Quien tenga oportunidad de visitar el remodelado Museo
Arqueológico de Córdoba se encontrará con todo un yacimiento “in situ” en el
sótano del edificio. Se trata del teatro romano de la ciudad, cuya ubicación se
desconocía hasta hace unos años y que apareció en terrenos aledaños al antiguo
Museo Arqueológico. Los visitantes pueden recorrer mediante pasarelas los
restos de las gradas e intuir la desaparecida magnificencia de la orchestra y la escena, cuyos cimientos guardan todavía la plaza Jerónimo Páez y la
calle Marqués del Villar.
Entre los restos, ciertamente muy desfigurados por el paso
de las civilizaciones, se exhibe un horno de cal algo posterior al propio
teatro; ¿qué pinta esta instalación artesanal en medio de las gradas de un
teatro romano? Para explicarlo tendremos que narrar una de tantas tristes
historias que la incuria humana nos ha servido a lo largo de la historia con
necia insistencia.
El declive del Imperio Romano trajo consigo a partir del
siglo V el abandono de los espacios de cultura públicos que se habían
desarrollado a lo largo de cientos de años. Ágoras o foros, teatros, palestras,
elementos heredados por Roma del mundo griego se fueron convirtiendo entonces
en amplias plazas devastadas por algo peor que el mal de la piedra: la pérdida de sentido. Pasado un siglo ya nadie
recordaba el cometido de aquellos centros de significación, derivando de plazas
en vertederos y albañales. La cultura del reciclaje, practicada por los
bárbaros parcialmente romanizados, llenó de capiteles las basílicas visigodas y
las mezquitas musulmanas. El teatro de Córdoba, como otros tantos en la
península, se convirtió en la cantera de los palacetes y casas nobles de la
vecindad. El mármol de la cávea desapareció,
una vez desmontada por completo la escena.
Pero esto no fue todo. La piedra caliza que sostenía las gradas usadas siglos
antes por los ciudadanos de Roma alimentó finalmente los hornos de cal para
dotar de materia prima los encalados de las casas cordobesas. Convertido en un
terraplén, el que otrora fuera noble espacio público terminó sirviendo de cimiento
al palacio de los Páez de Castillejo.
Llegados a este punto, el carácter simbólico de estas piedras
redescubiertas se impone. Hace dos milenios, los legados griego y romano crearon
nuestra idea de espacio público, de lugar de creación de sentido cultural y
social. Estos edificios, cargados de poder icónico para los pueblos, son los responsables
últimos de nuestra forma de entender la civilización; foros para la política,
palestras para la educación, teatros para el arte, circos y anfiteatros para el
deporte y el ocio. Han sido también el
modelo para entender los rudimentos del Estado social. Nunca estuvo tan clara
la identificación entre espacio físico y espacio intelectual.
La historia nos dice que fueron los pueblos bárbaros (literalmente
extranjeros que desconocían la lengua vernácula, ya fuera el griego o después
el latín) los que se ocuparon del desmontaje del Imperio. Pero la pérdida de
sentido ya se había producido antes de su llegada. Hace milenio y medio, los
bárbaros llegaron de afuera, hoy están dentro.
No es posible establecer un paralelismo estricto entre aquel
Imperio fundamentalmente esclavista y el actual sistema del capitalismo
avanzado, pero algunas claves nos servirán para entender este desmoronamiento
generalizado del Estado de Bienestar y otros estados al que asistimos entre
perplejos, indignados y desolados. Porque es cierto que hoy no podemos hablar
ya de bárbaros, puesto que no existen los extranjeros más allá del limes en un mundo globalizado, pero
podemos hablar, en cambio, de excluidos, y aquí, la profunda grieta surgida en
el seno mismo del estado social nos da la alarma; es tan veloz, tan
descontrolada la grieta de la desigualdad, el deterioro de los derechos
fundamentales, la desaparición de los servicios públicos básicos garantizados
por el viejo estado del pacto social, que no podemos dejar de acordarnos de ese
teatro sometido durante decenas y decenas de años al pillaje descontrolado. Efectivamente,
los bárbaros están dentro –en cierto modo Todorov tenía razón-; son los propios
políticos, dirigidos por un casta intocable de usureros, son la propia masa
despojada de imagen y de sentido –que damos en llamar precariado-, son los periodistas devaluados adictos a la sopa boba,
los intelectuales mudos, temerosos de su cátedra, son los corruptos, en fin,
que sólo entienden el espacio público como cantera para blanquear sus negros
asuntos. Éstos, y no otros, son los nuevos bárbaros.
Un caso de actualidad, entre otros tantos, viene a traernos
al presente estas viejas historias de excavaciones y ruinas: las zanjas
abiertas en las calles del barrio de Gamonal. Tradicional cantera de obreros en
Burgos en el pasado, el barrio sufrió el desencanto y la pérdida de imagen que
ha llevado a tanta gente humilde a confiar mediante su pobre voto en opciones
políticas nada dispuestas a defender sus derechos. Gamonal ha visto durante los
últimos dos años como un alcalde del PP, Javier Lacalle, recortaba sin tregua
servicios sociales. Ahora, con la sombra oblicua del empresario Méndez Pozo –presunto
corrupto- el alcalde se embarca en un supuesto Bulevar que esconde en el
vientre subterráneo un aparcamiento privado, con plazas de garaje para a
comprar a un precio de salida de 20.000 euros, inasumible para las humildes
gentes de Gamonal. El estallido social se produce tras meses de mutismo
insolente por parte del consistorio. Todo un ejemplo de gestión de espacios
públicos, como a la hora de compartir los escasos aparcamientos mediante
turnos, a la hora de defender mediante el asociacionismo vecinal los intereses
del barrio, ha sido violentado por Javier Lacalle, que fue votado con evidente
miopía en el barrio. El descontento social no es casual, y nos demuestra lo que
tantos intelectuales sostienen: que la desobediencia civil está justificada
ante la injusticia.
Gamonal no es un ejemplo aislado, pero sí muy ilustrativo,
de los efectos que provoca la obsesión delirante por recortar los espacios
públicos –los físicos y los sociales-, efectos rayanos en el absurdo, como los
que comenté en una entrada anterior, http://jumilla-amalgama.blogspot.com.es/2013/03/espacio-publico-y-no-lugares.html,
en la que se analizaba la reducción del espacio internacional de los
aeropuertos hasta una extensión irrisoria a favor de las tiendas duty free.
En estos tiempos de derrumbamiento generalizado, no está de
más revisar las lecciones que nos da la historia, como ese triste, desangelado,
cruel destino del mayor teatro de Hispania. Es posible que así nos demos cuenta
de que nuestras circunstancias no son tan lejanas a las de aquellos ciudadanos romanos
que verían, sin duda angustiados, como todo lo que conocían se desvanecía, cómo
todo se derrumbaba a la espera de la llegada impetuosa de los bárbaros, porque
el bárbaro, no lo olvidemos, se limita a ocupar el espacio vacío.
Y es posible también que nos acordemos de Sigmund Freud, para
quien la civilización no es sino la fina capa que nos separa de la barbarie
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