Es cierto que las costumbres son las estrategias de las que
dispone el ser humano para no consumir el tiempo en inútiles reinicios, en
volver a construir el enredado castillo de la realidad día tras día. Sin las
costumbres, nuestra vida se agotaría en desarrollar unos automatismos que las
costumbres nos aseguran, de forma que no tenemos que volver a aprender lo ya
ejecutado cientos de veces.
Sin costumbres, nuestra vida sería el infierno de Sísifo.
Con el tiempo, las costumbres devienen tradiciones y hacen
fructificar leyes, con lo que el hecho social queda fijado. Está claro que si
no fuera así viviríamos en un continuo canibalismo social que haría imposible
cualquier evolución. Es cierto, necesitamos las costumbres. Sólo que a veces,
se vuelven contra nosotros, de forma que provocan aquello que quieren evitar.
Sabemos mucho en este país de la perversidad de las costumbres, porque hemos
conseguido llegar en no pocos momentos al que llamaríamos el grado cero de las
costumbres, esa inacción social, económica, cultural, política, esa siesta de
la inteligencia que permite la entrada de las formas de poder más reaccionarias
tras conatos progresistas dignos de admirar por todo el mundo. Así ocurrió con
la tan cacareada Constitución de 1812, que duró dos tristes años y murió al
grito de“¡Vivan las cadenas!”. No terminan de gustarme los homenajes a la Pepa,
porque si bien es cierto que supuso un enorme paso adelante, es el símbolo de
un fracaso que se ha repetido demasiadas veces en España; tanto, que ha llegado
a ser costumbre.
En
demasiadas ocasiones, cuando los españoles nos hemos conseguido dotar de los
medios adecuados para entrar en la senda de las libertades, de la Ilustración,
de los avances sociales, científicos y culturales, una apatía generalizada,
combinada con una mediocridad política insultante, han dado al traste con tan
honrosos intentos. Tenemos el campo de nuestra historia cubierto de cadáveres
de reformadores hastiados, desilusionados, represaliados, víctimas de la apatía
generalizada del pueblo español. No es miopía ni falta de miras lo que nos hace
perder tantas buenas ocasiones, sino simplemente desgana; tumbados al sol del
mediodía esperamos que alguien arregle las cosas sin que nos despierte de
nuestra (creemos) merecida siesta. Decía Luís Martín Santos en “Tiempo de
Silencio”, esa disección de las costumbres como camino a la aberración, que somos “como mojamas colgadas al viento
duro y frio de la meseta”. Muchos años después, Albert Pla compuso en “La
barricada de Sant Pau Centdeu” el más duro retrato de la peor de las costumbres
españolas. La canción es una burla irónica de un himno revolucionario catalán,
y sitúa un grupo de vecinos al sol quejándose de la mala situación del país, y
lamentándose de que nada pueden hacer, sólo esperar y seguir tumbados. “No
votem ni resem / No
estudiem ni treballem / No creiem hi es que estem en contra / però no
protestem”, canta Pla en una estrofa, para después atacar con sorna el
estribillo: “Insolació insolació!!! / Sera el sol sera calor / O només una
momentania insolació”. Esa siesta mental, esa pertinaz sequía intelectual que
aparece en los momentos clave, esa apatía basal que nos impide cualquier
movimiento, es nuestra peor costumbre.
Dedicado a mis amigos de
Badalona, que saben bien de lo que hablo.
Publicado originalmente el 19 de abril de 2012 en el periódico Siete Días de Jumilla.
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