El vagabundo deambula por las calles de los barrios y ve como
a la caída de la tarde, las barricadas se extienden, a ratos inertes, como
lentas manchas de aceite. En una esquina, han invadido casi por completo la
calzada, un coche intenta girar, pero la barricada es más fuerte y hace que
retroceda. En medio del tramo de otra calle los vecinos han ocupado la cochera adyacente
sin vado, lo que impide a los automovilistas aparcar, todo por dejar abierta de
par en par la propia con objeto de servir bebidas y viandas a la familia. En
ocasiones, cuando la acera lo permite, las hamacas se extienden por completo
dejando al humano ocupante exánime como pescado ahumado. La charla animada va
derivando paulatinamente en un murmullo moribundo, una queja sinuosa o un
suspiro resignado, es ese momento clave en el que la barricada se hace
impenetrable y recuerda más que nunca a aquella de Sant Pau Centdeu que
glosara la conocida canción de Albert
Pla. "No passa res, descansem /
son jovent pero estem vells", ronroneaba el cantautor con su peculiar
estilo criticando la inercia cómoda e irresponsable del catalán y del español,
que al mal tiempo , a la crisis, al paro, responde con la inactividad y la pereza.
El vagabundo sigue su camino mientras tararea el viejo tema,
"...no votem ni resem / no estudiem
ni traballen...", dobla la esquina y observa la clásica distribución, los
de la acera mirando a la calzada, los de la calzada a la acera, en perfecta
simetría; avanza un poco más y pasa por varias puertas con persiana de varilla
de madera, tras una de ellas cree escuchar algo y presta atención: del interior se escapa un callado llanto de
mujer, casi avergonzado, con esa cadencia de radio de galena, de canción
cansada, de siesta pesada en una tarde sofocante, un poco como el gesto
estreñido de Albert Pla. El
vagabundo se sorprende y mira a sus espaldas, donde las matronas prosiguen sus
charla de barrio, y el vagabundo piensa, porque no es roñoso en inteligencia,
que en esta calle está representada una versión de las Dos Españas de Machado,
una que llora y otra que bosteza, y que el bostezo no es de hambre, sino de
aburrimiento e incuria; una España
que oculta sus miserias y sufre en la oscuridad y otra que presenta un cínico simulacro,
como si todos dieran por sentado que estar tirado en una silla de tijera al
dudoso fresco de la tarde (como mojamas al viento frio y seco de la meseta, que
dijera Martín Santos), fuera el
grado sumo de la felicidad.
Pero llega septiembre, y los últimos chubascos del verano,
disfrazados de otoño, borran de un escobazo todas las barricadas. Lo que no han
podido hacer los automóviles, los vecinos malhumorados o los consejos médicos
para llevar una vida saludable lo consiguen cuatro gotas en un día y un poquito
más de fresco en el rostro al anochecer.
Cobijadas al calor del televisor, las barricadas invernarán
una vez más, cada cual irá a lo suyo, la crisis seguirá avanzando pero nos
parecerá menos crisis -ya se sabe, la mancha de aceite-, los ciudadanos
seguirán dejando de votar, o votando a lo que toca, la corrupción y el éxodo de
los jóvenes seguirán siendo culpa de algún vecino que caía mal, las fiestas
patronales se convertirán en el gran tema de conversación, tanto si se gasta demasiado
como si se gasta muy poco. Siempre que se tenga a mano una mecedora y un poco
de fresco en el rostro volverá la barricada, esa que protegerá de cualquier
cambio o movimiento al sufrido pueblo español, ejemplo mundial del sentimiento
reaccionario.
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