El pasado 9 de enero, la ensayista Irene vallejo publicaba en
El País Semanal, dentro de su sección El Atlas de Pandora, un artículo donde
hablaba, con su natural perspicacia y elegante prosa, del exceso de objetos en
nuestra sociedad y de la constante obsesión por desecharlos y adquirir otros
nuevos, práctica que, como es habitual, relacionaba con referencias sacadas del
mundo clásico, en este caso de la antigua Roma, primera empresa multinacional
de la historia. La autora de El Infinito
en un junco, cita en una parte de su texto el antiguo oficio del espigador,
asociado usualmente a la siega del cereal. Eso me hace recordar a uno de
nuestros mejores narradores de postguerra, quizá en mejor cuentista, Ignacio
Aldecoa, que tantas páginas dedicó a los oficios del campo y de la pesca. Resulta
muy recomendable acercarse a su obra a través de la selección que hiciera su
esposa, Josefina Rodríguez, también escritora, para la prestigiosa editorial
Cátedra. Rescató la autora en su antología una serie de cuentos dispersos que
clasificó por temas, a saber: El trabajo, La burguesía, Los condenados, Los
viejos y los niños y, por último, Los seres Libres. En todos ellos luce un
lenguaje preciso, ajustado, lleno de vocablos que hoy puede que no
reconozcamos, pero que enriquecen el texto y lo dotan de detalle: almádana,
blocao, estaribel, celemín, portegado, huelgo, chicón y tantos otros. La prosa
de Aldecoa es realista, absolutamente realista, al igual que sus temas, que
retratan en pequeños flashes la vida pobre y anodina de los españoles de los
años cincuenta y sesenta; sin embargo, sus cuentos están impregnados de una
poesía sutil y a la vez repleta de sabor, como si de un tinto de crianza se
tratara, que es lo que los dota de su inconfundible encanto. Aldecoa no
derrocha, no desprecia ni una sola frase, se sirve de los materiales justos, no
se deja llevar por adornos innecesarios; al fin y al cabo, lo que hace es
acompañar a los personajes y a su peripecia con la prosa adecuada y precisa a
su realidad. Se me figura, sólo se me figura, que la narrativa de Aldecoa es el
ejemplo más alejado que se pueda encontrar a esa otra realidad actual que tan
bien retrata Irene Vallejo.
En esa España tan cercana, pero tan lejana a la vez, el
escritor vitoriano se acerca, en efecto, a los trabajadores del campo, de la
pesca, de la construcción para hacerlos protagonistas principales. La urraca cruza la carretera, sobre los
peones camineros y Seguir pobres,
sobre la siega, son dos de sus cuentos más representativos. En esos ámbitos
nada sobra, nada se derrocha, los hombres se encuentran vinculados a una
inclemencia, una intemperie constante, secos, curtidos; van de campo en campo,
de comarca en comarca, bajo un fondo hiriente salido de los óleos de Godofredo
Ortega Muñoz, cosechando, picando. Nada queda para los espigadores aquí,
aquellos que recogen lo que la siega ha desechado. A pesar de todo, el oficio
de espigador es antiquísimo, practicado incluso en épocas de auténtica
carestía; de hecho, es un oficio tan ancestral que el insigne folklorista y
cantautor Joaquín Díaz lo versiona a partir de un tema del siglo XVI recogido
en el cancionero de Francisco de Salinas que podemos escuchar aquí.
Como podemos comprobar al escuchar esta humilde
cancioncilla, las espigaderuelas,
jóvenes, puede que niñas, entraban en el rastrojo cuando el segador se retiraba
para recoger los minúsculos granos sobrantes. El texto recogido por Joaquín
Díaz urge precisamente al segador a salir y dejar algo a la pequeña espigadora.
De eso mismo, de espigar y rebuscar, va el documental que
aquella gran dama del cine francés, Agnés Varda, llamada “la abuela de la Nouvelle Vague rodara en el año 2000; Los espigadores y la espigadora. Varda,
de origen griego, tuvo un extensa carrera -pues su primera película data de
1954 y la última se rodó en 2019-, ganó el León de Oro, el César francés e
incluso el Óscar honorífico. En el año 2000 descubre las cámaras digitales
domésticas y su apetito de cine la lleva a recorrer media Francia partiendo del
célebre cuadro de Millet, Las espigadoras,
de 1857, que muestra precisamente a esas esforzadas mujeres agachadas
recogiendo el magro fruto tras la cosecha. Desde el entorno rural que muestra
Millet, Varda se sumerge en un mundo urbano donde multitud de ciudadanos, ya
sea por necesidad, por conciencia o por vocación artística, se acercan a los
mercadillos, las grandes superficies comerciales o los portales de las casas de
los vecinos a recoger lo que otros han desechado. Así, en un viaje desenfadado,
trufado de poesía y del fino humor de Agnés Varda, llegamos a conocer a
personajes variopintos de todas las edades y extracciones sociales. Ella misma espiga
en sus entrevistas rescatando datos y declaraciones en torno a esa faena de no
dejar que se pierda lo que otros despreciaron. La vemos acercarse, incluso
recoger ella misma, patatas en un enorme montón desechado junto a la parcela
cosechada, manzanas que maduran y caen del árbol con un leve balanceo, tomates
abandonados, hortalizas, uva.
Agnés Varda, como sin querer, nos
pone delante de nuestra realidad, la de una sociedad que no sabe el valor y el
esfuerzo que significa cultivar o fabricar un producto y que se desprende de él
al más mínimo defecto o mancha. Una lección desde la perspectiva de hace dos décadas
para los tiempos de carestía que se nos avecinan. Cuando nos asomamos a las
duras condiciones de vida de los trabajadores de Aldecoa, cuando escuchamos la
llamada a la solidaridad dentro de una canción del XVI, cuando vemos los
rostros curtidos de los entrevistados por Varda, se nos hace más claro el
sinsentido de esta sociedad entregada al frenesí del derroche y de la
inconsciencia.
Hay que decir que la ley francesa
protege secularmente la actividad del espigueo o de la rebusca (así llamada cuando
se refiere a árboles). Los ciudadanos tienen todo el derecho, por encima de la
opinión de cada cosechero, de recoger el fruto despreciado, marcando incluso
unos horarios y unas distancias concretas y regladas. España, país de traperos,
rastros y rebuscadores seculares (léanse La
busca, de Pío Baroja), no ha tenido nunca legislación precisa sobre el
espigueo. En nuestro país, las nuevas leyes contra el desperdicio alimentario
pretenden paliar el insoportable panorama de toneladas de alimentos consumibles
que acaban en la basura (solo en hogares hablamos de 1.364 millones de
kilos/litros de alimentos anuales, según fuentes del Gobierno de España).
Cataluña ha promulgado recientemente legislación sobre el tema (Ley 3/2020 de
11 de marzo, de prevención de pérdidas y despilfarro alimentario, en BOE nº 78
de 21 de marzo de 2020) donde se reconoce la práctica del espigueo, aunque con
la autorización previa del titular de la explotación.