Cuando en 2019 Víctor Colden (Madrid, 1967) publicó Inventario del paraíso (Canto y Cuento), pocos de sus lectores podían saber que comenzaba un corpus programático; cuando en 2021 Newcastle edita Veinticinco de hace veinticinco, la sensación de que esa inmersión en la memoria generacional no iba a quedar ahí se hizo presente. Efectivamente, desde hace unos meses el propio autor se ha encargado de anunciar que pronto tendríamos en nuestras manos la tercera tesela de este mosaico; el pasado 14 de diciembre, finalmente Pre-textos saca a la luz Tu sonrisa sin temblar, hasta ahora la novela más completa y más ambiciosa de Colden. Ahora sabemos que estas entregas sucesivas no son en modo alguno un trabajo reciente, una idea generada en unos pocos años, sino el fruto de un contacto constante con la escritura, laborioso e ininterrumpido desde los años de la juventud.
Muchas
son las facetas que hacen de Tu sonrisa
sin temblar, además de una obra singular, una novela que parece situarse en
el centro del imaginario de toda una generación. Sólo comentaré algunas de
ellas, procurando soslayar el germen de este texto lleno de calmada poesía sin perturbar
el secreto de su encanto.
La
época ya es notoria: primeros años de la movida, la adolescencia de un grupo de
estudiantes de secundaria en un colegio del madrileño barrio de Argüelles. Ahí está la todavía frágil democracia, ETA,
los avisos y velados pronunciamientos de los despojos del régimen, pero también
la asunción a la vida de una nueva generación, su entusiasmo y sus vaivenes. Por
el texto desfilan decenas de discos, de libros, de autores, de pubs, cafeterías,
tiendas de música y de moda, librerías, y esas calles inmóviles siempre observando
la nueva vida que bulle en sus aceras. Y mucho más, claro.
Es cierto, también están los
asesinatos de ETA a dos cuadras de la casa familiar, los conciertos
multitudinarios en el Parque del Oeste,
una visita quevedesca al Rock-Ola,
los grupos de moda españoles, actuando delante de sus narices: Nacha Pop, Mamá,
Los secretos, Los Pistones, pero también los de siempre, los anglosajones, Jam,
Aztec Camera, The Clash, The Psychedelic Furs, Madness, y tantos otros, cuyos
discos se podían comprar en la tienda de la esquina. Y están las maravillosas
conversaciones sobre filosofía, narrativa y poesía que recorren la novela,
mantenidas por unos jóvenes que ya han leído todo lo que hay que leer, que manejan
el inglés con soltura, que se atreven con el italiano por puro gusto, que
reverencian la ciudad de Praga por
ser la patria de Kafka, que publican
de tapadillo relatos, obras de teatro y poesías, como otros lo hicimos, pero,
¡ay!, mucho mejor escritos. Todo eso está en Tu sonrisa sin temblar y, sin embargo, no he dicho nada importante.
Víctor Colden ha borrado sus huellas en esta especie de novela de
formación y buceo en la memoria entre el estudiante Törless, el joven Dedalus
o el yo proustiano, pero nos ha dejado sabrosas pistas. Los nombres de los
personajes remiten con humor y picardía a sus étimos en el mundo real: ese
prudente Michi Torozón, por momentos
insensato; esos ilustres dinosaurios salidos de un casting de El nombre de la Rosa (El Iguana, El Gran
Mono Blanco, El Duque); ese esquinado y ominoso Álvaro Baeza, cuyo nombre sugiere el de un famoso espía; ese Yndurillas con
nombre parónimo de otro ubicuo falangista y, ante todo, ese clásico del Siglo de Oro que no veréis en ninguna
antología llamado Luis Conde y Conde,
otro parónimo divertido. Juegos de palabras, acrósticos, figuras literarias
enrevesadas, palabras estrambóticas (boruca,
coruscante, primicerio), que se entreveran con los nombres de las calles
del barrio por las que los personajes circulan continuamente; los vemos subir
por Moreno Robledo o Altamirano, llegar a Princesa, deambular por Ferraz, Tutor
o por Martín de los Heros, desayunar en Capri o cenar en Florida Park, en una dulce
danza urbana de nombres evocadores.
Esto nos lleva a otro de los aciertos de la novela que hacen que todavía nos sea más fácil encarnarnos en ella: la presencia exacta y meticulosa del barrio. Todo Argüelles está metido aquí y cuando los personajes salen a otras zonas de Madrid, pareciera que cambiaran de ciudad, pero también el Parque del Oeste, sus avenidas, Camoens y Chapí, los oscuros senderos, Paseo de Rosales, como una membrana que lo une a Argüelles. La distancia es corta, pero el tono psicológico de cada espacio es muy distinto; mientras el parque es el lugar de la soledad y la ensoñación, el barrio es el escenario de la vida cotidiana y sus azares. Es en el Parque del Oeste donde asistimos a la asunción de una de las metáforas más sutiles del texto de Colden, ese personaje metido dentro de otro personaje que es Virginia, ese juego de espejos que es su personalidad y que embelesa por completo a Michi, pero permitidme que cubra -en justo paralelismo- con un telón opaco ese tema central de la novela.
Leyendo
los cortos capítulos divididos en tres partes que son tres cursos, uno empieza
a sospechar que Víctor Colden tiene una
llave maestra, un grimorio perdido o un pasadizo secreto arrancado de algún
cuento de Borges que le permite
acceder a nuestras mentes, digo más, a nuestras vidas, y sacar de ellas trozos
perdidos u olvidados. La identificación con los personajes que van apareciendo
nos es nítida, no difumina la bruma del tiempo esas facciones: nuestros propios
amigos, novias, novios y compañeros son los que surgen de esas páginas. ¿cómo es esto
posible? Uno comprende, mientras lee el texto, que tuvo una Virginia de la que se enamoró y que
jamás le hizo caso, un amigo punki como Fredo
Mesina que con el tiempo llega a ser el más tierno y entrañable, siempre
metido en líos en virtud de su rebeldía y honestidad, o un compañero fiel que comparte
descubrimientos literarios (y también amorosos) como Mario Ugarte. También se da el lector cuenta de que conoció en su
propia adolescencia a un Luis Baeza,
ambiguo y escurridizo, a un Rubén García
solitario, callado, pero vehemente, que escondía no pocas desazones, a unas
chicas llamadas Sara, Eva o Camila, con las que compartió fiestas, deberes,
encuentros y desencuentros. Piensa el lector que cómo fue posible que Víctor Colden supiera que uno tenía un
amigo falangista, siendo uno más bien de izquierdas, con el que sin embargo se
llevaba bien, al igual que unos compañeros que procedían de ese otro lado que
estaba vedado y que era intocable. ¿Cómo era posible que supiera todas esas
cosas de un chico pobre de un pueblo agrícola del norte de Murcia y las hiciera
aparecer en un colegio privado ubicado en la zona más rica de Madrid? ¿Habría
ocurrido con los demás?, se pregunta este lector. ¿Hasta dónde llegaban los
secretos tentáculos de este raro demiurgo? Pero era real, mi adolescencia
estaba ahí, como sospecho que la de miles de nosotros, un poco más jóvenes y
más inocentes y provincianos, pero marcados por las mismas y a la vez distintas
experiencias. En Tu sonrisa sin temblar
están las revistas literarias que se publicaban a golpe de multicopista, los
avisos de bomba que desojaban las aulas en dos minutos, los anónimos, las
asonadas, pronunciamientos y travesuras en clase, las incursiones nocturnas al
instituto, buscando secretos imposibles, como en un cuento de Cortázar; están las tardes perdidas
frente a un mísero café o, cercano el verano, frente a una leche merengada, los
agobios de la cercana selectividad, la luz mortecina de las casas de los
compañeros haciendo deberes infinitos, la obra teatral de fin de curso, y sí,
también las palizas inevitables entre facciones rivales. Todo eso está en este
libro poliédrico, como lo estuvo en nuestras vidas y, sin embargo, sigo sin
decir nada importante sobre lo que es la novela de Colden.
La clave
que hace distinta a esta novela nos la narra el propio autor en pequeñas
digresiones repartidas por los capítulos, cuando reflexiona sobre el fin de la
amistad, las bruscas desapariciones en una época fugaz y la paradoja de que
esos años sigan presentes, incólumes tras décadas, en su mente , y más extraño todavía, que así sea para los demás actores de esta pieza. Los
restos, manuscritos, diarios, los nuevos encuentros, van creando un reflejo de
la edad perdida. Colden reconoce que
la novela es una labor necesaria antes de que la memoria se vaya
definitivamente. Nos damos cuenta de que esa magia aparente no es fruto de la
casualidad, que ese estilo transparente, esa prosa depurada, surgen de años de
entrenamiento y trabajo callado en busca de la verdad (en la página 150 Hemingway pone voz a ese proceso). Me
resisto a hablar de autoficción en esta novela, habría quizá que acuñar un
término nuevo: podría ser memoria colectiva, memoria compartida, algo parecido.
No importa, los que la hemos leído entendemos de qué se trata, y precisamente por
ese efecto indefinible surge esa sensación que notamos de experiencia compartida.
Nos parece que los Mario, Rubén, Virginia
o Fredo de sus páginas suplantan a nuestros propios compañeros reales, como
si estos tuvieran menos fortaleza y dejaran paso a los de Colden. Sus recuerdos secuestran a los nuestros, sus personajes refuerzan
las respectivas memorias, empezamos a recordar momentos olvidados, pero ¿son
los momentos de Colden o son los
propios de cada cual? A estas alturas, tras leer la novela, uno ya no sabe si
aquel chaval que nunca se bebía el café y dejaba que se escurriera en el plato
era nuestro vecino de pupitre o el vecino de Colden, si aquella búsqueda de la mejor leche merengada la hicimos
por nuestra barriada o por las calles de Argüelles. ¿Llegué realmente a disfrutar
de los Jam o de Mamá con tan solo quince años, o jamás los escuché hasta hace
unos días? Yo ya no lo sé, he empezado a formar parte de un colectivo cada vez
más amplio, de una comunidad que, como con Tlön,
Ukbar, Orbis Tertius, va extendiendo un mundo que nació en un colegio de
Madrid y ahora invade las avenidas de las ciudades españolas. No hay que
resistirse, es inevitable, la alquimia de Colden
está tan bien armada que ya es imposible escapar de ella.
A estas alturas sigo pensando que,
en realidad, sigo sin hablar de lo importante de la novela, pero entiendo que yo poco puedo hacer y que la única
forma de acceder a la esencia de sus textos es leerlos uno mismo, ceder sin
remedio a su embrujo y participar para siempre de esa comunidad creciente y
única que forman los lectores de Tu sonrisa
sin temblar.
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