Si hay algo que nos resulta inconcebible es que un colchón
vagabundee. Parece lo más lejano a su esencia silente, sin embargo, lo hacen
mucho, de cama en cama, entre habitaciones, de un piso a otro, a veces incluso
por las calles. Pocos saben que los colchones abandonados emiten aullidos,
suspiros y sollozos, emanan abrazos desasidos surgidos de manchas que se
parecen a Australia al atardecer, o a Groenlandia en un día de verano.
No así
los somieres, los somieres solo saben tocar el violín y desafinan con
facilidad. Por último, están los cabeceros y los travesaños, que son como
cajeros de banco, funcionarios impasibles que asisten con aire impertinente al
drama de las parejas o a la ilusión de los niños.
Esos colchones
errantes son como caballos salvajes rapados o como unicornios arcoíris
desteñidos. No pertenecen a vida alguna, ni pasada ni por venir. Los vemos
tendidos en el suelo de asfalto, mientras de su vientre surgen lágrimas, o
apoyados en paredes infames, vomitando madrugadas.
Hay colchones
que permanecen borrachos durante días tirados en una acera, sin que nadie se
apiade de ellos. Al final, por puro aburrimiento, la autoridad los retira y los
lleva a un lugar desconocido donde quizá les ofrezcan un poco de sopa y un
sitio digno donde descansar, porque los colchones también añoran dormir sobre
un lecho cálido.
La ciudad
llena de colchones abandonados es un canto fúnebre a la pérdida de la
intimidad; los colchones vagabundos son como los perros callejeros, no tienen
la culpa de exhalar ese perfume astroso y mugriento. Los colchones no tienen la
culpa de almacenar en su bodega todos los sueños: los cálidos, los inocentes,
los sucios, los de todas las edades. Los colchones no tienen la culpa de que
sus dueños prescindan de ellos, los dejen en la cuneta como mascotas molestas;
no tienen la culpa de ser los testigos directos de nuestra más profunda
intimidad, y tampoco tienen la culpa de que eso nos moleste tanto.
Una relación
extraña de los colchones callejeros es la que mantienen con los coches. Los vemos
descansar junto a sus compañeros de metal, unos tan blandos, de carne muelle,
los otros tan férreos, esculpidos en gimnasios de cinturón industrial. A veces,
incluso, los colchones se recuestan encima de los capós, descubriendo una
intimidad inimaginable que nos arrebata y enternece.
Como en los posos del café, hay
quien lee el porvenir de las familias, de las parejas, de los solitarios, en
las manchas que sus cuerpos dejaron. Esos chamanes son como seres apátridas que
viven escondidos en lugares ignotos; nadie sabe quiénes son, pero deslizan sus
augurios de formas variopintas. A veces,
no muchas, junto a algún colchón olvidado, observamos en la pared contigua una mancha
sospechosa, como un bocadillo de cómic pintado, pero deshecho, sin bordes
definidos. Los augures asegurarán que son parte del alma del colchón, que ha transmigrado,
o un pensamiento que no se resiste a abandonar del todo ese cuerpo vermiforme
recubierto por una funda decorada con flores. Yo creo simplemente, que los
colchones son amantes de los grafitis
callejeros, que encuentran consuelo en su presencia, que los buscan, porque
algo de vagabundos y de parientes pobres de nuestros sueños tienen también.
Los
ayuntamientos deberían crear, potenciar, una capilla de colchones, un espacio
rodeado de todos ellos, esos desterrados, apilados unos sobre otros. Los fieles
podrían ir a ese lugar de culto y reflexionar sobre los sueños propios, y ver
que no son muy distintos de los de otros infelices e insatisfechos durmientes.
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Fotografias del autor tomadas en Jumilla y Murcia.