Hace ya diez días que el actual presidente del gobierno
español habló desde el interior de una sala sellada a una concurrencia de
periodistas ubicados en otra sala sin comunicación con la primera. Dicho así,
las posiciones relativas de compareciente y medios resultan como mínimo
extrañas. Cabe pensar en un micrófono en la sala que recoja las posibles
preguntas. No es el caso. La comparecencia no admite preguntas, su formato es
la declaración ¿Declaración tras una puerta sellada? ¿Cómo es posible? La
pregunta sería obvia sin el dato que convierte esta puesta en escena en un
auténtico juego de espejos barroco; una imagen del presidente emitida por la
pantalla plana de una televisión HD de al menos 40 pulgadas, domina la sala de
prensa. La imagen no es el presidente, claro está; la lección número uno de los
estudios de semiótica aplicados al icono es que una imagen no es la realidad.
La imagen del presidente habla, emite sonidos. ¿Es la voz del presidente? ¿Es
un sonido virtual? Realmente no podemos saberlo. El notario, aquel que
autentifica los mensajes, no puede darnos la razón. Dicho de otra forma, en una
sociedad donde los propios ciudadanos son cada vez más los dueños de sus
propias noticias, el papel del periodista es certificar que los mensajes que
los distintos canales envían son auténticos o tienen alguna relación con la
realidad. Puesto que los medios convocados en la sala de prensa no pueden
acceder a la presencia del presidente (nótese el juego de palabras), no tenemos
forma segura de saber si esta imagen que nos habla corresponde a la realidad de
ese presidente.
Se hace urgente en este punto recordar de nuevo a Jean Baudrillard
y su ya clásica teoría de los simulacros, porque si, como dice el sociólogo
francés, un simulacro es “más real que lo real”, y a su vez es completamente
falso; si coincidimos en que un simulacro es “lo falso revestido de toda la
energía de lo verdadero”, la supuesta comparecencia del presidente Rajoy se
puede nombrar como el simulacro perfecto. De hecho, parece un ejemplo de libro
no sólo de la absoluta incultura semiótica y audiovisual de los asesores de
Mariano Rajoy, sino también de cómo un simulacro puede alcanzar mayores dosis
de coherencia, de presencia, de solidez, que la propia realidad. Una prueba de
esta coherencia: el adjetivo “falso” es el más usado en esta “falsa
comparecencia”; otra prueba, la frase que se cuela entre los reporteros es:
“Hoy el formato es la noticia”, por tanto, la elección de la pantalla plana no
es casual, porque lo que caracteriza al simulacro es su cercanía obscena, su
hiperrealidad, que oculta un vacío absoluto. La frase es una clara referencia a
aquella otra de Marshall McLuhan: “El medio es el mensaje”. El propio motivo de
la comparecencia de Rajoy, los llamados “papeles de Bárcenas”, deviene en un
largo conflicto entre certeza y falsedad.
Así pues, como comunicadores, los asesores de Rajoy quizá son
unos ineptos, sin embargo, como generadores de simulacros son magistrales,
porque, ¿acaso no querían otra cosa que conseguir un simulacro perfecto? ¿Acaso
importaba algo el contenido de la noticia? La declaración carecía de
importancia, todo el mundo sabía que se no podía decir otra cosa que “falso,
falso, falso”.
La escena parece una reedición perversa de Las Meninas de
Velázquez. En el óleo, los reyes aparecen reflejados en un espejo al final de
la sala, se supone que porque están posando para el pintor, pero están fuera
del espacio del cuadro, no pertenecen al mismo, se sitúan, digamos, a las
espaldas del propio espectador.
Comparando, diríamos que Rajoy es el Rey reflejado, Velázquez encarna a los
periodistas y los espectadores del cuadro son los ciudadanos. En cuanto a las
propias Meninas, ¿porqué no la plana mayor del Partido Popular? Sólo una
diferencia elocuente: Velázquez podría dialogar con el Rey mientras lo pinta,
los periodistas tan sólo pueden grabar el espejo-pantalla.
Y es en este punto donde la semiótica de este juego de
espejos alcanza su mayor grado de monstruosa y obscena coherencia. Hasta ahora
hemos visto la escena como parapeto, simulacro vacío que emite vacías fórmulas,
que nos hipnotiza e impide ver más allá. Pero pensemos por un momento que no es
así, que lo que consideramos simulacro no es sino un mero biombo transparente o
bien un cristal donde se refleja a su vez otra imagen simulada. Si es así, lo
que deviene en simulacro no es esa pantalla hiperpresente, sino lo que está detrás
de ella. La pantalla tan sólo es otro espejo más, el espejo de una simulación.
Porque el verdadero y terrible simulacro es ese presidente tapado, oculto,
encerrado tras una pared e incapaz de dirigirse a alguien que no sea su propia
escena (como todos los simulacros que conocemos), incapaz de emitir mensajes
reales, sino sólo frases hechas que quieren ocultar que él mismo es “lo falso”,
que él mismo no es sino una mentira, como la democracia de la que ha nacido; un
simulacro, una falsedad más fuerte que la realidad, que la triste y simple realidad
escondida de este país…
Sólo cabe esperar que nos merezcamos otra cosa distinta a los simulacros virtuales
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