En la película Gritos y susurros, de Ingmar Bergman, una niña se esconde
detrás de los visillos y contempla un tanto cohibida a su madre sentada a la mesa
en el salón rojo. La madre la llama y la niña, obediente, acude. En ese lugar
nos encontramos los lectores cuando leemos ciertas obras mal llamadas
autobiográficas, porque superan con creces esa etiqueta. En cierto modo, todo
aquel que se asome a una obra narrativa se instala en ese precioso lugar tras
el visillo, es cierto, pero la diferencia es que en aquellos relatos donde se
cuentan hechos inusualmente íntimos, es el propio autor el que se coloca dentro
tras la cortina traslúcida. La escena de Bergman
es un recuerdo, un flashback
cinematográfico, pero su intensidad, su cercanía, nos desarman.
Gritos y susurros es una película de
interiores, de interiores asfixiantes, incluso, donde dos hermanas velan a
otra, moribunda, y la atmósfera creada por Sven
Nykvist en la fotografía nos hace palpar, casi oler la casa, como en cierta
forma ocurre con ese apartamento de Dorothy
Vallens en Terciopelo Azul. En ambas cintas, uno de los personajes
principales es la casa desde un punto de vista opresor. La casa, que para
muchos en estos días se ha convertido en cárcel, en obligado retiro o
confinamiento, no parece estar siendo bien tratada en el cine, con ese aluvión
de casa encantadas y oscuras, herederas del cuento gótico, que Tim Burton ha reinventado para las
generaciones más jóvenes y, sin embargo, siempre hay en esas mansiones un poso
de seducción, de atracción inevitable. El siglo XIX está repleto de esos relatos
de terror que tantos hemos leído en nuestra juventud. La literatura sobre las
casas amables, protectoras al tiempo que vitalistas, abiertas, ricas, ofrece una
lista de títulos un poco más corta; pensamos que no hay aventura en disfrutar
de la vida cotidiana y, sin embargo, más en estos días, se nos figura un género
esencial. Hablaremos hoy, en este día del libro, de unas pocas narraciones, pero
para mí elocuentes en esa franja estrecha donde confluyen las experiencias de los
propios recuerdos y de las casas de la memoria donde los habitamos.
Decía Gastón Bachelard, en un libro hoy
difícil de encontrar, pero capital en su producción filosófica, La
Poética del Espacio, que los poetas y los pintores son fenomenólogos
natos, y es cierto que es necesaria mucha capacidad de observación para
rescatar los escenarios de la infancia, no sólo en el orden de los
acontecimientos, sino también en el orden de los lugares que los vieron
desarrollarse. Un libro reciente, del excelente filólogo, escritor y traductor Victor Colden, ha dado en el equilibrio
exacto de esa revisión de los pabellones vacíos de la infancia donde caben
tantas y tantas vivencias sin peligro de que las estancias rebosen. Decía García Montero en Poesía, Cuartel de Invierno,
y también Luis Buñuel en algún lugar
de Mi
último Suspiro, que “el genio es la infancia encontrada voluntariamente”.
Se cumple de manera clara esta máxima en el libro de Colden, su Inventario del Paraíso, una visión tan
particular y a la vez tan universal que nos pellizca en los más remotos
recuerdos de los lugares de nuestro inestable olvido.
Todas las casas en gran medida son
la casa de la infancia, el espacio donde más tiempo hemos pasado en la vida del
pensamiento; como escribiera Ambrose
Bierce: “De la infancia a la juventud
transcurre una eternidad; de la juventud a la edad adulta, una estación del
año. La vejez llega en una noche y es increíble”. Es aquí donde Colden acierta y se nos revela como el
gran fenomenólogo que es, organizando, un poco aristotélicamente, las
sensaciones captadas en pequeños capítulos como cajones de armarios: Árboles, Palabras, Visitantes, Sabores,
olores, Placeres, Animales… Lugares. Él diría: como una biznaga de
palabras. Es curioso, porque en la obra inaugural de esa “fenomenología de la
imaginación” que es La Poética del Espacio, Bachelard,
haciendo un recorrido desde el sótano a la buhardilla de una casa-arquetipo, se
detiene en los armarios, en los cajones, como trasuntos en miniatura de la
propia casa, de los “ensueños”, como él los llama, de ser diminuto y esconderse
en los recovecos. Así, cita Bachelard:
“El armario –dice Milozs- está lleno del
tumulto mudo de los recuerdos.” Y nos recuerda este poema de André Bretón:
L’armoire est pleine de ligne
Il y a même des rayons de lune que se peux deplier.
Las preguntas a las que nos expone Bachelard ante su análisis
de la casa son múltiples y todas esenciales, insertadas en capítulos en
apariencia inocentes: casa y universo; los rincones; la concha; la miniatura;
la inmensidad íntima… En realidad, nos coloca ante nuestra propia existencia
corporal como continente de la consciencia, nos reduce al espacio más esencial
y después nos proyecta a nuestro exterior inmediato: nuestra habitación,
nuestra casa… La referencia a Bousquet,
aquel poeta que cuyo universo era una cama, es elocuente: “Nadie me ve cambiar.
Pero, ¿quién me ve? Yo soy mi escondite.”
Y Víctor Colden nos da una respuesta
en su libro, porque a través de una síntesis resuelve ese gran drama que
planteó Edmund Husserl: “La mayoría
de los hombres pasan por la vida como si estuvieran medio dormidos”. ¿Qué integra
esta síntesis? Recordamos ahora la mirada de la niña de Bergman. En el Inventario del Paraíso, la mirada desinhibida
del niño que ya es mayor –pero a la vez niño-, comienza por desgranar todos los
lugares importantes de la casa, los impregnados de la observación y la
experiencia primera, los que están enlazados con alguna vivencia: la hamaca del
abuelo, que los pequeños acechan escondidos, el tocador de la abuela Lola, la
entrada de arriba, la fábrica del garaje… La casa y sus habitantes quedan
unidos, indisolubles, desde el principio, en la memoria de Michi, el niño que fue. Lo que nos enseña Colden desde la primera página es sus rincones, una palabra que
para el niño conserva toda la plenitud de la aventura, del descubrimiento, porque
un rincón es el contrario de un no-lugar,
es un espacio cargado de significado. Nos cuenta Bachelard: “El rincón se convierte en un armario de recuerdos.
Habiendo franqueado los mil umbrales del desorden de las cosas polvorientas,
los objetos-recuerdos ponen el pasado en orden.”
La
narración de Colden no se inscribe
en la ficción ni la autobiografía, ni en ese extraño monstruo que dio en
llamarse autoficción, no es una novela al uso, es un género distinto que hunde sus
raíces en textos como los de Natalia Ginzburg,
que descubrí gracias a este Inventario del Paraíso. En la más
genuina de las obras de Ginzburg, Léxico
familiar, la autora pasea a través de los momentos íntimos de su
familia, de sus hermanos, sus padres, los vecinos. Las vivencias y recuerdos
desfilan por las estancias de la casa familiar con una naturalidad -a la vez íntima
en extremo y despegada- que nos hace sentirnos por momentos unos invasores.
Pero es la propia Natalia Ginzburg (Levi de nacimiento) la que ocupa el
papel de esa niña de Gritos y Susurros, porque asume con
radicalidad el papel de observadora de las numerosas discusiones de familia, las
travesuras de los hermanos, momentos cómicos y las manías de su padre, el celo
por el mezzorado, los poemas balbuceantes
y pegadizos, los jerséis, las manzanas, el frío de la casa… la narradora se
dedica a grabar esas escaramuzas como si de una grabadora doméstica se tratara
hasta que, sin aviso previo, (en la página 160 de la edición de Lumen), pronuncia, ya casada, dos
palabras como respuesta a una pregunta de su hermano: “Más rica”. Desde entonces,
el libro cambia, se vuelve más pesimista, son los años de la persecución
fascista, los años de los detenidos y desaparecidos, de los muertos. Nosotros,
lectores, que éramos como uno más de la familia, que comíamos los smarren sentados a su mesa, de repente
nos sentimos cohibidos porque nos están contando la tragedia que sufrió la
mejor generación intelectual italiana del siglo XX en el periodo de
entreguerras e inmediata postguerra, y lo hemos visto pasar entre pijamas,
sábanas colgadas y ropa interior limpia llevada a la cárcel. La frase final de Léxico
familiar nos trae al principio: “¡la de veces que he oído contar esa
historia!”
Los textos de Colden y Ginzburg comparten varias cosas, pero una de ellas es su amor por
las palabras o las frases hechas de la familia, por esas palabras que parecen
adquirir corporeidad, una textura maleable y a la vez firme que las hace resistir
años, de modo que, pronunciadas incluso décadas después, nos hacen regresar
también, como la magdalena de Proust,
al inicio de la historia. En Léxico familiar son incluso poemas
tontos que vuelven cada cierto número de páginas –y de años-.
Yo soy don Carlos Tadrid
y soy estudiante en Madrid.
En Inventario del paraíso, el
afán de recuperar esas palabras personales llega a convertirse en una verdadera
investigación: Ataití-itiatá, Aceitazo,
Gloria, Rollo, Cojo, Leshe… Palabras que en el “léxico familiar” interno
tienen significados y códigos superpuestos que no entenderíamos si no fuera porque
Colden, primoroso, deteniéndose en cada
detalle, nos los deshoja y pincha para nuestro disfrute como flores de la
biznaga. Están también los animales: la salamanquesa, el camaleón y, sobre
todo, la bisha, que pululan por las
estancias y el jardín de ese paraíso de la infancia que es la casa de Las Palmeras, la casa de veraneo de los
abuelos malagueños. O los olores, que Colden
ha guardado en una alacena secreta de su memoria (esos cajones de Bachelard…) en botes que podemos abrir
y aspirar. O los sabores: el pan con aceite y azúcar, los rosquitos… El inventario se hace insondable y cuando uno termina,
como en todos los buenos libros, queda apenado y desea volver al camino inicial,
a la primera página, porque nada hay como la primera lectura de un libro, la lectura del niño, aunque, por desgracia,
no podemos volver a esa niñez del lector sino evocándola, como hago yo ahora en
estos textos.
Todos conservamos la casa de la
infancia, aun cuando la vida nos haya hecho mirar hacia otros horizontes
demasiado pronto, aun cuando esa infancia terminara antes de tiempo o nos
hubiéramos vuelto hipermétropes por comodidad. Colden y Ginzburg nos
enseñan el valor de esos momentos ya casi olvidados; a través de ellos volvemos
a recordar nuestros porches, nuestras alacenas, armarios, camas deshechas,
palomares, desvanes, por muy pronto que los abandonáramos. En este sentido, se
me figuran textos casi terapéuticos.
Suelo incitar a mis alumnos a
hacer una especie de paseo de Rauschenberg
desde el instituto a su casa. Les insisto en que se fijen en esos pequeños
detalles en los que no reparan durante el trayecto, aunque lo hagan todos los
días. Los resultados suelen ser asombrosos. Estos tres libros que he seguido
son nuestro propio paseo, nos enseñan a detenernos y a reflexionar sobre las
miserias y tristezas de los descuidos de nuestra percepción, pero también los
triunfos, porque a través de su universalidad se nos abren de nuevo los sésamos olvidados de nuestras primeras
percepciones. Entonces se dibuja en nuestra mente una casa, puede que la de Colden, o la de Ginzburg, pero con un poco de suerte la nuestra, olvidada bajo mil
enseres. “Pedir al niño que dibuje una casa es pedirle que dibuje el sueño más
profundo donde quiere albergar su felicidad (…)”, dice Mme. Balif a través de Bachelard.
Llevamos semanas de confinamiento
y empezamos a odiar incluso la existencia de nuestros domicilios, que nos
oprimen como camisas de fuerza. Intentaremos olvidar estos días en cuanto
podamos, pero quizá sea un error, quizá un ejercicio que nos salve sea colocar
nuestro entorno en paréntesis y realizar una suerte de epojé al estilo fenomenológico; blindar esos trazos de experiencia
en nuestro interior, quizá nos sean de mucha ayuda en un futuro que
desconocemos. Recuerdo ahora un artículo que escribí hace más de veinte años en
torno a los cuentos populares, decía yo entonces que “el escepticismo es un
duro pecado, pero como actitud ante la vida es una penitencia. En los cuentos
no existe tal cosa, la cuestión no está en creer o en no creer, sino en experienciar.” Seamos pues, ante estos
duros momentos de nuestra vida azarosa, frente a un futuro incierto, una vez
más, niños, y atesoremos estas experiencias limítrofes como un seguro hacia lo
que está por venir. Colden, Ginzburg y otros autores nos ayudarán
sin duda.
Jumilla, Día del Libro de 2020,
sobrepasada la cuarentena en confinamiento.
BIBLIOGRAFÍA:
Bachelard, G., La poética del Espacio, FCE, México, 1993
Colden, V., Inventario del Paraíso, Libros
Canto y Cuento, Jerez, 2019
Ginzburg, N., Léxico familiar, Lumen, Barcelona, 2019
Medina, B., Entre fenomenología y poiesis, apuntes sobre los cuentos populares,
en revista Anaquel, nº 2, Ciudad Real, 1999