Hace un tiempo, un amigo me regaló un libro de Stefan Zweig,
el escritor austriaco que sufrió el exilio de manos de los nazis. Nunca le
estaré lo suficientemente agradecido. La obra, titulada El mundo del ayer, es
un repaso intelectual y cultural al siglo XX, desde su inicio hasta la Segunda
Guerra Mundial, un maravilloso viaje junto a gran parte de las personas que
moldearon la etapa final de la modernidad, de la que, queramos o no, somos
hijos. El viaje comienza, en un capítulo titulado El mundo de la seguridad,
con una seria advertencia, que coincide con una descripción del mundo
inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial. Una advertencia que,
cruzando el siglo, llega a las orillas de nuestra época.
Efectivamente, la primera década del siglo XX en
Centroeuropa estuvo marcada por una sensación de seguridad, de duración, de
estabilidad; cada cual tenía su labor definida, nadie se salía de su pequeño y
confortable espacio de funcionamiento, los estados eran sólidos, los seguros
cubrían todo tipo de posibles desgracias, aminorando la amenaza de lo
impredecible. “Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados”, escribe
Zweig. “Quien tenía casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos;
tierras y negocios se heredaban de generación en generación”, recuerda más
adelante. De hecho, la sensación de seguridad era el bien más preciado de
millones de personas, porque el acceso al bienestar se hizo posible para todas
las clases sociales. Un panorama no muy alejado de la visión del “final de la
historia” que pintara el iluso Francis Fukuyama, precisamente al final del
siglo XX. Pero todo aquello cambió de repente. Con la amarga distancia de los
años, Stefan Zweig piensa que es fácil reírse, en el tiempo en que él escribe,
en plena Segunda Guerra Mundial, de aquellas ilusiones. Zweig, en los años
cuarenta pertenece a una generación que ha descartado la palabra “seguridad” de
su vocabulario; una generación que, abatida, da la razón a Freud cuando afirma
“ver en nuestra cultura y nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que
en cualquier momento podría ser perforada por las fuerzas destructoras del
infierno”. El autor austriaco utiliza la triste metáfora del castillo de naipes
para ilustrar la ilusión que destrozó el estallido de la Gran Guerra. La más
grande asunción intelectual y artística de Centroeuropa, creada en su mayoría
por judíos como Zweig, se dio en Viena
en los años anteriores a 1914, y todo ello desapareció en el espacio de unos
pocos años. Hoy, a dos años de celebrar el centenario de aquel brutal giro de
la historia, la advertencia de Zweig semeja una fea amenaza; hace apenas un lustro nadie se lo hubiera
planteado, pero las gentes hablan ya del final de un sueño, de una época que ya
no conoceremos. Es un lugar común que las lecciones de la historia sólo se escuchan
cuando nada tiene remedio, como también es un lugar común tratar de
apocalípticos a los que avisan. Estamos en una encrucijada que puede acabar con
todo, y sin embargo, no pocos ilusos, muchos de ellos con estudios superiores,
excusan e incluso apoyan con estúpido frenesí el desmontaje cultural y social
que se está produciendo a nuestro alrededor en aras de los errores económicos
de otros, sin ser conscientes siquiera de que es esa fina capa la que nos
separa de otro 1914. Y aún decía Stefan Zweig: “Sin embargo, a pesar de que
nuestros padres habían servido a una ilusión, se trataba de una ilusión
magnífica y noble, mucho más humana y fecunda que las consignas de hoy.”.
Publicado originalmente en el semanario Siete Días de Jumilla el 13 de julio de 2012.
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