Resulta curioso cómo, ante situaciones disparatadas, donde
todo atisbo de sentido se desvanece, un pequeño detalle nos introduce de lleno
en una sensación de coherencia que resulta todavía más alarmante. Hace apenas
dos semanas, a la escritura de estas líneas, aunque la aceleración disparatada
de los acontecimientos (el “éxtasis de las cosas”, que diría Baudrillard), se
nos presenta ya muy lejano, el banco de inversiones norteamericano Goldman
Sachs fue contratado por Luis de Guindos para tasar las cuentas de Bankia, con
la esperanza de aportar la luz de la certeza en un entramado de sospechas y
mentiras. No era la primera vez. Ya había sido llamado en los casos de
Catalunya Bank y NovaGalicia, entidades que gozaron de sus nada baratos
servicios, como lo hace el Tesoro con frecuencia.
Medidas coherentes, sin duda, con esa coherencia arrebatada,
desesperada, que dan estos tiempos en los que ya nadie puede creer en nada, y
cada nuevo salto en el vacío supera en audacia, estupidez o desvergüenza al
anterior. Absolutamente coherente resulta, pues, que una entidad que se ha
erigido a nivel mundial como uno de los principales causantes de las distintas
crisis financieras de los últimos años, uno de los artífices indudables de las
sucesivas burbujas arropadas por Wall Street (la tecnológica, la inmobiliaria,
ahora la naciente del mercado de las materias primas…) se convierta en el
tasador del mayor agujero de nuestra historia financiera.
Goldman Sachs nació de la nada en 1882 de manos de un
inmigrante judío alemán. Antes de 1929 se embarcó en la creación de fondos de
inversión llamados Goldman Sachs Trading Corporation, Shenandoah Corporation y
Blue Ridge Corporation. Estas entidades no eran sino alias independientes de la
madre principal que sólo tuvieron un cometido, actuar en las sombras para
especular con los fondos creados por Goldman y que terminaron con unas pérdidas
de 485 000 millones de dólares. A pesar de todo. Goldman Sachs fue uno de los
pocos causantes del crac de 1929 que
sobrevivieron para contarlo. En años posteriores, durante los que el susto de
1929 imprimió cordura a las entidades financieras, Goldman Sachs hizo famoso el
lema de “codicia a largo plazo”, con la voluntad del respeto hacia las empresas
serias. Tras el proceso de desregulación neoliberal de la era Reagan todo eso
se acabó, y Goldman Sachs fue el primero en lanzarse a una serie de prácticas
que en cualquier sistema cabal hubieran sido fraudulentas y penadas por la ley.
Técnicas que permitían en pocas semanas un incremento del beneficio del 281 % en los fondos a ellos confiados por
empresas que, a la postre, nada valían, técnicas basadas en el engaño y el
soborno como el “escalonamiento” o “laddering”, el “hilado” o “spinning”, o las
vergonzosas “comisiones intangibles” o “soft dollar commissions”. Con tales tretas,
tras el pinchazo de varias burbujas, Goldman Sachs y otros hermanos menores
provocaron la evaporación del 40 % de la riqueza financiera de Estados Unidos.
Mientras Lehman Brothers y AIG cayeron, Goldman Sachs salió ileso para comenzar
de nuevo el proceso. Sus antiguos consejeros se convirtieron con el tiempo en
presidentes de los bancos centrales de Canadá e Italia, o director de la bolsa
de Nueva York, o jefe del Gabinete del Tesoro, o presidente de la Reserva
Federal, según la lista aportada por Matt Taibbi. Este autor, en su libro
Cleptopía, utiliza una metáfora radical para explicar quién es Goldman Sachs:
un calamar vampiro pegado a la faz del mundo. Y ahora, un ex-consejero de
Lehman Brothers, una de sus víctimas, lo pone de maestro de ceremonias de la
defunción del mayor monstruo financiero de nuestra historia. Eso es la
coherencia.
Publicado originalmente el 31 de mayo de 2012 en el semanario Siete Días de Jumilla.
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