Cocheras destartaladas, almacenes abandonados, pisos vacíos
con demasiados achaques, algún bajo sin comercio: éstos son los lugares donde
prolifera lo que en numerosas ciudades y pueblos españoles se suele llamar local, club o cualquier eufemismo
parecido. Menos ambigua, más cercana a la realidad, es la denominación popular
que recibe en la zona norte de Murcia y sur de Albacete, que es la que
adoptaremos.
Hablamos de garuto,
vocablo tradicional y común en la zona aunque no aparece en el recopilatorio Palabra
de calle, de Emiliano Hernández,
editado por la Academia de Alfonso X El
Sabio. El término surge de la corrupción de la palabra garito, usado éste último para
designar un lugar de mala reputación o de juego ilegal, un local de ocio destartalado
o sitios similares. Así pues, ya desde su origen, los garutos llevan a cuestas ese aire lumpen y barriobajero que los adolescentes
utilizan para nombrar locales autogestionados como pequeñas asociaciones de
ocio, aunque las generaciones anteriores también la usaron para definir casas
pobres y de mala construcción. En la España de los tres millones y medio de viviendas vacías, el garuto hace fortuna entre los más jóvenes.
Usualmente, los pocos muebles de que disponen son préstamos
a fondo perdido de alguna abuela, o hurtos a contenedores de escombros, o
precarias creaciones a partir de restos de otros muebles; parece que la
sensación de abandono tiene que ser ley. Aunque las circunstancias difieren,
según hablemos de cocheras o de pisos prestados ya amueblados. El garuto es por definición un antro
sumergido, oculto, y cuando uno pregunta a los adolescentes, suelen esquivar de
principio la cuestión. Los datos van surgiendo a través de la confianza, y
resultan sorprendentes. Un chico afirma que en Jumilla hay más de veinte garutos alquilados por adolescentes
entre los once y los diecisiete años. Con la mayoría de edad, el fenómeno se
esfuma. Otra chica confiesa que es socia en un piso amueblado situado en la
periferia. Una cochera, afirma otro, puede albergar hasta treinta adolescentes,
que van y vienen, entran y salen, pasándose un reducido número de llaves y
pagando un alquiler abusivo de trescientos euros mensuales. Por supuesto,
siempre hay una madre o padre como firmante. Las distintas circunstancias de
estos clubs semiclandestinos nos recuerdan a las que dieron lugar a algunos de
los movimientos musicales más afamados del siglo XX, desde el underground neoyorquino a las movidas españolas.
Las razones de la proliferación de esta especie de clubs menesterosos
es obvia. En las capitales pequeñas o en los pueblos medianos y grandes, hoy
por hoy, los locales dedicados a adolescentes sencillamente no existen. En el
pasado, nacieron ciertos espacios públicos al calor de la Transición, unas
veces bajo la protección de las llamadas Casas de la Juventud, otras a través
de asociaciones vecinales; con el tiempo y la presión de las empresas del ocio
privado, han desaparecido. Hace décadas, los
garutos tenían su razón de ser para la organización de fiestas en fechas señaladas,
como las navideñas; hoy, su vida útil se extiende a todo el año. En el mundo
rural, en cambio, no han sido necesarios, porque las calles de las aldeas no han
perecido todavía bajo el hielo nihilista de nuestros neones.
Un chico me contaba una razón evidente mientras miraba fuera
de campo, a un horizonte inexistente, como un jubilado, exactamente como un
jubilado: “Es que en invierno en la calle hace mucho frío”.
Los garutos suelen
ser considerados como escuela de cínicos o de desalmados, a veces opino que es
justo lo contrario; son la alternativa, rudimentaria, pobre, a las burbujas de
internet, a los paraísos de amistad incierta en los que los adolescentes se
encierran, escondidos tras la muleta de una pantalla. Muchos de estos
solitarios vagan por las calles, las frías calles, ignorando el entorno. El garuto protege de esa soledad metálica
de los adolescentes, rodeada de un mobiliario urbano inmisericorde, de las luces
lejanas e inalcanzables de un ocio que les está vedado. En el garuto prolifera una humanidad
menesterosa, una amistad seca, casi helada, que poco a poco va desgranado scherzos amorosos. Los garutos son también los úteros de la
triste inmensidad de los despropósitos, de hazañas en precario, de historias
que contar en los ratos muertos de los recreos.
Nuestros adolescentes, alejados del caleidoscopio de
vulgaridades de los adultos, sobreviven malamente dentro de estos antros medio
abandonados, pero extienden su horizonte, aprenden formas de vida que quizá, si
nadie lo remedia, y quién sino ellos lo puede ya remediar, marcarán un futuro
desolado del que la generación de sus padres es responsable.
Dejemos, por tanto, que se abran paso a la vida en los garutos de nuestros suburbios.
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