domingo, 19 de diciembre de 2021

LA MUERTE DE NUESTRO PELUQUERO

 



La noticia nos llegó por teléfono a través de la persona que nos lo presentó, nuestra amiga Isabel. Javier, nuestro peluquero de toda la vida, sin previo aviso hacía unos pocos días, con apenas cincuenta años de edad. Conocíamos a Javier desde hacía veinte años, y habíamos sido sus clientes habituales durante todo ese tiempo sin interrupción. No somos personas especialmente preocupadas por la imagen exterior, ni tampoco hemos sido unos clientes especialmente asiduos; podían pasar dos o tres meses sin que apareciéramos por su local. A pesar de ello, quizá sí fuimos los más antiguos y fieles entre todos los que frecuentaron alguna vez la peluquería. Por eso mismo nos resulta tan difícil asimilar su muerte.

Nos acercábamos a la capital (en mi pueblo dicen bajábamos) exclusivamente para visitar a Javier, para que nos hiciera el tinte, el corte, nos suministrara diversos champús, cremas y masajes –en los últimos tiempos como pequeñas dosis de drogas amables- con los que fue colonizando nuestra estoica manera de pasar la vida. Allí, en el local, estábamos como en nuestra casa, en una burbuja cálida de confidencias, contando pormenores y anécdotas de las últimas semanas. Javier siempre nos escuchaba con la misma paciencia ligeramente irónica, tranquila, dotada de ese tempo único e intransferible, ligeramente flemático, que formaba parte de su personalidad. A veces dejaba escapar apuntes sobre la sociedad que le rodeaba y con la que convivía día tras día, hora tras hora, detrás de secadores, lavados y tijeras; una sociedad absolutamente superficial, vacua, egoísta hasta la extenuación que soportaba como quien aguanta las molestias del calor veraniego. Nosotros, que éramos de pueblo, constituimos siempre un soplo de aire fresco para él, al menos eso nos quiso transmitir; que fuese una pose o una displicencia, una manera fácil de agasajarnos, nunca nos importó, disfrutar de su personalidad era más importante, y él sabía perfectamente que, dijera lo que dijese, nosotros seguiríamos acudiendo con la misma frecuencia y el mismo agrado.

                Llegaras cuando llegaras, fuera sábado o laborable, mañana o tarde, él siempre estaba allí, podrían pasar semanas y es como si no se hubiera movido, con la misma sonrisa imperturbable, las mismas camisas floreadas, la misma inmoderada afición a cambiar tu look, a ofrecerte algo nuevo, a aconsejarte un producto distinto; no lo podía evitar, era superior a sus fuerzas y bromeábamos con ello.

Javier fue una especie de promesa de eternidad; las estaciones se sucedieron, generaciones de alumnos desfilaron por las aulas, nuestros padres fallecieron, nuestros viejos amigos nos abandonaron, y él siguió allí, indomable, tranquilo. Llegabas a la capital, cruzabas Maestro Alonso y lo veías. Nada cambiaba, era un pilar o un cimiento, el pico lejano de una montaña, un lago cristalino, quién sabe. Isidora me dice que llevaba más tiempo casada con él que conmigo, y es cierto, y tiene sentido. Por eso, cuando nos lo dijeron, supuso una pérdida imposible, una quiebra absurda en nuestro mundo, un choque mental, un extraño sueño inmisericorde. No podía ser, no podía ocurrir. 

Una vez me ofreció una crema antiarrugas y yo le respondí con inconsciente petulancia que yo no necesitaba eso; se rio sanamente desde su eternidad poniéndome delante del espejo ante mi propia caducidad. No estoy hablando ahora de la muerte, que está presente y nos susurra todos los días desde que entramos en la adolescencia, que nos es natural y lógica; hablo del extrañamiento, de la extrañeza hasta límites irracionales. Nunca vimos el rostro de sus hijas, ni estuvimos en su casa, ni conocimos a su mujer, pero los atisbos, los rumores de un mundo inmutable que nunca conoceremos nos llegaron más ciertos y cercanos desde la presencia de Javier que desde las agujas de la torre de una catedral.

Cada vez que nos duchamos, nos miramos al espejo, nos peinamos, usamos sus productos, ahí está él. Su rostro, su recuerdo, sus aromas, su estilo. El cabello irá creciendo y borrará las ya difusas huellas, los envases se agotarán y las fragancias se perderán, tragadas por los desagües, y el tinte, el color, se irá desvaneciendo vencido por la lluvia del tiempo. Hasta siempre, Javier.






2 comentarios:

  1. Un gran homenaje, compi. Nuestros peluqueros llegan a ser como de la familia, no solo nos tratan la Testa de manera exterior, llegan a instalarse en nuestro interior.

    Muy emotivo.

    Un abrazo grande.

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  2. Desde que mi hermano se fue no he sido capaz de mirar las redes sociales. Hoy sus palabras me han emocionado profundamente. Muchísimas gracias de corazón.

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