Al
tiempo que homenajeamos y reivindicamos a los antepasados, pensando que ellos
no nos van a tomar en cuenta semejante atrevimiento, olvidamos voluntariamente
su carnalidad, su semejanza implacable, aunque sea remota, con nuestros
cuerpos. Hablamos con olímpico desdén de salvajismos, de sangrientas guerras
del pasado, olvidando que, como sabía Freud, la cultura es una fina línea que
nos separa de la barbarie. A la postre, como dijera el descarnado Coulaincourt de Bayeux, todos somos
parientes de todos los difuntos.
Subió una vez más las escaleras que daban a su oscuro cuarto
trastero. Lo hacía cada vez con menos frecuencia, pues el acantilado de
recuerdos ingratos, de escenas indeseables, de sueños frustrados, de acciones
desgraciadas, de movimientos adversos, de errores trágicos, de pasos equívocos,
de dibujos mal esbozados, de pensamientos vacíos y enormes, de gestos malsanos,
de apuros presuntuosos, de necedades vagas, de estupideces egoístas, de basura
existencial, era tan alto y tan pesado, que la sola visión lo acongojaba. Había
optado por vivir en un piso estrecho y pobre con tal de poder permitirse un
trastero con espacio suficiente como para encajonar tantos escombros olvidados.
No era capaz de deshacerse de ellos.
Aquella tarde inspeccionó un
rincón de trastero que tenía especialmente descuidado desde hacía años. Era un lugar
olvidado porque no le gustaba frecuentar sitios como aquel, donde el
resentimiento era tan evidente que hasta él mismo tenía que apartar el rostro
debido al hedor, pero aquella tarde se sentía con fuerzas. Al poco se fijó en
un mínimo temblor, un brillo quejumbroso que llamó su atención. Parecía una
esfera metálica, apenas dos o tres centímetros de diámetro y se hallaba
aparcado junto a una estantería de legajos en voladizo. Él no podía saberlo,
pero aquella esfera estaba allí desde antes siquiera de construirse el
trastero, de edificar ese edificio o el anterior, o el anterior del anterior.
La esfera, simplemente, había encontrado su momento. Escuchó un rumor, un
bisbiseo de serpiente que subía y bajaba de intensidad. Se acercó un poco más y
el rumor creció y se hizo entendible. Empezaba a reconocer las voces amortiguadas
de algunos de los vecinos; chiquillos que discutían con sus madres,
pensionistas en trance de salir a la calle, hombres y mujeres que volvían de su
jornada laboral, jóvenes que estudiaban en un piso compartido. Escuchaba las
voces de todas las viviendas a la vez y, sin embargo, no se superponían,
permanecían claras y diáfanas unas junto a otras. Al tiempo, supo ya
perfectamente a quien pertenecía cada tono, cada expresión, cada grito o
susurro improvisado. Conocía el nombre y apellidos exactos de cada uno de ellos,
el tono preciso, su modulación y su timbre. Esperó a que cayera la noche, no
tenía nada mejor que hacer y además en el trastero, oculto a la luz del día, no
podría saber la hora exacta hasta que oyera reunirse a las familias para la
cena; justo el momento que él esperaba. Pasaron las horas y la esfera fue dejando
de vibrar y apaciblemente pareció entrar en un sueño contenido. Bajó a casa y
se tumbó en el lecho, pero apenas pudo dormir.
Al día siguiente, antes de
amanecer, vestido apenas con el pijama, subió corriendo de tres en tres
escalones hasta la letrina en que se había convertido su trastero. Tenía todo
el día por delante, un día placentero durante el cual vivir las vidas de todos
los vecinos del bloque en cercana intimidad.
Él todavía no lo sabía, pero
había descubierto un Aleph de los
chismorreos, un objeto que, semejante al descrito en 1949 por Jorge Luis Borges, le permitía acceder
a todos los objetos del universo sin que estos se superpusieran. La única
diferencia es que estos eran objetos sonoros emitidos por personas en aquel
mismo instante, o como se solía decir entonces, en tiempo real. Años más tarde
se acuñaría internacionalmente el término inglés streaming. Eso tampoco lo sabía nuestro hombre: él pensaba que las
voces que percibía eran de personas cercanas a su cuarto trastero, de la misma
forma que suponía que el Aleph, o lo
fuese aquello, era único y personal. De su primer error salió poco a poco
afinando su capacidad de observación y ampliando el radio de acción, de su
segundo error probablemente jamás saldría, porque desconocía que había
múltiples Alephs de los chismorreos distribuidos
por los trasteros y sótanos del mundo y que esas esferas escondidas se
consultaban siempre por los usuarios en la más estricta soledad culpable.
Pasaron los días y su capacidad
de escuchar a un tiempo múltiples conversaciones del orbe se fue
perfeccionando. Él creía en su pericia y se vanagloriaba en su interior por tan
depurada técnica, pero en realidad era el Aleph
de los chimorreos el que modulaba su influjo y acaparaba el resto de las
capacidades del observador, de tal modo que se convertía en el único canal de
contacto con la realidad circundante de su interlocutor. Porque otra capacidad
que parecía tener el Aleph de los
chimorreos era la posibilidad de influir, como una mala sombra, sobre las
opiniones o actos de aquellos a quienes se escuchaba. No todos los dueños de un
Aleph de los chimorreos eran capaces
de acceder a ese poder, puesto que la mayoría se conformaba con observar y
conseguía mantener un equilibrio entre su vida personal y las horas consagradas
a la esfera. Sólo aquellos que estaban más entregados, por su aislamiento o
fragilidad, al Aleph de los chismorreos,
llegaron a desarrollar aquel poder. Las voces anónimas de estos adelantados se mezclaban
en una aparente intimidad con las de algunas de las personas escuchadas, de
forma que estas parecían emitir juicios o impresiones sin aparentemente notar
que no eran suyos, sino ajenos, y surgidos durante la entrevista de algún
lejano desconocido con la esfera.
Quienes hablaban influidos por la
voz del Aleph de los chismorreos y,
en último término, de su dueño, no eran conscientes de sus frases, no así los
familiares o amigos que los escuchaban, que al principio no daban crédito a las
palabras apócrifas que pronunciaban normalmente los miembros más locuaces del
grupo. Las personas caían frecuentemente en evidentes contradicciones en sus
ideas u opiniones, lo que provocaba la perplejidad de los escuchantes y el
placer de los dueños de los Alephs de los
chismorreos que las emitían.
Con el tiempo, las familias, las
parejas y los amigos comenzaron a chocar cada vez con más frecuencia, a
discutir por nimios asuntos a los que, sin saber la razón, les imprimían toda
la fuerza que no empleaban en otros quehaceres cotidianos, a desconfiar unos de
otros antes los cambios de versión de sus palabras. Pasaron los años, y los
recuerdos ingratos, las escenas indeseables, los sueños frustrados, las
acciones desgraciadas, los movimientos adversos, los errores trágicos, los
pasos equívocos, los dibujos mal esbozados, los pensamientos vacíos y enormes,
los gestos malsanos, los apuros presuntuosos, las necedades vagas, las
estupideces egoístas, la basura existencial, fueron acumulándose sobre las
personas como los estratos de un sórdido vertedero en las afueras de una
ciudad.
Los dueños de los Alephs de los chismorreos, pasadas unas
décadas, se habían multiplicado hasta superar en número a aquellos que
desconocían su existencia. ¿Y qué fue de nuestro hombre del trastero? Es
posible que muriera de inanición pegado a la esfera o bien de un reventón de
escuchas. Nadie se enteró, porque siempre estuvo solo. No fue un destino
particular, ocurrió con muchos otros dueños antes de que algunos de ellos se
dieran cuenta de que el Aleph de los
chismorreos no era en realidad un reproductor de las voces del orbe sino
simplemente el amplificador de una sola y triste voz, la voz de la barbarie,
del lodo esencial que todos los muertos antiguos sintieron, tocaron, vieron o
escucharon alguna vez a lo largo de su corta vida.
No me queda otra que felicitarte, compi. Al igual que tu protagonista, me he pegado a esta lectura y me he dejado llevar por su conversación unilateral. Una gran entrada.
ResponderEliminarUn abrazo grande.