En una entrada anterior analizamos cómo el camino seguido por la metafísica occidental podía ser interpretado como “olvido del ser”, paulatino alejamiento de la realidad física que a partir del siglo XIX se ha identificado con la técnica positivista y el sistema de mercado, en tanto promesa de eternidad, de entidad ahistórica incuestionable por encima incluso del individuo como Dasein, como ente humano sujeto a su propio tiempo.
Este predominio de la técnica ha caminado de la mano de la
idea de la calculabilidad de las cosas, de su cuantificación y de su
posicionamiento según la Ge-stell –en
palabras de Heidegger-, una palabra compuesta, utilizada de forma
común para representar una especie de estantería, de muestrario de objetos,
colocados para que la mano se sirva fácilmente de ellos, imagen que
conservaremos a partir de ahora. Decir Ge-stell
es decir “estructura de emplazamiento” o “interpelación que provoca”,
que coloca a la naturaleza fuera de sus casillas, que la acosa continuamente
para conseguir que entregue su energía, sus secretos más profundos al servicio
exclusivo del aparato de la tecnología. En su conferencia “La
pregunta por la técnica”, publicada en España en el volumen Conferencias y artículos,
Ed. del Serbal, Barcelona 1994, es donde el maestro alemán bucea en este
concepto radical.
Esta especie de tinglado es también “estructura de separación”,
es decir, desvinculación de las cosas de su realización existencial, un concepto
similar a los utilizados por Marx o Foucault, como bien analiza Ignacio Castro
Rey en Duermevela del Maestro. La deuda
de Occidente con Heidegger, publicado en http://www.fronterad.com/?q=duermevela-maestro-deudas-occidente-con-heidegger.
Escribe Castro Rey que Heidegger es uno de los primeros en analizar <<la movilidad, el estrés, el reemplazo
perpetuo: “(…) los objetos calculados. Éstos son producidos para
su desgaste. Cuanto antes se gastan, antes es necesario volver a reemplazarlos
por otros con mayor rapidez y facilidad aún. Lo que permanece en la presencia
de las cosas objetivas, no es su reposar en ellas mismas dentro del mundo que
le es propio. Lo permanente de las cosas producidas, en cuanto meros objetos
para el uso, es la reposición o sustitución”.>>. De esta forma, la “producción técnica es la organización
de la separación”. No sólo esto, sino que también se
advierte que la esencia de la técnica, como acaecimiento de verdad emparentado
con el arte, ha dejado de estar en la propia técnica, y se ha identificado con la
estructura de emplazamiento.
Éste es el verdadero peligro, y no la técnica en sí. A estas
alturas, yo respondo de forma más prosaica que la esencia de la técnica se halla
secuestrada por una noción de la economía sustentada en esa provocación
constante –Ge-stell- no sólo a las
cosas como objetos, sino al propio hombre perteneciente a la naturaleza misma.
Como rasgo elocuente de una etapa avanzada de la metafísica, la revolución
digital, la globalización, el capitalismo financiero, la distancia cada vez más
insalvable del valor de cambio, del dinero, respecto a los valores de uso, a
los objetos reales, nos hacen ver que la
Ge-stell como provocación de la naturaleza está muy próxima a la idea
marxista de mercancía. Y que una de las mercancías más solicitadas en la Ge-stell es precisamente el propio ser
humano, el Dasein, el ser-ahí. En el artículo citado, Castro Rey encuentra que
<<todo estriba en la eficacia mundial de la negación de la proximidad: “La provocación total a la tierra para asegurarse su
dominio tan sólo puede conseguirse ocupando una última posición fuera de la
tierra desde la cual ejercer el control sobre ella”>>, citando De camino al habla, otra obra de
Heidegger.
No se me ocurre un ejemplo más claro de la realidad
física de esta estructura de dominio que la empresa de ventas por internet Amazon.
En un artículo de Jean-Baptiste Mallet titulado Amazon, el reverso de la pantalla, Le Monde Diplomatique, nº 217, el
reportero francés escarba en las tripas del monstruo actuando él mismo como
trabajador de la empresa. Amazon basa su negocio en la cesión por parte de las
tiendas físicas de un tanto por ciento de su volumen de ventas a marquetplace, de forma que la página web
“compite de forma directa con su propia mercancía”, así que Amazon “recluta a
los libreros en la promoción del gigante, quien absorbe sus clientes y destruye
su actividad" (p. 22). Mallet calcula que una librería de barrio genera
dieciocho empleos más que la “venta en línea”. Los empleos destruidos en USA
por Amazon se cuentan en decenas de miles. Pero esto no es lo más llamativo ni lo
más preocupante. La empresa sigue un estricta política de opacidad que hace que
los empleados, “considerados potenciales ladronzuelos”, firmen contratos de
confidencialidad absoluta; por otra parte, las naves siempre se instalan no
sólo en sitios muy bien comunicados sino también arrasados por recientes crisis
de empleo, y siempre a resguardo de miradas indeseables. Los trabajadores
encuentran dentro de las naves condiciones de empleo que hacen palidecer las
atmósferas sombrías de las novelas de Dickens. Los empleados enferman de frío
porque las calefacciones jamás se conectan, las secretarias trabajan “en una
gran sala vacía, sin muebles”, con los contratos amontonados en el suelo. Mallet
desvela que en las épocas de más trabajo llegan a la planta de Alemania autocares
repletos de ”españoles, griegos, polacos, ucranianos, portugueses” (p. 22);
sólo entre los españoles “había un historiador, sociólogos, dentistas,
abocados, médicos”, hacinados en barracones gélidos y durmiendo por turnos en camas
para niños. Como en esa gran “estructura de emplazamiento” que es una granja
industrial de pollos encontramos condiciones intensivas de producción, sólo que
aplicadas a los trabajadores, que son impelidos a rendir a más velocidad
conectando a un volumen desmesurado música hard
rock. Los accidentes graves, los desmayos y las caídas se suceden sin
control. Podría seguir, pero es preferible que lean el testimonio de Mallet: En los dominios de Amazon. Relato de un infiltrado, publicado por
Trama Editorial, Madrid, 2013.
Amazon, como vemos, es la apoteosis perfecta de la Ge-stell de Heidegger. Sus estanterías
recorren kilómetros de laberínticos pasillos atestados de productos que son
recogidos por exhaustos trabajadores que recorren decenas de kilómetros diarios
y que pronto serán sustituidos por robots. Las naves y lo que ocurre dentro
permanecen opacas, ocultas detrás de la feliz transparencia de la pantalla de
la web. La obsesión por la velocidad, la rapidez de servicio, de emplazamiento,
es el orgulloso lema de la empresa,
protegida por esa “negación de la proximidad” a la que alude Castro Rey, una
lejanía calculada, de forma que el contacto único del cliente se efectúa a
través de las “metafísicas” redes digitales. Por último, el emplazamiento y la
provocación del propio ser humano radicalizada hasta términos inimaginables en
beneficio de la idea suprema, incuestionable, inmanente, del beneficio
económico por encima de cualquier cosa.
La empresa se convierte en un Saturno que devora sin
parar a sus propios hijos sin que estos ni siquiera se enteren, acabando con
productores, comerciantes, trabajadores, y al final, con sus propios clientes,
devastando todo a su paso, en una ciega estrategia de tierra quemada.
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