martes, 15 de septiembre de 2020

EL ALEPH DE TODOS LOS CHISMORREOS

 



Al tiempo que homenajeamos y reivindicamos a los antepasados, pensando que ellos no nos van a tomar en cuenta semejante atrevimiento, olvidamos voluntariamente su carnalidad, su semejanza implacable, aunque sea remota, con nuestros cuerpos. Hablamos con olímpico desdén de salvajismos, de sangrientas guerras del pasado, olvidando que, como sabía Freud, la cultura es una fina línea que nos separa de la barbarie. A la postre, como dijera el descarnado Coulaincourt de Bayeux, todos somos parientes de todos los difuntos.

Subió una vez más las escaleras que daban a su oscuro cuarto trastero. Lo hacía cada vez con menos frecuencia, pues el acantilado de recuerdos ingratos, de escenas indeseables, de sueños frustrados, de acciones desgraciadas, de movimientos adversos, de errores trágicos, de pasos equívocos, de dibujos mal esbozados, de pensamientos vacíos y enormes, de gestos malsanos, de apuros presuntuosos, de necedades vagas, de estupideces egoístas, de basura existencial, era tan alto y tan pesado, que la sola visión lo acongojaba. Había optado por vivir en un piso estrecho y pobre con tal de poder permitirse un trastero con espacio suficiente como para encajonar tantos escombros olvidados. No era capaz de deshacerse de ellos.

Aquella tarde inspeccionó un rincón de trastero que tenía especialmente descuidado desde hacía años. Era un lugar olvidado porque no le gustaba frecuentar sitios como aquel, donde el resentimiento era tan evidente que hasta él mismo tenía que apartar el rostro debido al hedor, pero aquella tarde se sentía con fuerzas. Al poco se fijó en un mínimo temblor, un brillo quejumbroso que llamó su atención. Parecía una esfera metálica, apenas dos o tres centímetros de diámetro y se hallaba aparcado junto a una estantería de legajos en voladizo. Él no podía saberlo, pero aquella esfera estaba allí desde antes siquiera de construirse el trastero, de edificar ese edificio o el anterior, o el anterior del anterior. La esfera, simplemente, había encontrado su momento. Escuchó un rumor, un bisbiseo de serpiente que subía y bajaba de intensidad. Se acercó un poco más y el rumor creció y se hizo entendible. Empezaba a reconocer las voces amortiguadas de algunos de los vecinos; chiquillos que discutían con sus madres, pensionistas en trance de salir a la calle, hombres y mujeres que volvían de su jornada laboral, jóvenes que estudiaban en un piso compartido. Escuchaba las voces de todas las viviendas a la vez y, sin embargo, no se superponían, permanecían claras y diáfanas unas junto a otras. Al tiempo, supo ya perfectamente a quien pertenecía cada tono, cada expresión, cada grito o susurro improvisado. Conocía el nombre y apellidos exactos de cada uno de ellos, el tono preciso, su modulación y su timbre. Esperó a que cayera la noche, no tenía nada mejor que hacer y además en el trastero, oculto a la luz del día, no podría saber la hora exacta hasta que oyera reunirse a las familias para la cena; justo el momento que él esperaba. Pasaron las horas y la esfera fue dejando de vibrar y apaciblemente pareció entrar en un sueño contenido. Bajó a casa y se tumbó en el lecho, pero apenas pudo dormir.

Al día siguiente, antes de amanecer, vestido apenas con el pijama, subió corriendo de tres en tres escalones hasta la letrina en que se había convertido su trastero. Tenía todo el día por delante, un día placentero durante el cual vivir las vidas de todos los vecinos del bloque en cercana intimidad.

Él todavía no lo sabía, pero había descubierto un Aleph de los chismorreos, un objeto que, semejante al descrito en 1949 por Jorge Luis Borges, le permitía acceder a todos los objetos del universo sin que estos se superpusieran. La única diferencia es que estos eran objetos sonoros emitidos por personas en aquel mismo instante, o como se solía decir entonces, en tiempo real. Años más tarde se acuñaría internacionalmente el término inglés streaming. Eso tampoco lo sabía nuestro hombre: él pensaba que las voces que percibía eran de personas cercanas a su cuarto trastero, de la misma forma que suponía que el Aleph, o lo fuese aquello, era único y personal. De su primer error salió poco a poco afinando su capacidad de observación y ampliando el radio de acción, de su segundo error probablemente jamás saldría, porque desconocía que había múltiples Alephs de los chismorreos distribuidos por los trasteros y sótanos del mundo y que esas esferas escondidas se consultaban siempre por los usuarios en la más estricta soledad culpable.

Pasaron los días y su capacidad de escuchar a un tiempo múltiples conversaciones del orbe se fue perfeccionando. Él creía en su pericia y se vanagloriaba en su interior por tan depurada técnica, pero en realidad era el Aleph de los chimorreos el que modulaba su influjo y acaparaba el resto de las capacidades del observador, de tal modo que se convertía en el único canal de contacto con la realidad circundante de su interlocutor. Porque otra capacidad que parecía tener el Aleph de los chimorreos era la posibilidad de influir, como una mala sombra, sobre las opiniones o actos de aquellos a quienes se escuchaba. No todos los dueños de un Aleph de los chimorreos eran capaces de acceder a ese poder, puesto que la mayoría se conformaba con observar y conseguía mantener un equilibrio entre su vida personal y las horas consagradas a la esfera. Sólo aquellos que estaban más entregados, por su aislamiento o fragilidad, al Aleph de los chismorreos, llegaron a desarrollar aquel poder. Las voces anónimas de estos adelantados se mezclaban en una aparente intimidad con las de algunas de las personas escuchadas, de forma que estas parecían emitir juicios o impresiones sin aparentemente notar que no eran suyos, sino ajenos, y surgidos durante la entrevista de algún lejano desconocido con la esfera.

Quienes hablaban influidos por la voz del Aleph de los chismorreos y, en último término, de su dueño, no eran conscientes de sus frases, no así los familiares o amigos que los escuchaban, que al principio no daban crédito a las palabras apócrifas que pronunciaban normalmente los miembros más locuaces del grupo. Las personas caían frecuentemente en evidentes contradicciones en sus ideas u opiniones, lo que provocaba la perplejidad de los escuchantes y el placer de los dueños de los Alephs de los chismorreos que las emitían.

Con el tiempo, las familias, las parejas y los amigos comenzaron a chocar cada vez con más frecuencia, a discutir por nimios asuntos a los que, sin saber la razón, les imprimían toda la fuerza que no empleaban en otros quehaceres cotidianos, a desconfiar unos de otros antes los cambios de versión de sus palabras. Pasaron los años, y los recuerdos ingratos, las escenas indeseables, los sueños frustrados, las acciones desgraciadas, los movimientos adversos, los errores trágicos, los pasos equívocos, los dibujos mal esbozados, los pensamientos vacíos y enormes, los gestos malsanos, los apuros presuntuosos, las necedades vagas, las estupideces egoístas, la basura existencial, fueron acumulándose sobre las personas como los estratos de un sórdido vertedero en las afueras de una ciudad.

Los dueños de los Alephs de los chismorreos, pasadas unas décadas, se habían multiplicado hasta superar en número a aquellos que desconocían su existencia. ¿Y qué fue de nuestro hombre del trastero? Es posible que muriera de inanición pegado a la esfera o bien de un reventón de escuchas. Nadie se enteró, porque siempre estuvo solo. No fue un destino particular, ocurrió con muchos otros dueños antes de que algunos de ellos se dieran cuenta de que el Aleph de los chismorreos no era en realidad un reproductor de las voces del orbe sino simplemente el amplificador de una sola y triste voz, la voz de la barbarie, del lodo esencial que todos los muertos antiguos sintieron, tocaron, vieron o escucharon alguna vez a lo largo de su corta vida.

1 comentario:

  1. No me queda otra que felicitarte, compi. Al igual que tu protagonista, me he pegado a esta lectura y me he dejado llevar por su conversación unilateral. Una gran entrada.

    Un abrazo grande.

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