Hace años leí un relato. Tres hombres partían de León con el
interés de fundar un espacio de libertad y enseñanza en una alejada comarca
minera llamada Laciana. Tras el
largo trayecto, dormirían en la casa de un cuarto hombre, Francisco Sierra, que estaba dispuesto a poner sobre la mesa el
dinero necesario. El relato llevaba por título Lecciones de las cosas, y su autor era Luis Mateo Díez. Dos de los hombres venían directamente de Madrid y
eran los creadores de una empresa hoy mítica: la Institución Libre de Enseñanza. Eran, claro está, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío. El tercer
hombre era un personaje singular, un leonés, político liberal (hoy diríamos
progresista), escritor y filántropo, llamado Gumersindo de Azcárate. Juntos habían sorteado los difíciles
caminos serranos hasta llegar a Villablino, la capital de la comarca. El relato
cuenta, de manera amable y tranquila, casi con demora, las conversaciones de
estos hombres buenos en su tarea de
apuntalar los estatutos de lo que serían las escuelas de Villablino, donde niños sin recursos pudieron labrarse
durante años una instrucción y un futuro.
Luis Mateo Díez me ganó con Celama, después descubrí el resto de su
vasto reino, como Benet me ganó con Región
—ya sabemos que Celama está a unos
cuantos kilómetros de Macerta—.
Lecciones de las cosas no pertenecía a Celama,
sino a un reino mucho más etéreo y vulnerable que floreció durante las dos
primeras décadas del siglo XX. El reino de la Residencia de Estudiantes, de los intelectuales comprometidos, de Lorca, J.R.J., Ortega, Ramón y Cajal y,
por supuesto, aunque le pilló muy mayor, el reino de Azcárate. La dictadura lo borró de cuajo y durante décadas
permaneció en la penumbra, al igual que la Fundación
Sierra-Pambley, una de sus provincias más florecientes. Hoy se recuerdan y
se honran aquellas empresas del intelecto, y han sido recuperadas por las instituciones
del Estado, pero ciertos nombres parecen no escapar del olvido. Uno de ellos es
el de Gumersindo de Azcárate, —quizá
el leonés más importante de la historia, obviando a los monarcas medievales—.
Solo con citar una ley que salió de sus manos sabremos de su importancia: la Ley de represión de la Usura, la Ley
Azcárate, de 1908.
Gumersindo de Azcárate es hoy un hombre
completamente olvidado, como tantos, incluso más olvidado que Giner de los Ríos o Cossío. Tampoco su obra parece ser
tenida en cuenta. Y quizá es su propia patria uno de los lugares donde menos se
le recuerda.
Visité Villablino en 2023, no buscaba a Don Gumersindo, sino su fundación.
Nadie, en bares, mercerías o tiendas de electrodomésticos supo decirme
exactamente donde se encontraba, a pesar de que Villablino es un pueblo pequeño y diáfano.
—Allá arriba, en las afueras del pueblo— acertaron a decirme.
Pregunté por Luis Mateo
Díez. En una librería, un hombre grande y algo atildado me dijo que no
podía con sus libros, que lo respetaba, pero que era demasiado para él.
—Él reconoce que sus libros no son de fácil lectura— concluyó
como excusa.
En el pueblo no lo recordaban. Luís Mateo Díez nació y paso sus primeros años en Villablino, entre remontes de carbón y
bosques de roble y haya. El escritor, reciente premio Cervantes, establece dos pilares en su obra: la infancia y El Quijote. Nadie recuerda al escritor
en su ciudad natal, a pesar de que Celama
linda con Laciana. Estos
intelectuales leoneses parecen personajes sacados de sus propios relatos, personajes
míticos, de fantasía y, sin embargo, muy reales. Personajes salidos de algún
filandón en una noche de invierno. En Villablino,
en la misma calle en cuesta donde sigue abierta una vieja librería que no tiene
un solo libro de Díez, algunas
manzanas más arriba, hay un Pub Filandón,
está cerrado y se vende.
La
realidad está hecha de la materia de la ficción, y no al revés. Es bien sabido,
pero es una verdad que no suele contarse por sospechosa. A pesar de todo, hace
poco obtuve pruebas fidedignas de la certeza de este hecho. Fue ayer,
preparando una charla sobre el viaje musical de Joaquín Sorolla, para acompañar el programa de la soprano Mariví Blasco y del pianista Ignacio Torner. Escuchaba una
conferencia de José García-Velasco,
actual presidente de la Institución
Libre de Enseñanza, cuando me tropecé, como si me derribara un rayo, con un
retrato de Gumersindo de Azcárate,
obra encargada por la Hispanic Society
al pintor valenciano. El retrato está fechado en 1917, y es posible que Sorolla lo terminara ya muerto el
anciano político; la humanidad, la bondad del rostro, resultan más emocionantes
cuando se conoce la biografía del retratado. No fue eso lo que me dejó helado.
Gumersindo de Azcárate, que contaba 87
años cuando fue retratado, me resultaba tremendamente familiar, era un rostro
que había visto repetidas veces en fotografías unos días antes. No me quedaba
duda. El óleo de Sorolla reproducía
el rostro de Luis Mateo Díez en la
actualidad, más avejentado quizá, y vestido a la manera de principios del siglo
XX, pero era él, la misma nariz
curvada y recta a un tiempo, el mismo cabello canoso, el corte de la barba, el
rostro alargado y sereno, pero a la vez afable, las lentes leves, que habían
modernizado su diseño. Azcárate tenía
el rostro mismo de Díez más de un
siglo antes de recibir éste el Cervantes.
De alguna forma, Sorolla había unido
sus vidas, sus trayectorias intelectuales sólidas e impecables, en ese óleo que
descansa en Nueva York. Había unido
también sus respectivos olvidos, y la misma pacífica indiferencia con que ambos
autores se enfrentan al daño que puede hacerles ese viejo mal español. Azcárate y Sorolla veían desde su
pasado militante y activo un futuro que desconocían, un futuro sobre el que
nunca perdieron la esperanza, quizá porque no les dio tiempo, pues lo peor de
nuestra estirpe se derrumbó sobre el país años después de que murieran. Y en
medio, como un jalón en el camino, un férreo nexo temporal, estaba el relato, Lecciones de las cosas, la crónica
novelada escrita por Díez, con
respeto, casi con veneración, buscando en parte sacudir tanto olvido, de la
fundación de Gumersindo de Azcárate.
Veo a Luis Mateo Díez recibir el premio Cervantes con esa tranquilidad idílica de la que carezco y pienso que, a sus 81 años, tiene una confianza en la vida, en la forma de afrontar las miserias y derrotas humanas, mucho más firme que la mayoría de los que somos algo más jóvenes que él, o mucho más jóvenes, que es todavía peor.
Los olvidados que la vida une en un retrato de un insigne pintor. Cuantos y cuantas olvidadas!!!!
ResponderEliminarTienes razón, Aurora, estos son solo algunos de los miles de olvidados, injustamente olvidados, por nuestro país.
EliminarEs curioso como la historia, o los que la hacen, pueden logran el olvido de quienes contribuyeron con sus valiosas inquietudes. Aquí bien vendría el rezo de que nadie es profeta en su tierra.
ResponderEliminarMuy buena entrada, compañero. Se agradece tu análisis y reflexión.
Un abrazo grande.
Muchas gracias, compañera, otro de vuelta.
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