Pensar no está de moda, no tiene un look propio, un estilo. Hemos dejado de pensar porque no queda
bonito, y además hay que trabajar. No hay esperanza aparente para el
pensamiento porque, como demostró Heidegger, pensar es ante todo preguntar, es
un camino, y el objetivo final importa poco.
En un
tiempo donde sólo quedan objetivos a corto plazo, y todos ellos se inscriben en
el rango del beneficio económico, la tarea del pensamiento se nos figura
demasiado ardua. ¿No será que, después de todo, la frase de Warhol se puede
aplicar a los europeos y en particular a los españoles? Decía el viejo Andy que
“comprar es mucho más americano que pensar, y yo soy el colmo de lo americano”,
y algo de eso nos tiene que haber sucedido a nosotros. El problema es que, si
sólo nos limitamos a comprar, ¿quién nos vende?
Las
crisis suelen llevar consigo la idiotización de las masas, y no es una exageración
decir que son una fábrica de tontos: léase el precariado. Conscientemente he parafraseado al gran Rafael Sánchez
Ferlosio y el título de su libro Vendrán más años malos y nos harán más ciegos.
Pero esta vez es peor.
Atrapados en la neolengua del
mercado, hemos dejado que todos los pilares intelectuales sólidos de nuestra
civilización empiecen a hacer aguas. La techumbre se desploma y la casa
revienta como los tomates podridos. Es la misma sensación que experimentamos al
ver los escombros derruidos de una casa antigua en la que habíamos entrado con
anterioridad. Todos aquellos objetos cargados de tiempo, quizá anacrónicos, sí,
pero en los que se encarnaba la dulzura de nuestros recuerdos, la magia de una
eternidad dormida, han perdido de pronto su encanto convertidos en derrubios.
Son los mismos objetos, pero han perdido por completo el sentido, ya no son nada,
ya nada evocan. Nuestras instituciones podían estar adormiladas, sufrían un
lento deterioro, pero se nos figuraba que había algo de verdad en ellas. Ahora
que los buldócer de los fondos
buitre, de los mercados caníbales envalentonados por la desregularización, de
la lógica del egoísmo elevada al poder, han arrasado con esta casa sosegada, un
tanto vieja, que eran las democracias keynesianas, ahora que de nada sirve
mirar hacia atrás, porque sólo queda el solar inculto, nos encontramos a la
intemperie, desorientados, y cayendo por fin en la cuenta de que hemos perdido
el hábito de pensar.
El
ciudadano se convierte en comprador, el hombre en subproducto. El paso
siguiente es la esclavitud. Ejemplos sobran de esta transformación. Sólo
citaremos unos pocos: las multitudes vociferantes que claman por sus fondos
eliminados en las preferentes, recientes marginados; los subsaharianos asesinados
en las costas de Ceuta, calificados con cinismo como “inmigrantes ilegales”,
perdiendo así su condición de seres humanos. El esclavo tiene prohibido pensar,
porque pensar es lo que nos hace humanos. Cuando el esclavo piensa se vuelve
sospechoso, y a la postre es necesario eliminarlo.
El
ministro de interior español reconoció recientemente que durante el año 2013 en
España se convocaron sobre 44.000 manifestaciones, de las cuales sólo un 0’7 %
requirió intervención policial. El dato es llamativo, pero llama a engaño.
Todos y cada uno de esos eventos son hechos aislados, esparcidos por la
geografía del descontento, de la indignación, fogonazos de asombro al comprobar
que hemos sido engañados. Todo eso es razonable, y existe acción, compromiso,
debate, es posible que incluso salud democrática de los ciudadanos-consumidores.
Pero no hay pensamiento estructurado, no hay un movimiento unificador que fuerce
a los hombres a utilizar la razón en casa, en el trabajo o en la calle, que
dote de sentido los objetos de nuestra memoria de ciudadanos del mundo. Sólo
mediante el pensamiento estos actos aislados cobrarán sentido.
Hay ejemplos
numerosos del renacimiento del movimiento ciudadano, del asociacionismo vecinal.
La pregunta que se impone es si llegaremos a tiempo de que todos estos conatos
de reacción puedan fundar algo nuevo y renovador. Particularmente, no soy
optimista. Los nuevos planes reflejados en leyes como la LOMCE o el
anteproyecto de la nueva Ley del Aborto plantean una especie de contrarreforma
radical donde el objetivo básico es la cosificación del ser humano; de ahí la
eliminación de la filosofía o las artes
Se nos
acaba el tiempo, y me gustaría creer que hoy todavía pensar es más europeo que
comprar.