Nos encontramos en el tiempo de las moscas erráticas, esa
región del año previa al Día de Difuntos en la que los dípteros se tornan más
pegajosos. No parecen terminar de morir, aunque tampoco parecen tener
exactamente una vida. Hace unos días comentaba un amigo horrorizado cómo había
encerrado al anochecer a unas cuantas molestas moscas en una pequeña habitación
tras rociar con insecticida. A la mañana siguiente comprobaba con estupor que
los insectos no sólo no habían muerto sino que además continuaban con su vuelo
estúpido. Mi amigo no sabía que se enfrentaba a moscas zombies, moscas no-muertas
que desenredan el monótono ovillo de su corta vida sin rumbo fijo. Las moscas
son por definición zumbantes; el zumbido es una actividad que les corresponde y
que las empareja, incluso cuando están perfectamente vivas, con los verdaderos
zombies. Pero llegado octubre, todavía no masacradas por los primeros fríos,
aunque agotada ya su vida natural, porfían en sus instintos ya agotados, se nos
acercan y posan sus cuerpos cansados simplemente por encontrar el consuelo del
calor de nuestros cuerpos, ya ni siquiera intentan alimentarse. Son cascarones
vacíos que todavía planean, carcasas huecas sin objetivo, sin fines. Se dejan
capturar, en su lentitud, porque realmente, aunque sigan volando, han perdido
el instinto de supervivencia,
Han perdido el sentido.
Como las moscas zombies, nuestra sociedad, organizada en
torno a la estructura del Estado, esa cáscara esclerótica, sigue su camino
reproduciendo rumbos aprendidos, pero sin un plan de vuelo específico. La
pérdida de sentido ha convertido al Estado, y a todo aquello que intenta
proteger y organizar, en una enorme nave zumbante que se acerca al individuo
por costumbre, sin voluntad real. Es lo que los postmodernos definieron como
“la pérdida de los relatos” o lo que los apóstoles irresponsables del neoliberalismo
recuerdan cuando dicen que “se acabaron las ideologías”. Pero la pérdida de
sentido, ese vaciamiento interior de nuestra sociedad, no es la consecuencia de
la corrupción de las estructuras del estado, pues estas pueden seguir
funcionando en lenta agonía durante mucho tiempo, deterioradas, sin rumbo, como
un buque en derrota, pero todavía conservando la forma exterior. Caso similar
al que refería Oswald Spengler cuando
hablaba de la “pseumorfosis”, una vieja forma histórica que mediatiza lo que está
por surgir, que desprovisto todavía de estructura propia, adopta la ya fijada.
Al final del Imperio Romano, por
ejemplo, muchos pueblos bárbaros adoptan la cultura latina y el derecho de
Roma, pero sin pretores que lo sepan legislar. Una nueva cultura, joven e
inexperta, oculta por la anterior.
Caso similar, pero no el nuestro.
No hay cultura nueva alguna que sustituya a la anterior, ya
rígida, ya sin fuerzas, no hay nuevos modos, nuevas formas, nuevos pueblos que
aporten otros contenidos. Simplemente nos enfrentamos a la pérdida generalizada
de sentido. Es como si un idioma hubiera ido perdiendo el significado de todas
sus palabras, y los significantes, los vocablos, quedaran suspendidos en el
aire como cristales transparentes. Lenguaje zombie, sonidos zumbantes, un rumor
continuo de vuelos sin sentido. Sólo una palabra parece todavía conservar el
contenido: mercancía.
La pérdida del sentido puede ser narrada también como
pérdida de la imagen, de la imagen del mundo, de la noción que nuestros
antepasados nos han dejado sobre el mismo. Así lo narra Peter Handke en “La
pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos”, donde una comunidad humana se
enfrenta a la desaparición de la noción del mundo que habían transmitido las
generaciones anteriores. “¿Por qué motivo estos náufragos ya no tienen lengua? ¿Por
qué han echado por la borda la ley y las reglas de la belleza? ¿Cómo están ahí
bamboleándose en el mar Muerto de la inabordabilidad?”, se pregunta un
personaje de la novela. “Escuche bien,
pues: en el origen de la espantosa fealdad de esta turba de robinsones está la
pérdida de la imagen” Así pues, náufragos o robinsones, zombies varados en una
isla desierta que Handke sitúa en Hondareda, en plena Sierra de Gredos. No muy lejos, en la desierta Tierra de Campos
palentina, entre ruinas devaluadas de las nobles construcciones de adobe, vemos
un ejemplo físico, perfectamente visitable, del daño que puede hacer en un
entorno de población tanto la pérdida de la imagen como la de sentido. Un bello
artículo de Tamara Crespo, en http://www.fronterad.com/?q=rustico-flamigero-en-tierra-campos
nos alerta de las consecuencias de la desaparición de la cultura de los pueblos
tal y como la hemos conocido, acelerada por la rapiña del dinero fácil, sin una
sustitución por nuevos referentes estructurados.
Así pues, aquí seguimos, en este estado de no-muertos, donde
antiguas palabras -democracia, educación universal, emancipación de los seres
humanos, y tantas otras- construyen este caparazón quitinoso, renegrido y seco
del enorme moscardón zombie en el que nos hemos convertido, incapaces tan sólo
de emitir ese zumbido monótono que nos han inoculado y que emitimos en vuelo
errático hacia la destrucción: mercancía, mercancía mercancía.
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