Dedicado a la Dra. Maravillas Carmona, experta y entregada oftalmóloga, en agradecimiento por su labor.
No suelo escribir artículos sobre mis propias circunstancias
o problemas, pero haré una excepción en honor a una parte de mi cuerpo que ha
tenido siempre la facultad –hasta hoy mismo- de ser transparente, invisible y
un poco secreta, incluso hasta diría algo autónoma respecto a quien la alberga,
cuida y utiliza. Es cierto que este órgano se encuentra situado en un lugar
visible continuamente a todos aquellos que ven mi rostro -y a mí mismo gracias
a la monstruosidad de los espejos- pero pasa tan desapercibido, es tan humilde
y callado, que nadie repara en su presencia.
Mi cristalino derecho me lleva
acompañando algo más de cincuenta años sin proferir queja alguna o mostrar
desinterés por su función. Él ha ocupado siempre el núcleo de mi ojo director,
el que llevaba el porcentaje más importante de mi visión. Ha soportado los
rigores inmisericordes de un globo ocular demasiado grande para sus capacidades,
bastante comunes por otra parte, sin desmesuras aparentes. Aunque protegido por
unas gafas graduadas desde edad tan tierna como los cinco años, mi cristalino
se ha visto arañado por los rayos del sol veraniego hasta fechas recientes en
las que unas gafas de sol han mitigado los rigores climáticos. Como resultado, esta parte voluble e inapreciable
de mi cuerpo ha envejecido, y ahora no sólo se hace visible, sino que empieza a
impedir la visión que se genera a través de su cuerpo. Sus achaques todavía no
son un asunto grave –las líneas de la carretera se bifurcan o trifurcan en la
lejanía, los rostros de las personas se vuelven cubistas más allá de la
calzada- pero llegará el día en que su opacidad sea tan acusada, que ninguno de
esos rayos de luz que han contribuido a su vejez logren superar la densidad
decadente de su cuerpo. Pero hoy, mucho antes de que llegue ese día imposible,
mi cristalino saldrá de mi cuerpo para no volver. De la noche a la mañana me
convertiré, quizá no en un ciborg, pero sí al menos -gracias a esta ínfima
parte- en un organismo semi-sintético, como tantos millones circulan por el
mundo. En cuanto a mi cristalino, se despedirá del mundo, al igual que tantas
toneladas de tejido humano inútil o directamente pernicioso, en algún tipo de
horno de incineración.
Sé que esa es la lógica natural
de las cosas, pero por alguna razón que no alcanzo a comprender quisiera
conservar este órgano ya inservible, siquiera como un recuerdo fantasmal en
algún frasco lleno de formol. Al fin y al cabo, es la primera parte de mi
cuerpo que se desprende de él, a excepción de unas molestas hemorroides cuya
única razón de existencia fue el oportunismo. Mi cristalino, en cambio, no hay
sido nunca un oportunista, sino un callado funcionario que desde la más tierna
edad me enseñó a ver el mundo de una forma especial, al forzarme a acercarme
demasiado a las cosas, al instalar en mi visión una lupa de aumento ficticia.
Mi cristalino, ese discreto
consejero, fue el responsable primero de mi amor por los detalles, de mi
predilección por la fenomenología como estilo de pensamiento, de mi inclinación
intermitente por la botánica, de mi afición a la fotografía y de, posiblemente,
el nacimiento de mi comportamiento artístico temprano.
Su forma ovalada, su
transparencia, esconde su verdadera esencia: la de haber sido un corazón
latiente dentro de mi ojo, un órgano que se dilata y contrae para enfocar, como
si en lugar de bombear sangre bombeara luz a través de esa arteria aorta
llamada pupila.
Echaré de menos a mi cristalino
derecho, compañero más que subordinado, testigo fiel del paso de mi vida, antes
que blanda y meliflua amalgama de proteínas derecederas.