domingo, 14 de febrero de 2021

EPITAFIO PARA UN ZORRO

 

Al contrario que muchos de los aficionados a fatigar los montes, que apenas salen al campo buscan las cumbres como objetivo de su caminar o simplemente discurren por senderos planos y accesibles, yo busco las cicatrices más hondas de la tierra. Me sumerjo en los pliegues de su piel, busco las oscuridades de las cárcavas, a la espera de encontrar el sentido de su origen, remonto ramblas hasta las cuencas de recepción, o las bajo para que las sombras de algún barranco oscurezcan un cielo lejano. Hay en ese caminar una pulsión que no puedo racionalizar, salvo un trasunto psicológico de la vuelta al vientre materno. Creo que las ramblas son los caminos más antiguos, los más remotos y verdaderos, porque pertenecen a la propia tierra y no han sido adheridos como flecos de un traje confeccionado para otro.

En una de esas internadas mentales y físicas entré hace días, muy de mañana en la rambla del Collado de Antolín, umbrosa, secreta, reservada y muy callada. El viento de hacía unas horas había cesado por completo. Todo estaba inmóvil; atochas, matorral noble, las copas de los pinos, y abajo en lo más simple y humilde, incluso los ínfimos restos de las secas herbáceas del mes de febrero.

                Bajaba yo tranquilo por las grandes losas lavadas del cauce, todavía rodeadas de aureolas dejadas por las pasadas nieves cuando una mancha ocre llamó mi atención. Al instante comprendí de qué se trataba, en el tiempo de un relámpago pensé que se movería, pero un zorro, ni aun enfermo, jamás esperaría a la cercanía de un ser humano sin huir. Se encontraba recostado de lado, alargado sin rigidez sobre la suavidad de la losa. Su cuerpo reproducía la leve ondulación gris de la caliza, sinuoso, como simulando un breve sueño, las patas delanteras apoyadas una sobre otra como en el descanso, las traseras levemente estiradas. El hocico se estiraba en un apenas distinguible esfuerzo de agonía, los colmillos asomando con un simulacro de amenaza, fantasmagoría provocada por la huida correosa de los labios hacia atrás provocada por la muerte.

                El sol no había levantado y en el aire se extendía una claridad azulada, traslúcida, que envolvía los troncos grises de los pinos cortados o caídos sobre el cauce. El color de la pinocha mostraba por momentos, engañosamente, esa tonalidad venenosa de la ova en el fondo de las charcas, y un matiz umbroso de bosque boreal. Eso me hizo recordar los viejos cuadros de imágenes dobles en los que se veían las figuras de zorros formados por acumulaciones de hojas que acechaban a las incautas liebres.

Centré mis ojos en la losa.

He visto otros despojos y cadáveres de animales, caídos en una grieta, enroscados sobre sí mismos, evidenciando salvajes agonías, o simplemente despedazados por una fiera mayor. Este túmulo era diferente. La postura era natural, de un ser que acepta una muerte cercana y se deja llevar. Aunque en el anca derecha se veía una negra herida abierta que se extendía como un maleficio, la tersura del pelo se conservaba intacta, ni una sola hoja o brizna había caído encima. Por mucho que yo girara a su derecha o a su izquierda, no perdía aquella postura el aire de paz que la envolvía. Evité acercarme para no romper un extraño cerco sagrado que parecía elevarse a su alrededor.

Fue entonces cuando me asaltó la idea. Aquello era una tumba.

Los animales salvajes no reposan en tumbas, mueren sobre la tierra y sus cuerpos se difuminan con el tiempo. Los animales salvajes no fallecen, no son difuntos, tampoco los domésticos. A nadie se le ocurriría decir que su gato ha fallecido, o llorar a un perro difunto. Parece una falta de respeto al ser humano, como si solo éste mereciera tal apelativo. La raíz de la palabra difunto, del latín defunctus, cumplir o pagar una deuda, no alude en origen a un muerto, sino a alguien que cesa en sus funciones, a un jubilado. En cuanto a los términos fallecer/fallecido, vienen de una raíz más esquiva, fallere, en latín engañar, fingir, con el tiempo faltar. Pensamos hoy en el fallecido como alguien que muere de forma apacible, paulatina, no por un accidente, alguien a quien podemos despedir.

A los animales domésticos se les fabrican tumbas, sí, unas tumbas apócrifas que ellos no entienden. Los dueños lo hacen como desviación de sus propias costumbres. A los animales salvajes no. En la refinada recopilación de Cees Nooteboom titulada Tumbas de poetas y pensadores, el autor nos advierte que estos lugares son extraños en su contradicción, puesto que nos ofrecen una presencia imposible, la presencia de un ausente. Las tumbas son recuerdos, pero son los recuerdos para los humanos o, de una manera muy digresiva, recuerdos de animales humanizados.

Sin embargo, lo que tenía ante mí era una tumba.

                El zorro, el joven zorro, quizá vencido por una de las peleas del celo, o por un inoportuno y despistado cartucho de los últimos días antes de la veda, o por el hambre y el cansancio, había llegado hasta allí para dejarse, para prestar su cuerpo a la tierra. El lugar de su muerte era el lugar donde desaparecería definitivamente.

Una tumba. No hablo solo de la calidad marmórea de la losa, de la presencia del cuerpo sobre ella, como esculpido por algún artista decimonónico, de los calderones, riscos y viejos troncos que rodeaban la gran piedra, de las copas de los árboles más lejanos que facilitaban la penumbra, no hablo solo del silencio impresionante que se imponía al cesar los pasos y el viento, no hablo solo del espacio. Hablo de un espacio de tiempo. Las ramas en pocas horas tamizarían la futura violencia de la luz de mediodía, el sol se apagaría y la noche taparía el túmulo, brillarían las estrellas, amanecería, ninguna bestia había osado acercarse a aquella losa, ni quebrantado el silencio de días, una cúpula sagrada hecha de algún material que los hombres ya no conocemos rodeaba el cuerpo. El zorro era un difunto, había fallecido en la paz de los que no conocen la muerte, sino solo el instinto de vivir. Por un momento envidié su final, lo quise para mí en el día en el que hubiera de venir, solo en la oscuridad y el silencio de un bosque, por un momento. Bajé la cabeza un instante, presenté mis respetos al zorro y me alejé procurando pasar lo más desapercibido posible, sabiendo en el fondo que decenas de pares de ojos me contemplaban callados y quietos como en uno de esos cuadros de doble imagen.

 

Con mi agradecimiento a Juan José Bas, agente medioambiental.



No hay comentarios:

Publicar un comentario