En el interior de la singular
construcción, pasado el arco ultrasemicircular, más allá de los espectros de
pinturas desangradas, de la palmera iniciática y al fondo de ese bosque de
columnas de la mezquitilla mozárabe se esconde la gruta minúscula donde algún
monje hiciera su retiro del mundo. Entrar en ese espacio oscuro y estrecho me
llevó hace casi veinte años a experimentar por un momento, en esa vuelta al
embrión o al origen de una manera quizá tangencial, pero sincera, la
experiencia de aquellos santones del siglo X y XI.
Más o menos por esas fechas
inciertas, días antes o días después, recorrí por vez primera, rodeado de
buenos amigos y de las inscripciones de los enamorados sobre los chopos de
ribera, el delicioso paseo que va de San
Polo a San Saturio, pasado San Juan de Duero. La ermita sobre el
río, antes de que trace éste la famosa curva de ballesta, se encastilla desde
el siglo XVII sobre una cueva que evoluciona en espiral dentro de una peña a las
faldas de la Sierra de Santa Ana o
de Peñalba. El lugar cogió pronto
justa fama universal, mereciendo los paseos de escritores nacionales e
internacionales (como Peter Handke, el
reciente Nobel, ese socio
intempestivo del Numancia).
No siempre fue así.
Soria entera sufrió largos siglos
de letargo que la han revestido, no tan paradójicamente como cabría pensar, de
ese encanto dormido que aún hoy conserva. San Saturio debió ser durante muchos siglos un solitario peñasco donde
algún que otro eremita escondiera sus reumáticos huesos. Tal es así, que hasta
el Santo Patrón de Soria, titular de
esta ermita de obra barroca cuya advocación peleó durante un tiempo con la de San Miguel, es lo que se llama un santo
pretermitido, es decir inexistente si no es por la devoción popular. El cronista
más emocionado, salvando a Don Antonio,
de la tierra de Soria, caminante de
sus páramos, Avelino Hernández, mal
editado como tantos hasta fechas recientes, es quién me da una clave del
incierto origen del nombre de Saturio, esquivo godo del siglo VI.
Recordando las bondades del lugar en esa precisa y singular guía titulada Donde la vieja Castilla se acaba: Soria,
Avelino escribe:
Saturno
era el Dios de los Infiernos y dicen que si se le adoraba en las profundas simas
de la cueva que hay en la sierra de Santa Ana, cortada a tajo por el Duero. He
visto escrito que cuando los visigodos se cristianaron se bautizó a Saturno por
Saturio. Y si no es verdad puede serlo. (p. 230)
Perdonemos a Avelino mezclar al titán Saturno,
dueño del tiempo, con Plutón, pero
celebremos su aportación, pues es cosa aceptada que las Saturnales fueron fiestas y cultos liberadores muy arraigados en el
mundo romano y post-romano que el cristianismo quiso borrar con empeño. El
oscuro Saturio, eso sí, de haber
existido, hubiera habitado las mismas tenebrosas cuevas que podrían ser refugio
de un Titán.
En todo caso, Saturno
ya era un Dios popular en el Lacio
antes de la colonización del Cronos griego,
y a ese Dios anterior, cuyo nombre nace de satus
(sembrado) o de satio (sazón, siembra
o cosecha), por tanto vinculado a la opulencia y a fertilidad, debemos las celebraciones
del solsticio de invierno, las míticas Saturnalia,
donde se celebraba el prodigalidad de la tierra con banquetes generosos, con
dádivas y regalos a los parientes, con fiestas sin fin, donde se recordaba la
fraternidad humana y el esclavo se sentaba a la mesa del señor para ser servido
por este. Todavía en Plácido, de García Berlanga, esa ácida crítica a la
mentira navideña, el mendigo se sienta a la mesa de las burguesitas
provincianas. Hoy ya ni se nos ocurriría hacerle semejante honor al remoto Saturno.
Saturno quedó en Saturio,
la abundancia y la fertilidad derivaron en renuncia a los placeres del mundo, a
la comida, a la fiesta y, por supuesto, a la carne. Nunca nombres tan cercanos
designaron principios morales tan alejados.
Hoy ya no existen eremitas en
Occidente, algunos monjes camaldulenses aislados en el Yermo
de Herrera, en Burgos, los
ortodoxos pobladores de Meteora en Grecia y poco más, que procuran mitigar
los rigores con unas pocas comodidades básicas, a saber: cuarto de baño, agua
caliente, estufa de leña, y finalmente, sala de oración, para escribir o leer. Curiosamente,
espacios no demasiado alejados de las cabañas o refugios alquilados, comprados
e incluso construidos con sus propias manos por variados artistas, escritores o
filósofos que tan bien ilustra el ensayo fotográfico Cabañas para pensar, que sacó a la luz Maia ediciones.
En la lejana India, sin embargo, los
sadhu, los saturios del hinduismo, santones o monjes que renuncian a todo, incluso
a esas mínimas comodidades, proliferan hoy como ayer por los suburbios
superpoblados pidiendo limosna para luego refugiarse en el más absoluto y
riguroso retiro o abstinencia de los placeres mundanos, una forma de vida que
desapareció hace siglos de España. Luego están los que ejercen vida de ermitaño
por obligación y un poco por espíritu de resistencia; estos son los habitantes
de pueblos agonizantes que la civilización ha olvidado. Avelino Hernández describe a varios de estos en su libro ya citado
o en un canto elegíaco titulado La Sierra
del Alba. Es Julio Llamazares, quizá,
quien mejor ha descrito esta forma de vida resignada de muchos pueblos en
invierno y en su invierno con textos como El
rio del olvido:
Días
interminables, noches largas y oscuras, semanas y semanas encerrados en las
casas escuchando la radio y jugando a las cartas y rezando en la noche para que
nadie caiga enfermo y se muera sin poder salir de aquí. (p. 129)
Rezando en la
noche.
Es cierto
que, a la postre, Saturno venció a través
de los dos ritos herederos de las viejas Saturnalia
(Carnaval y Navidad), si bien descafeinados y ya carentes de todo sentido
trascendente. Pero también es cierto que es cada vez más intenso el reflujo que
lanza a los hombres, por amor a lo distinto –y a lo distante- a experimentar un
retiro aunque sólo sea como experiencia limitada, muchas veces buscando un
idílico paraíso campestre sin saber de la verdadera dureza del aislamiento, como
prueban la multitud de fracasos en este tipo de experiencias.
Soria, la provincia, la ciudad,
conserva todavía ese halo eremita, nos ofrece ruinas discretas y amables, alguna
terrible (como esa enorme fortaleza de Gormaz)
y ha conseguido preservar en su despoblación el lejano aroma de aquellos sadhu que la poblaron de forma precaria
y anónima. Parece un contrasentido, como esa tensión entre el viejo rito de la
abundancia y el nuevo de la abstinencia, que algo tan etéreo como el agreste
encanto de la abstinencia de aquellos saturios
siga ejerciendo esa atracción en el sistema de la saturación absoluta.
Las palabras
engañan, pero en el interior de las mentes evolucionan y crean extraños
retruécanos, como esa tensión dispareja entre saturios y saturación que termina explicando el sentido final de
nuestra época.
Es admirable tu capacidad para deleitarnos con historias tan jugosas y atractivas como esta. ¡Cuántas cosas desconozco, compi! Gracias por esta entrada tan instructiva.
ResponderEliminarUn abrazo grande.