más que un paso más
en ese absurdo de mujeres semidesnudas y hombres con capa propio de estas frías
noches navideñas) hasta la irrupción de los comerciales en plenas campanadas en
el Canal Sur andaluz (publicidad
sobre publicidad que al fin y al cabo es coherente con el espíritu de la
celebración televisiva) las campanadas han sido más comidilla de memes que
tradición secular.
Con ánimo honesto de ser coherente con los tiempos, añadiré
yo mi propia alegoría vitícola de Año Nuevo.
Realizando la liturgia de la compra un par de días antes de
fin de año rondaba por la sección de frutería de un mercado cuando observé a un
cliente picotear en las uvas blancas, uno o dos granos por cada racimo. Iba
recorriendo el señor todo el mostrador, acumulando un buen puñado de granos
sueltos, con los que jugó un momento tirándolos al aire antes de tragarlos. El
supuesto cliente se enseñaba con afán chulesco ante el resto de los presentes
que miraban distraídos hacia otro lado. Ya en charcutería le comenté el lance a
la tendera y a alguna clienta aburrida. Las típicas expresiones propias de estos
momentos no se hicieron esperar, hasta que la tendera dijo algo que me hizo
reflexionar. Se lamentaba la empleada de que el infractor al menos podría haber
cogido un trozo de racimo entero y no haber inutilizado varios por puro
capricho. Evidentemente, el comentario no ignoraba que el propósito del
devastador de uvas aficionado no era en modo alguno saciar el hambre o la gula,
sino simplemente fastidiar el producto, hacerlo inservible mediante su menudeo.
De hecho, es posible que varios de los granos acabaran dispersos por el suelo
de puro hartazgo, habida cuenta del buen manojo que coleccionara el sujeto en
el hueco de la mano. Recomendé a una clienta que no comprara en este lado del
mostrador de frutas, sino en el opuesto, que previsiblemente no había sufrido
el ataque. Tonto error; mi propio racimo, comprado lejos de la que yo imaginaba
única zona de operaciones, también presentaba los signos del picoteo.
Dos días después, he
de confesar que uno de mis pensamientos durante las campanadas se fue sin merecerlo al cliente aquel del
mercado, así que ya puestos le dedico este artículo.
Pensé, mientras caían granos y campanadas, que la corrupción
y sus cómplices trabajan de la misma forma que este saboteador de uvas. Primero,
estropeando todos los niveles, todos los racimos de la sociedad, de las
instituciones. Apenas se roba un grano, ya la estructura está malograda. Segundo,
la acción del corrupto es por ambición de riquezas, sí, pero no por necesidad,
por falta de recursos, sino por puro vicio, ambición gratuita, por demostrar a
sus iguales que puede y quiere hacerlo, por el más apestoso de los cinismos,
aquel que daña a conciencia y disfruta del momento. Tercero, el corrupto se
sabe impune y tienta a la sociedad, exhibe sus caros caprichos, como aquel
cliente que hacía volar los granos, vanagloriándose de su habilidad para burlar
la justicia y tratando implícitamente a los ciudadanos honrados como a estúpidos
incapaces. Cuarto, los observadores más cercanos callan, considerando, o bien
que es algo inherente a la sociedad y no se puede luchar contra el mal, o bien,
aceptando que tarde o temprano también llegará su momento de meter la mano en
el cesto. Quinto, los poderes actúan, en el mejor de los casos, como la tendera
de la charcutería: llévate la tajada, pero no estropees todo el género, no invadas
las instituciones que protegen a los ciudadanos, no corrompas la justicia, no
desfalques la caja de la sanidad o de los servicios sociales –le dicen al
corrupto. En el peor de los casos, le dejan actuar en su terreno a la espera de
las prebendas correspondientes. Pero no saben o no quieren saber cómo piensa realmente
el corrupto. Al igual que el cliente de nuestra metáfora, el corrupto se
plantea un reto, necesita demostrar que puede hacer el mayor daño posible a las
instituciones en la que no cree, precisamente por eso, porque su cinismo hace
que deteste lo que no puede saborear plenamente. El corrupto es pues, un
nihilista, un hombre vacío, sin valores, un ser humano seco. Los caprichos
vanos, los lujos opulentos y decadentes, las actitudes chulescas, son la forma
de llenar esa nevera que es el interior del corrupto. La intención de los
poderes de que el corrupto robe haciendo el menor daño posible es ingenua,
cómoda y cobarde, o bien directamente delictiva, y es la que legitima a ese
corrupto para robar de forma más perversa. Todos los imputados que aparecen en los
medios, si bien se examina…, como
diría el moralista a la par que libertino Samaniego;
cumplen este retrato: Sonia Castedo,
Carlos Fabra, Iñaki Urdangarín y CIA, los prebostes de Marbella, y tantos otros que han picado en uvas pasadas de nuestra
democracia estropeándonos a todos el futuro y la esperanza.
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