En una de las últimas películas de Akira Kurosawa, Sueños
(1990), compuesta por ocho cortos, un niño es reprendido por unos espíritus que
representan los melocotoneros arrancados por su familia. La historia se
desarrolla durante el Hina matsuri,
Día de las Muñecas, que coincide con la antigua celebración del Festival del
Melocotón o Momo no sekku. Los
espíritus se apiadan del niño cuando este les dice que él no quería que su
familia destruyese el jardín de los melocotoneros, y su interés por ellos no
era tanto por consumir los frutos, sino por disfrutar del espectáculo de su
crecimiento y floración.
El
pasado 4 de abril se estrenaba en la Filmoteca Regional de Murcia el documental
¿Dónde está mi acequia?, subtitulado Anatomía forense de una ciudad. En unos
inteligentes planos contrapuestos, el director Joaquín Lisón enfrenta coloristas
escenas de las celebraciones del Bando de Huerta, Entierro de la Sardina y
Romería de la Fuensanta —donde observamos ricos trajes regionales— frente a panorámicas
ocres que muestran la degradación absoluta de la antigua y verdadera huerta.
Inmediatamente recordé el sueño del niño Kurosawa y entendí el sentido último
tanto del film fantástico del japonés como del documental evocador del
murciano. También entendí que la propia proyección en plenas Fiestas de
Primavera murcianas era en sí misma una sibilina performance, pues tras los
sonidos en la sala del documental de denuncia sonaban en la calle los pitos y
charangas despreocupados de esa otra huerta falsa del festejo y el oropel.
Joaquín
Lisón, junto a la productora Conchi Meseguer, llevan años reflexionando sobre
el triste devenir del río Segura en sus diversos tramos, desde Pontones, en el
nacimiento, hasta su final agónico, que el director sitúa en la propia ciudad
de Murcia y no en Guardamar, donde la desembocadura ya no es tal. ¿Dónde está mi acequia? ejecuta un
dictamen, no por implacable menos cierto, de esta degradación. Las imágenes de
los depauperados tramos no entubados que quedan de las antiguas acequias,
molinos o aceñas, se suceden entre un fondo de carreteras mal trazadas, sonidos
de claxon y urbanismo desarbolado. La gama de colores terrosos, mortecinos,
domina el encuadre, que se ve interrumpido, como fogonazos de un tiempo
perdido, por testimonios de ancianos huertanos, de sus propios nietos, y de
fotografías en Blanco y Negro de una huerta tan idílica como terrible, algunas de
ellas, parte del archivo de la recientemente desaparecida María Manzanera.
Siguiendo
este esquema de montaje, el documental oscila en todo momento dentro de una
dialéctica entre la nostalgia del paraíso perdido de la niñez, la injusticia
que supone la reducción del huertano a un estereotipo de personaje inculto y
residual y, correlativamente, la degradación medioambiental del entorno. La
fortaleza plástica del metraje se ve reforzada por la música de Crudo Pimento,
que en una de las secuencias más dramáticas emite un grito desgarrador, una
glosa del egoísmo contemporáneo mientras vemos una imagen partida de una de las
cíclicas inundaciones del río, con un rebaño de cabras huyendo que son también
una metáfora de los habitantes de la ciudad superados por las circunstancias.
Especialmente emotivas son las
entrevistas a unos pocos ancianos (Patricio, Juan) que todavía recuerdan la
huerta murciana en sus mejores días. En estas entrevistas se hace una evocación
de esa Arcadia que pudo ser la ribera del Segura hace décadas, donde las gentes
se bañaban en las propias acequias y vivían de lo que daba un suelo extremadamente
fértil. Estos ancianos que recuerdan una infancia breve llena de trabajo, pero feliz,
son, a la postre, el mismo niño Kurosawa que ve como su familia ha arrancado
los frutales. Como en la película del japonés, esa familia, en cierto modo
fratricida (porque en Sueños hay una intuición de muerte de las hermanas del
protagonista), es elíptica, jamás la vemos. Joaquin Lisón tampoco muestra a esa
familia de perpetradores del delito (tecnócratas, especuladores, constructores
sin alma y sin criterio), la mayoría parientes de huertanos o huertanos de
origen. No los muestra, no hablan, no exponen su visión, pero las consecuencias
de sus acciones insensatas se observan con toda su crudeza. Aparecen, eso sí,
los herederos involuntarios de ese despojamiento, los regantes de las pocas
parcelas vivas, que aún hoy notan la presión urbanística, pero también
arqueólogos, que desvelan un pasado de esplendor, y activistas que pelean con
dolor contra la desaparición del entorno.
¿Dónde está mi acequia? no es un
documental al uso, su voluntad de denuncia y ese canto fúnebre que parece
recorrerlo, se materializan en metáforas de una viveza poco común en el género.
Al inicio ya vemos el cauce seco de una acequia por el que empieza a discurrir
de repente una lengua de agua que arrastra todo tipo de residuos acumulados en
el tiempo. Vemos los paredones apenas en pie de los antiguos molinos y norias.
Vemos una procesión cruzar por encima de un Segura mancillado, la imagen de un
Cristo Azotado representa al propio río; los pasos dudosos de los estantes
vestidos con zaragüelles convierten la celebración en un desfile lleno de
culpas en honor a la huerta. Vemos los fuegos artificiales del Entierro de la Sardina
(una celebración relativamente reciente, muy urbana), fuegos que simbolizan el
boom urbanístico indiscriminado que vive la ciudad a partir de mediados del
siglo XX. Pero Lisón no se queda ahí: en la parte final del metraje y mediante
el efecto de la cámara en movimiento inverso, los fuegos artificiales que antes
se abrían como flores en el cielo nocturno, ahora se cierran, y caen a tierra
como si de rayos se tratara, en una alegoría del efecto destructivo que provoca
el crecimiento descontrolado de la ciudad sobre sí misma.
Lisón y Meseguer trabajan por decantación, como si de una serie de avenidas de agua consecutivas
se tratara. No hay una narración clásica, con un planteamiento y un desenlace,
sino más bien cíclica, con estratos sucesivos que se colocan unos sobre otros
creando un discurso encadenado de referencias de todo tipo que se repiten con
variaciones. Se crea, por tanto, una analogía entre forma y fondo, montaje y
significado, que enriquece el relato. Una de esas referencias, quizá la más
general —y quizá también el testimonio más gráfico que describe la relación de
Murcia con su huerta—, es la del naturalista Joaquín Araujo cuando compara a la
ciudad con una garrapata que chupa la sangre de su entorno medioambiental. Todo
el metraje se halla atravesado por referencias de la época árabe salidas de la
pluma de Ibn Mardanís, rey de la antigua Mursiyya, entre otros; los cambios
temporales, adelante, atrás, y muy atrás, son constantes.
Muy al final vemos unos murcianos
vestidos con lujoso traje típico bailando frente a la patrona. Uno no pude
dejar de pensar en el baile del corto de Kurosawa, el baile que los espíritus
de los melocotoneros talados dedican al pequeño, un baile gagaku que en realidad es una despedida y que tiene, a pesar de su
colorido y elegancia, algo de marcha fúnebre. Lisón consigue, por su parte, que
estas alegres parrandas murcianas tengan también un sentido triste y
melancólico, completamente distinto a su intención original, de esta manera
decodifica de un plumazo todo ese repertorio exclusivamente turístico creado hoy
alrededor de un entorno medioambiental que languidece sin remedio.
¿Dónde está mi acequia? es, por tanto,
una obra magistral, valiente, profunda y muy necesaria.
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