A poco que nos paramos a analizar la celebración del carnaval en la civilización occidental
en los últimos siglos, nos llama la atención una serie de constantes, sea cual
sea la geografía, el apego a la tradición o las múltiples formas de evolucionar
que ha tenido este antiguo ritual.
En
primer lugar, lo que parece evidente es que, lejos de ser una apoteosis de la
impostura o el engaño, el carnaval es
más bien el triunfo de la verdad, de una verdad efímera y puede que deformada,
pero necesaria como catarsis anual de
todas las represiones externas o internas que el individuo de sociedades en las
que la mezcla de la tradición grecolatina y judeocristiana -junto al fermento
adicional de viejos ritos ancestrales de cada tribu secular- conforma un
equilibrio social y psicológico difícil de mantener.
Durante
siglos, el supuesto anonimato de la máscara permitía por unos días a cada cual
mostrarse como realmente quería ser, si bien de manera lúdica. El hombre se
disfrazaba de mujer, la mujer de hombre, el padre de familia esforzado y serio
se convertía en un personaje desbaratado y sinvergüenza, la mujer casta y
reservada se dejaba llevar por deseos que no podía confesarse a sí misma; la
amargura de tener que aparentar un papel falso día tras día era aliviada
durante un corto espacio de tiempo. Este desfogue regulado por los ciclos
estacionales era una válvula de escape que la sociedad necesitaba para seguir
viva en sus contradicciones; no es otra la razón por la que,
a pesar de estar prohibidos durante dictaduras como la de Primo de Rivera o la
franquista, los carnavales más iconoclastas no dejaron de celebrarse de manera
semiclandestina. Nunca se llegaron a cancelar los de Cádiz y Tenerife, por
ejemplo.
Hay una
dialéctica interna en el hecho de disfrazarse que ha llenado miles de páginas
de etnógrafos y sociólogos, pero que a nivel puramente poético es de una
profundidad encantadora, y es el hecho de que, para desvelarse (es decir, para
que aparezca la verdad, en el sentido griego del término) es necesario velarse.
El sentido de toda metáfora está encarnado en esa dialéctica. Es más, buena
parte del éxito del teatro popular en las sociedades más reprimidas radica en
este sano cambio de roles.
Hoy, en
las democracias neoliberales del capitalismo tardío, donde la libertad
individual no solo está permitida, sino incentivada como garantía de la
diversidad del consumo de productos pensados para cada gusto o preferencia
personal, la función del carnaval
ha desaparecido tal y como siempre se entendió durante siglos. Carnestolendas o
Entroido son hoy una excusa como otra para pasar un sano rato de fiesta que nos
aparta de la rutina laboral y de paso permite ingresar unos euros extra a
través de la afluencia de turistas. Halloween, el parque temático de Semana
Santa, viejas tradiciones recuperadas, siguen ese mismo camino.
Nada más. ¿O nada menos?
La realidad quizá sea algo más
compleja. La clave nos la da el desaforado éxito de las celebraciones de los
carnavales escolares (no muy distintas de las que festejan Halloween o Semana
Santa). No creo que el sentido de estos festejos sea preservar tradiciones que
pueden estar en peligro de desaparecer o tienen un especial interés cultural,
de hecho, se encuentran prácticamente inscritas al ámbito de la educación
primaria. Hace unos cuantos años que nadie celebra el carnaval en mi centro de
educación secundaria, incluso algún alumno me pregunta tímidamente, como si
fuera algo prohibido, si puede venir disfrazado ese martes de febrero.
No, la clave está en que estas
celebraciones (como el día de la castañera, los mercadillos solidarios, y otros
artefactos que los maestros han ido pergeñando a lo largo de los últimos
tiempos) crean comunidad en una sociedad básicamente atomizada. En este caso,
la balanza pretende equilibrar la tendencia al individualismo exacerbado, y lo
hace mediante una peculiar forma de individualismo
–el mero hecho de disfrazarse-, envuelta en una manera de fomentar el trabajo
en equipo y la colaboración de los grupos, pero no solo de los grupos
infantiles, sino también, como a nadie escapa, de los grupos de madres y padres,
familias y claustro de maestros. Esta voluntad de crear comunidad desaparece en
la enseñanza secundaria por el simple hecho de que los padres y madres ya no se
dedican a respaldar a los pequeños, y vuelve a aparecer después en la vida
adulta mediante la formación de peñas y comparsas. No desenfoquemos, en todo caso,
el asunto que nos trae: el carnaval
infantil.
II
El pasado lunes 12 de febrero
asistí a un espectáculo que no creía posible en una ciudad del sur español
–digamos Jumilla, digamos cualquier otra-. Cientos de madres, padres, abuelos
y, por supuesto, niños de distintos niveles junto a sus profesores, de las más
variadas nacionalidades (malienses, ecuatorianos, senegaleses,
colombianos, marroquíes, peruanos, ucranianos, burkineses, rumanos, murcianos),
más o menos occidentalizados, o más o menos étnicos, se encontraban pegados,
amalgamados, cementados en un hatillo sin reparar los unos en los otros. Ha
sido un espectáculo singular ver pequeños senegaleses disfrazados de vikingos,
musulmanas de velo riguroso portando el sombrero charro del traje del hijo, ecuatorianos
conversando vivamente con marroquíes acompañados de jumillanas nativas sin
ningún atisbo de prejuicio xenófobo o racista.
Conozco bien el lugar donde vivo,
y he podido ver como personas venidas de los barrios más humildes charlaban
animadamente con otras del centro. En un momento dado, se ha producido un
curioso desfile: decenas de madres disfrazadas empujaban cochecitos de bebe
donde se escondían sus hijos de pocos meses.
El desfile de disfraces era
original y colorista, por supuesto, y tenía el valor del trabajo en comunidad,
de la confección casera de los trajes, del reciclaje, qué duda cabe; pero lo
más importante radicaba en que estas máscaras, estos trampantojos, dejaban ver
la verdad desnuda, como siempre lo ha hecho el puro carnaval: una sociedad multiétnica en la que conviven magrebíes o
ecuatorianos de segunda generación, establecidos hace lustros, con
subsaharianos llegados recientemente, atraídos por el trabajo rural, o ucranianos
y otras nacionalidades del este europeo emigrados por fuerza de las
circunstancias bélicas o la inestabilidad política.
Jamás, en ningún lugar público o
privado, veremos juntas todas estas nacionalidades. Viven aislados en grupos
más o menos homogéneos y su contacto en los propios centros escolares es
también limitado, pero el sagrado
carnaval ha obrado de nuevo este milagro, como lo viene haciendo desde la
época prerromana: ha conseguido sacar a la luz la médula última de nuestra
sociedad, una sociedad diversa, multiforme, mutante, atravesada por variadas
fibras religiosas o sociales, que necesariamente tenderá a la cohesión, si las
cosas se hacen bien y aceptamos las múltiples ventajas que esto comporta, o
derivará en serios conflictos sociales –como los que se desencadenan
regularmente en las afueras de París- si las cosas se hacen mal.
Don Carnaval (o Don Carnal)
nos ha hecho un favor: ha descubierto ya
el tipo de sociedad en la que nos movemos y nos la ha ofrecido delante de
nuestros ojos, gracias en gran parte a la labor de maestros y comunidades de
AMPAs. Lo ha hecho en el sector social más sensible y frágil: la infancia.
¿Seremos capaces se aprender la
lección de don Carnaval, ese viejo
sabio y milenario? ¿O bien preferiremos cerrar los ojos y escondernos detrás de
otras máscaras mucho más peligrosas?