Tras un paréntesis de reflexión que ha durado varios meses,
volvemos hoy a las páginas de La Amalgama con la intención volver a meter la
cabeza en los rincones dormidos de la estructura de la realidad. Colabora en
este nuevo viaje, como en ocasiones anteriores, El Eco de Jumilla, http://www.elecodejumilla.es/periódico
digital que alberga este blog como columnista, y al que agradecemos ese hueco
que nos ha hecho. Desde mayo pasado, el entorno social, cultural, político y
económico ha seguido inexorable el estrecho cauce que parece marcado de
antemano desde hace años, un margen cada vez más angosto e intrincado. En estos
meses no son pocas las cosas que hemos perdido, que han dejado de funcionar o
se han extraviado tras los telones engañosos de los mass-media. Pero también
hemos perdido personas.
Una de ellas, tan cerca como ayer,
ha sido la jumillana Dorita, una mujer singular cuyo nombre completo era
Salvadora García Gil. Dorita fue durante muchos años el primer rostro,
enmarcado en un minúsculo arco e iluminado por una débil bombilla, que los
aficionados al cine en Jumilla veían antes del programa doble los fines de
semana por la tarde. Dorita era la taquillera, y nadie más pudo adornarse con
ese apelativo con tanta dignidad. Pero esta señora fue desde luego mucho más.
Viuda temprana de José María Bonacasa, que quizás haya sido el mejor fotógrafo
de la Jumilla del siglo XX, era una mujer ilustrada que siempre que pudo alentó
las artes y las letras, en tiempos en los que, como hoy, los gastos culturales no
eran bien entendidos. Durante su breve paso por la Concejalía de Cultura del
Ayuntamiento de Jumilla dejó buena prueba de su amplitud de miras y de su
capacidad para considerar la inversión en nuevos creadores como un necesario
acto de futuro. Becó a jóvenes artistas con dinero de las arcas del
Ayuntamiento, como José María Martínez Monreal, hoy alejado de Jumilla y aquí
poco recordado, a pesar de que sus lienzos cuelguen de algunos de los muros más
elegantes de la localidad. Tengo en la memoria las pequeñas acuarelas del
artista cuando la visitaba en su casa, y recuerdo el sosiego antiguo con que
recibía aquella señora. Recuerdo también su ayuda, cuando yo era casi un
chiquillo, y como sus palabras de aliento me convencieron todavía más de cual
debía ser mi camino.
El olvido es largo, dicen, pero
es nuestro deber que aquellos que no lo merecen –y nadie lo merece- no sean
pruebas de ese refrán cruel. Muchos años después de trabar una naciente amistad
con esta señora, que a mí siempre me despertó un aliento de sobria nobleza, el
mismo que despertaron tantas mujeres de izquierdas en esos años lejanos en los
que todavía se podía nacer sabio, tuve la tentación de visitarla y hacerle
saber la importancia que tuvieron para mí sus palabras. Jamás lo hice. Hoy lo
lamento, como lamento día a día ver la pérdida de sentido, la pérdida de
imagen, que sufrimos constantemente. Aún así, cada vez que recuerdo aquellas
viejas películas de los setenta con sabor a merienda de palomitas y pipas, me
viene a la mente su rostro, el rostro de la guardiana del templo de las
ilusiones que escondía otro menos conocido de amante de la cultura y de los
artistas. Sea ella la madrina de esta nueva etapa de La Amalgama.
Que el olvido no sea largo para
Dorita, que encuentre paz y que nos hagamos merecedores de su memoria.
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