En lo más alto del Puerto del Escudo, como saben todos los
que pasan por esos despoblados de Valdebezana, se encuentra la Pirámide de los
Italianos, aquel mausoleo franquista que albergó los cuerpos de los trescientos
ochenta y cuatro soldados del país transalpino caídos en la batalla de Santander.
Subí una tarde de tormenta y me acerqué
a ese lugar con fama de ominoso. El aura de mal fario de la pirámide abandonada
se dejaba sentir enseguida. La hierba había reverdecido por la lluvia y los
espinos y zarzas presentaban el sugestivo tallo negro al estar mojados, pero la
silueta de la pirámide discretamente escalonada dominaba el paraje. Al fondo,
los lodos del Embalse del Ebro en pleno retroceso quedaban iluminados por rayos
de sol furtivos y huidizos. El sedimento del tiempo se había adueñado de todo
el ámbito, convirtiendo lo que fuera un espacio de homenaje en un no-lugar de
los más clásicos. En una curva cercana, otros veinte militares italianos perecieron
en un accidente en 1971, lo que hizo que, con el tiempo, la pirámide dejara de
ser un cementerio para convertirse en una ruina y al paraje le crecieran más sedimentos
de mal rollo.
La entrada está tapiada con
cemento gris, bajo la gran eme mussoliniana; encima hay una pequeña abertura,
un agujero, por el que entran y salen pequeños pájaros. Todo está vandalizado y
los nombres de mujeres desconocidas trepan por los escalones: Lola, Vale,
Mónica. Alguien ha escrito más arriba un “te quiero mucho”. ¿Quién puede ser
capaz de declarar su amor a alguien en semejante lugar? En la parte trasera,
las losas de caliza que recubren el armazón de hormigón caen sin remedio,
dejando ver un enfoscado de cemento descuidado y pobre, una verdadera chapuza
que ni la carestía del momento en que se construyó, el final de la Guerra Civil,
puede explicar. El monumento, como otros tantos del franquismo, fue construido por
prisioneros (esclavos que hicieron que saliera muy barato erigirlo).
Sólo por ese motivo no debería de
existir desde hace décadas, sobre todo teniendo en cuenta que los cuerpos
fueron exhumados.
Al menos eso pensaba yo antes de
visitar el lugar, previamente a ver una exposición fotográfica en Medina de
Pomar.
Ahora he cambiado de idea. Ahora pienso que ese mausoleo
truncado (que además es Bien de Interés Cultural desde hace unos meses) tiene
que seguir ahí, debe permanecer porque es una obra en progreso, una especie de performance no planificada, en la que
sólo la intemperie puede actuar. La Pirámide de los Italianos es lo que se podría
llamar un pudridero, un pudridero de tiempo. Ha sido vandalizada, pero la inclemencia
es lo que más la ha afectado, y este avance inexorable hacia la ruina es lo que
hace que su presencia cobre más sentido. Dejar que las zarzas invadan los escalones
y penetren en el interior, que las palomas aniden, que las últimas losas caigan
al suelo para que los nostálgicos de lo desconocido se las lleven a casa, es el
mejor destino para este lugar que viene de una época desparecida que nunca
volverá. ¿Es un lugar de memoria? No lo creo. ¿Es un lugar para reflexionar?
Posiblemente, como reflexionaba Leopardi ante un sepulcro antiguo. Todo ello es
posible, pero sobre todo, la pirámide es un pudridero de tiempo, donde las
sucesivas infamias humanas se van sedimentando como los lodos que deja el
embalse en su retirada. Cada vez que una losa cae y deja al descubierto la
obscenidad del hormigón y de las circunstancias de su construcción, una enseñanza
y una advertencia crece entre los espinos, un recuerdo de lo vano, lo patético
y ridículo que es el odio, y lo perversa que puede llegar a ser la mente humana
fanatizada e ignorante.