Al contrario que muchos de los aficionados a fatigar los
montes, que apenas salen al campo buscan las cumbres como objetivo de su
caminar o simplemente discurren por senderos planos y accesibles, yo busco las
cicatrices más hondas de la tierra. Me sumerjo en los pliegues de su piel,
busco las oscuridades de las cárcavas, a la espera de encontrar el sentido de
su origen, remonto ramblas hasta las cuencas de recepción, o las bajo para que
las sombras de algún barranco oscurezcan un cielo lejano. Hay en ese caminar
una pulsión que no puedo racionalizar, salvo un trasunto psicológico de la
vuelta al vientre materno. Creo que las ramblas son los caminos más antiguos,
los más remotos y verdaderos, porque pertenecen a la propia tierra y no han
sido adheridos como flecos de un traje confeccionado para otro.
En una de esas internadas
mentales y físicas entré hace días, muy de mañana en la rambla del Collado de
Antolín, umbrosa, secreta, reservada y muy callada. El viento de hacía unas
horas había cesado por completo. Todo estaba inmóvil; atochas, matorral noble,
las copas de los pinos, y abajo en lo más simple y humilde, incluso los ínfimos
restos de las secas herbáceas del mes de febrero.
Bajaba
yo tranquilo por las grandes losas lavadas del cauce, todavía rodeadas de
aureolas dejadas por las pasadas nieves cuando una mancha ocre llamó mi
atención. Al instante comprendí de qué se trataba, en el tiempo de un relámpago
pensé que se movería, pero un zorro, ni aun enfermo, jamás esperaría a la
cercanía de un ser humano sin huir. Se encontraba recostado de lado, alargado
sin rigidez sobre la suavidad de la losa. Su cuerpo reproducía la leve
ondulación gris de la caliza, sinuoso, como simulando un breve sueño, las patas
delanteras apoyadas una sobre otra como en el descanso, las traseras levemente
estiradas. El hocico se estiraba en un apenas distinguible esfuerzo de agonía,
los colmillos asomando con un simulacro de amenaza, fantasmagoría provocada por
la huida correosa de los labios hacia atrás provocada por la muerte.
El sol
no había levantado y en el aire se extendía una claridad azulada, traslúcida,
que envolvía los troncos grises de los pinos cortados o caídos sobre el cauce.
El color de la pinocha mostraba por momentos, engañosamente, esa tonalidad
venenosa de la ova en el fondo de las charcas, y un matiz umbroso de bosque
boreal. Eso me hizo recordar los viejos cuadros de imágenes dobles en los que
se veían las figuras de zorros formados por acumulaciones de hojas que
acechaban a las incautas liebres.
Centré mis ojos en la losa.
He visto otros despojos y
cadáveres de animales, caídos en una grieta, enroscados sobre sí mismos,
evidenciando salvajes agonías, o simplemente despedazados por una fiera mayor.
Este túmulo era diferente. La postura era natural, de un ser que acepta una
muerte cercana y se deja llevar. Aunque en el anca derecha se veía una negra
herida abierta que se extendía como un maleficio, la tersura del pelo se
conservaba intacta, ni una sola hoja o brizna había caído encima. Por mucho que
yo girara a su derecha o a su izquierda, no perdía aquella postura el aire de
paz que la envolvía. Evité acercarme para no romper un extraño cerco sagrado
que parecía elevarse a su alrededor.
Fue entonces cuando me asaltó la
idea. Aquello era una tumba.
Los animales salvajes no reposan en tumbas, mueren sobre la
tierra y sus cuerpos se difuminan con el tiempo. Los animales salvajes no
fallecen, no son difuntos, tampoco los domésticos. A nadie se le ocurriría
decir que su gato ha fallecido, o llorar a un perro difunto. Parece una falta
de respeto al ser humano, como si solo éste mereciera tal apelativo. La raíz de
la palabra difunto, del latín defunctus, cumplir o pagar una deuda, no
alude en origen a un muerto, sino a alguien que cesa en sus funciones, a un
jubilado. En cuanto a los términos fallecer/fallecido,
vienen de una raíz más esquiva, fallere,
en latín engañar, fingir, con el
tiempo faltar. Pensamos hoy en el
fallecido como alguien que muere de forma apacible, paulatina, no por un
accidente, alguien a quien podemos despedir.
A los animales domésticos se les fabrican tumbas, sí, unas
tumbas apócrifas que ellos no entienden. Los dueños lo hacen como desviación de
sus propias costumbres. A los animales salvajes no. En la refinada recopilación
de Cees
Nooteboom titulada Tumbas de poetas y pensadores,
el autor nos advierte que estos lugares son extraños en su contradicción,
puesto que nos ofrecen una presencia imposible, la presencia de un ausente. Las
tumbas son recuerdos, pero son los recuerdos para los humanos o, de una manera
muy digresiva, recuerdos de animales humanizados.
Sin embargo, lo que tenía ante mí era una tumba.
El
zorro, el joven zorro, quizá vencido por una de las peleas del celo, o por un
inoportuno y despistado cartucho de los últimos días antes de la veda, o por el
hambre y el cansancio, había llegado hasta allí para dejarse, para prestar su
cuerpo a la tierra. El lugar de su muerte era el lugar donde desaparecería
definitivamente.
Una tumba. No hablo solo de la
calidad marmórea de la losa, de la presencia del cuerpo sobre ella, como
esculpido por algún artista decimonónico, de los calderones, riscos y viejos
troncos que rodeaban la gran piedra, de las copas de los árboles más lejanos que
facilitaban la penumbra, no hablo solo del silencio impresionante que se
imponía al cesar los pasos y el viento, no hablo solo del espacio. Hablo de un
espacio de tiempo. Las ramas en pocas horas tamizarían la futura violencia de
la luz de mediodía, el sol se apagaría y la noche taparía el túmulo, brillarían
las estrellas, amanecería, ninguna bestia había osado acercarse a aquella losa,
ni quebrantado el silencio de días, una cúpula sagrada hecha de algún material
que los hombres ya no conocemos rodeaba el cuerpo. El zorro era un difunto,
había fallecido en la paz de los que no conocen la muerte, sino solo el
instinto de vivir. Por un momento envidié su final, lo quise para mí en el día
en el que hubiera de venir, solo en la oscuridad y el silencio de un bosque,
por un momento. Bajé la cabeza un instante, presenté mis respetos al zorro y me
alejé procurando pasar lo más desapercibido posible, sabiendo en el fondo que
decenas de pares de ojos me contemplaban callados y quietos como en uno de esos
cuadros de doble imagen.
Con mi agradecimiento a Juan
José Bas, agente medioambiental.