martes, 25 de agosto de 2020

ETIMOLOGÍAS PRIVADAS: SATURIO

El tiempo, que todo lo devora, acostumbra a hacernos burla y respetar lugares remotos y humildes mientras masacra sin piedad las grandes obras de los hombres. De alguna manera, las ruinas pequeñas son menos ruinosas, dentro de su penuria parecen menos devastadas que los grandes gigantes de la desmembración, léanse las abadías británicas. Los lugares humildes no tienen ningún destino intermedio, o desaparecen sin dejar rastro o se conservan milagrosamente como insectos en formol. Es el caso de la ermita de San Baudelio de Casillas de Berlanga, ese eremitorio primitivo que hubo de terminar en cenobio y que a pesar de los expolios y del olvido continuado se nos presenta hoy como un puente elevado por encima de los siglos golosos.

En el interior de la singular construcción, pasado el arco ultrasemicircular, más allá de los espectros de pinturas desangradas, de la palmera iniciática y al fondo de ese bosque de columnas de la mezquitilla mozárabe se esconde la gruta minúscula donde algún monje hiciera su retiro del mundo. Entrar en ese espacio oscuro y estrecho me llevó hace casi veinte años a experimentar por un momento, en esa vuelta al embrión o al origen de una manera quizá tangencial, pero sincera, la experiencia de aquellos santones del siglo X y XI.

Más o menos por esas fechas inciertas, días antes o días después, recorrí por vez primera, rodeado de buenos amigos y de las inscripciones de los enamorados sobre los chopos de ribera, el delicioso paseo que va de San Polo a San Saturio, pasado San Juan de Duero. La ermita sobre el río, antes de que trace éste la famosa curva de ballesta, se encastilla desde el siglo XVII sobre una cueva que evoluciona en espiral dentro de una peña a las faldas de la Sierra de Santa Ana o de Peñalba. El lugar cogió pronto justa fama universal, mereciendo los paseos de escritores nacionales e internacionales (como Peter Handke, el reciente Nobel, ese socio intempestivo del Numancia).

No siempre fue así.

Soria entera sufrió largos siglos de letargo que la han revestido, no tan paradójicamente como cabría pensar, de ese encanto dormido que aún hoy conserva. San Saturio debió ser durante muchos siglos un solitario peñasco donde algún que otro eremita escondiera sus reumáticos huesos. Tal es así, que hasta el Santo Patrón de Soria, titular de esta ermita de obra barroca cuya advocación peleó durante un tiempo con la de San Miguel, es lo que se llama un santo pretermitido, es decir inexistente si no es por la devoción popular. El cronista más emocionado, salvando a Don Antonio, de la tierra de Soria, caminante de sus páramos, Avelino Hernández, mal editado como tantos hasta fechas recientes, es quién me da una clave del incierto origen del nombre de Saturio, esquivo godo del siglo VI. Recordando las bondades del lugar en esa precisa y singular guía titulada Donde la vieja Castilla se acaba: Soria, Avelino escribe:

Saturno era el Dios de los Infiernos y dicen que si se le adoraba en las profundas simas de la cueva que hay en la sierra de Santa Ana, cortada a tajo por el Duero. He visto escrito que cuando los visigodos se cristianaron se bautizó a Saturno por Saturio. Y si no es verdad puede serlo. (p. 230)

Perdonemos a Avelino mezclar al titán Saturno, dueño del tiempo, con Plutón, pero celebremos su aportación, pues es cosa aceptada que las Saturnales fueron fiestas y cultos liberadores muy arraigados en el mundo romano y post-romano que el cristianismo quiso borrar con empeño. El oscuro Saturio, eso sí, de haber existido, hubiera habitado las mismas tenebrosas cuevas que podrían ser refugio de un Titán.

En todo caso, Saturno ya era un Dios popular en el Lacio antes de la colonización del Cronos griego, y a ese Dios anterior, cuyo nombre nace de satus (sembrado) o de satio (sazón, siembra o cosecha), por tanto vinculado a la opulencia y a fertilidad, debemos las celebraciones del solsticio de invierno, las míticas Saturnalia, donde se celebraba el prodigalidad de la tierra con banquetes generosos, con dádivas y regalos a los parientes, con fiestas sin fin, donde se recordaba la fraternidad humana y el esclavo se sentaba a la mesa del señor para ser servido por este. Todavía en Plácido, de García Berlanga, esa ácida crítica a la mentira navideña, el mendigo se sienta a la mesa de las burguesitas provincianas. Hoy ya ni se nos ocurriría hacerle semejante honor al remoto Saturno.

Saturno quedó en Saturio, la abundancia y la fertilidad derivaron en renuncia a los placeres del mundo, a la comida, a la fiesta y, por supuesto, a la carne. Nunca nombres tan cercanos designaron principios morales tan alejados.

Hoy ya no existen eremitas en Occidente, algunos monjes camaldulenses aislados en el Yermo de Herrera, en Burgos, los ortodoxos pobladores de Meteora en Grecia y poco más, que procuran mitigar los rigores con unas pocas comodidades básicas, a saber: cuarto de baño, agua caliente, estufa de leña, y finalmente, sala de oración, para escribir o leer. Curiosamente, espacios no demasiado alejados de las cabañas o refugios alquilados, comprados e incluso construidos con sus propias manos por variados artistas, escritores o filósofos que tan bien ilustra el ensayo fotográfico Cabañas para pensar, que sacó a la luz Maia ediciones.

En la lejana India, sin embargo, los sadhu, los saturios del hinduismo, santones o monjes que renuncian a todo, incluso a esas mínimas comodidades, proliferan hoy como ayer por los suburbios superpoblados pidiendo limosna para luego refugiarse en el más absoluto y riguroso retiro o abstinencia de los placeres mundanos, una forma de vida que desapareció hace siglos de España. Luego están los que ejercen vida de ermitaño por obligación y un poco por espíritu de resistencia; estos son los habitantes de pueblos agonizantes que la civilización ha olvidado. Avelino Hernández describe a varios de estos en su libro ya citado o en un canto elegíaco titulado La Sierra del Alba. Es Julio Llamazares, quizá, quien mejor ha descrito esta forma de vida resignada de muchos pueblos en invierno y en su invierno con textos como El rio del olvido:

Días interminables, noches largas y oscuras, semanas y semanas encerrados en las casas escuchando la radio y jugando a las cartas y rezando en la noche para que nadie caiga enfermo y se muera sin poder salir de aquí. (p. 129)

Rezando en la noche.

Es cierto que, a la postre, Saturno venció a través de los dos ritos herederos de las viejas Saturnalia (Carnaval y Navidad), si bien descafeinados y ya carentes de todo sentido trascendente. Pero también es cierto que es cada vez más intenso el reflujo que lanza a los hombres, por amor a lo distinto –y a lo distante- a experimentar un retiro aunque sólo sea como experiencia limitada, muchas veces buscando un idílico paraíso campestre sin saber de la verdadera dureza del aislamiento, como prueban la multitud de fracasos en este tipo de experiencias.

Soria, la provincia, la ciudad, conserva todavía ese halo eremita, nos ofrece ruinas discretas y amables, alguna terrible (como esa enorme fortaleza de Gormaz) y ha conseguido preservar en su despoblación el lejano aroma de aquellos sadhu que la poblaron de forma precaria y anónima. Parece un contrasentido, como esa tensión entre el viejo rito de la abundancia y el nuevo de la abstinencia, que algo tan etéreo como el agreste encanto de la abstinencia de aquellos saturios siga ejerciendo esa atracción en el sistema de la saturación absoluta.

Las palabras engañan, pero en el interior de las mentes evolucionan y crean extraños retruécanos, como esa tensión dispareja entre saturios y saturación que termina explicando el sentido final de nuestra época.

1 comentario:

  1. Es admirable tu capacidad para deleitarnos con historias tan jugosas y atractivas como esta. ¡Cuántas cosas desconozco, compi! Gracias por esta entrada tan instructiva.

    Un abrazo grande.

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