Pasadas las dos menos veinticinco toca un timbre ensordecedor y como un resorte, todos los alumnos se levantan de la mesa para encaminarse a otra aula. El profesor tiene un tiempo inexistente para transitar hasta la siguiente franja horaria. Tarda dos minutos en desplazarse de un pabellón al otro del instituto. Los alumnos no esperan, se empujan, corren por los pasillos, gritan. Es un grupo hablador, se dice. Con este eufemismo se califica a un conjunto de veintitantos preadolescentes que no son capaces de permanecer quietos y silenciosos, o atender más de diez minutos seguidos una explicación. Pueden ser disruptivos, pueden tener déficit de atención, puede que no entiendan el extraño ritual que se desarrolla antes sus ojos, o simplemente estar aburridos tras cinco horas de clase ante unos contenidos que son incapaces de asimilar.
El profesor ingresa en el pozo sin fondo que es un computador educativo. Previamente comprueba desalentado que en este pabellón del instituto no funciona la wi-fi. Debe compartir los datos de su móvil y generar una wi-fi alternativa. El ordenador desconoce la contraseña de esa nueva wi-fi, por lo que tiene que ingresarla diligentemente. El profesor respira aliviado al pensar que su compañía le ofrece datos ilimitados, pues lleva gastados este mes cerca de 500 megas en la wi-fi móvil que usa en el instituto.
Superado este trámite, debe ingresar la contraseña para abrir la sesión correspondiente. Ocasionalmente se puede encontrar con que el profesor anterior no haya cerrado su propia sesión y debe proceder a cerrarla para abrir la propia. En segundo lugar, tiene que ir descartando toda una larga retahíla de sugerencias, impedimentos y protocolos vacíos antes de poder usar el navegador. Los computadores educativos suelen estar congelados, son como almas reencarnadas, no recuerdan nada de la sesión anterior, sobre todo si el profesor que ha ocupado el aula en franjas anteriores apaga el equipo. Eso significa que posiblemente esta larga lista de decisiones inútiles se repetirá en todas y cada una de las sesiones que se abran durante la mañana: cuatro, cinco, o más.
Finalmente, el navegador accede generosamente a ser utilizado tras una nutrida lista de clics en la opción “no permitir”. Tengamos en cuenta que el navegador es pertinaz y siempre querrá suplantar al posible competidor y establecerse como prioritario. Una vez dentro, el profesor accede a la aplicación correspondiente que le permite pasar lista. Hoy no está disponible de inmediato, son vísperas de evaluaciones y el servidor está saturado. Tras varios intentos y un buen desgaste de paciencia, el servidor se desbloquea. El profesor debe ingresar de nuevo su contraseña, una contraseña que ha de cambiar y memorizar cada treinta días. Una vez tecleada la larga sucesión de letras y números, el servidor pide una clave. Esa clave solo se encuentra en el móvil del profesor; este debe entrar en su dispositivo, abrir la aplicación de autentificación de Google y teclear el código que se le pide. Esta vez, el profesor ha sido lento, y el código ha expirado, por lo que tiene que volver a teclear el nuevo código que la aplicación ha generado.
Han pasado más de diez minutos.
El profesor al fin puede pasar lista. Hay alumnos expulsados, alumnos en intercambio, alumnos finalmente que sí están en lista. Algunos de ellos no han asistido a clase. Hoy faltan un total de trece alumnos por diversas causas, justificadas o no. Justo la mitad del grupo. El profesor duda si adelantar materia o repasar. Finalmente, acuciado por la falta de tiempo acumulada en semanas anteriores, se decide temerariamente por la primera opción.
Para ilustrar la clase de hoy, este profesor ha de acceder al Aula Virtual, para ello deberá ingresar por tercera vez la misma contraseña, pues Aula Virtual es un ente autónomo, una república independiente dentro de la plataforma general que organiza los centros educativos de su Comunidad Autónoma.
Aula Virtual tarde en cargarse.
Han pasado más de quince minutos.
Descargados los materiales, el docente propone las tareas del día, explica un par de conceptos básicos y espera a que surja alguna pregunta de entre el racimo de los pocos alumnos todavía despiertos. Nadie tiene dudas. Los ejercicios no podrán ser terminados hoy, quedan diez minutos de clase, así que el profesor recomienda que sean terminados en casa para corregirlos al día siguiente. Al profesor le queda la tranquilidad de que, al ser última hora, si olvida cerrar alguna sesión, nadie le va a robar los datos de su cuenta en la Plataforma Educativa. Aun así, cierra con diligencia, una a una, todas las aplicaciones, en lugar de apagar directamente el equipo.
Quedan unos pocos minutos para que toque el timbre de salida.
El profesor insta a los alumnos a que suban las sillas sobre los pupitres, de forma que el trabajo de limpieza por la tarde sea menos pesado. Comienza un ruidoso descalabro de tubos de acero pintados de verde y asientos de contrachapado. Acaba el ritual, toca el timbre y todos los alumnos huyen en tropel como si algún monstruo hubiera aparecido de pronto en el aula. El profesor, exhausto, queda abstraído en medio del espacio vacío del centro. Es joven, cumple escrupulosamente todos los protocolos y piensa en la inmensa suerte que ha tenido al conseguir una cierta estabilidad laboral dentro de su condición de interinidad. Utilizará la tarde entera en llevar perfectamente preparados, empacados y deglutidos los contenidos del día siguiente.
Mismo centro, ocho y media de la mañana del día siguiente.
La madre de uno de los alumnos que no asistieron el día anterior a la última clase pregunta por el profesor. En conserjería le informan de que el profesor a quien busca no tiene docencia directa a esa hora. La madre, ya molesta, se enfurece y blasfema, pasa directamente a los despachos de secretaría donde, sin mediar palabra, registra una queja firmada por varios padres más. La ley es clara, y con un cincuenta por ciento del alumnado ausente, el profesor tiene que limitarse a repasar contenidos ya impartidos.
Quince días después, el ignorante profesor recibe la visita
inesperada del inspector.
La dura realidad. No es fácil capear temporales entre las tic y las nuevas generaciones valentonadas por sus progenitores. Más pronto que tarde llega el síndrome de Burnout por muy joven que uno sea. La administración nos deja solos ante este circo romano.
ResponderEliminarUn abrazo, compi.