Estamos acostumbrados a escuchar el término manipulación de la realidad
asociado a los media, es un lugar común que de vez en cuando se regurgita sin plantear
nunca en la opinión pública en qué términos reales se presenta. No vamos a
estudiar aquí un fenómeno que ha llenado tesis enteras en el ámbito académico,
pero sí al menos recordaremos tres estrategias básicas de destrucción y deformación
de las noticias que generan las agencias o los reporteros. La primera es la más
simple: la omisión de la noticia de determinado acontecimiento, o en todo caso
su ocultamiento de las portadas de prensa o de los horarios de máxima
audiencia. La segunda, más sutil, consiste en generar una noticia pantalla que
logre modificar o desactivar el efecto de las noticias indeseadas que hayan
podido filtrarse. La tercera trata de sacar ventaja de la desinformación de la
audiencia, introduciendo conceptos ambiguos o directamente distorsionados y erróneos
sin que nadie lo perciba. La mayoría de los medios de comunicación tiene unas líneas rojas perfectamente claras
que no se han de cruzar, unos temas tabú que no deben ser tratados, y los
métodos descritos son sólo parte de los medios utilizados a modo de guadaña
para no cruzar los límites impuestos.
Todos
conocemos algunas de esas líneas rojas, que son muchas, pero pocas veces se nos
brindan ejemplos claros del uso de estos férreos cortafuegos. Vamos a exponer
un caso muy claro que ha llenado los foros de opinión durante la semana pasada.
El pasado
3 de febrero se filtraba en las redes sociales un grave acontecimiento en la
central nuclear de Fukushima. En
realidad no se trataba de un nuevo accidente, sino de la consecuencia extrema
del producido el 11 de marzo de 2011 cuya noticia recorrió
el globo. En esta nueva vuelta de tuerca, los gestores de la central japonesa
reconocían que había un agujero de uno o dos metros (según las fuentes) de
diámetro en la cubierta metálica bajo el recipiente del reactor nº 2 y que
"no sabían" donde estaba el combustible (ver
enlace). La radiación alcanzó en la zona de protección la cifra de 530
sieverts por hora, muy superior al máximo pico de 73 sieverts por hora, posterior al accidente de 2011. la cifra es
desorbitante, porque los grados de daño biológico en humanos se miden en microsieverts,
con lo que más de 10 sieverts es la muerte segura.
La
noticia, de la máxima gravedad y trascendencia no alcanzó a ningún medio de
comunicación generalista de occidente, circunscribiéndose a las redes sociales
y a medios alternativos, por los que se extendió como un mal sueño (ver
enlace). Según los informes filtrados, el combustible radiactivo podría
haber alcanzado el mar. Si el colapso se confirmaba y la gravedad del mismo
aumentaba, nos encontraríamos ante el mayor accidente nuclear de la historia,
muy por encima de Chernobil. Entre
los comentarios de los aficionados al seguimiento de los niveles radioactivos
de Fukushima se ha empezado a filtrar la idea de que Tepco, la empresa que gestiona Fukushima,
podría haber tirado la toalla y plantearse el extremo de dejar que el
combustible acabe llegando al mar con la esperanza (fúnebre idea en este
contexto) de que el agua del océano la diluya. Si esto se llegara a producirse,
o si se está produciendo ya, significaría la destrucción del hábitat de grandes
zonas del Pacífico y las consecuencias serían sufridas por toda la humanidad.
Lo inaudito, lo
increíble, es que nadie en televisión -el medio más efectivo hoy en día- dijo una sola palabra sobre el
acontecimiento. La autocensura fue absoluta. Estamos ante la estrategia del
ocultamiento.
Entretanto,
en España, las declaraciones del ministro de energía Álvaro Nadal (ver
enlace), advirtiendo a los
ciudadanos de que tendrían que acostumbrarse a que el precio de la energía
eléctrica tuviera picos de subida, preparaban una nueva noticia que, esta vez
sí, sería propagada por las televisiones generalistas a diestro y siniestro: la
reapertura de la central de Garoña (ver
enlace) El Consejo Nacional de la
Energía Nuclear, habitado por burócratas que no son expertos en la materia,
dio el visto bueno el 9 de febrero a reabrir la central nuclear más vieja de España, obviando los numerosos informes
en contra y dejando en manos del gobierno una decisión que afecta de manera
capital a la seguridad de todos los españoles. En este caso, la noticia pantalla fue la declaración del
ministro de energía apenas un tres días antes, que modificaba el sentido de
la reapertura de Garoña, haciéndola
parecer una medida que podría abaratar el precio de la electricidad.
El toque
final, tan sólo un día después, se produjo a raíz del accidente en la central
nuclear de Flammaville, en Francia, de la que en parte nos
alimentamos los españoles. La noticia (ver
enlace) fue venteada con alegría con bastantes medios. La razón radica en
que en esta ocasión se trataba de un accidente benigno, lejos del reactor y sin
riesgo de fuga radiactiva. La noticia quería contraprogramar los rumores filtrados sobre Fukushima al tiempo que convencer de que este tipo de accidentes
son los comunes en la energía nuclear y que el reactor siempre se encuentra
fuera de peligro, con lo que no existe el riesgo radiactivo. Estamos ante la principal forma de manipulación pura en
los medios: aprovechar la ignorancia colectiva sobre el tema y dar un versión
distorsionada.
La
triste verdad es que un solo accidente nuclear con fuga radiactiva ya es
demasiado. En las centrales nucleares del mundo se producen cientos de
accidentes menores a lo largo del año, pero bastaría uno solo en el que la fuga radiactiva no pudiera ser
controlada como para golpear gravemente a todo el planeta. Por eso es tan
importante dar a conocer la amenaza de colapso en Fukushima de la que nadie parece haberse enterado.
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