Corría el año 1983 cuando un pequeño estallido removía el mundo del cómic tras la publicación del primer álbum de la serie Las ciudades oscuras, que dos autores francobelgas, Benoît Peeters y François Schuiten, desarrollarían en las décadas posteriores. Ese primer tomo, titulado Las murallas de Samaris, impecable en su factura, exacto y milimétrico tanto en guión como en dibujo, ha conseguido saltar por encima de las peripecias de las ediciones agotadas (recientemente Norma Editorial lo ha reeditado para España) y de la imparable mutación de los gustos gráficos y de la edad de los aficionados al mundo del cómic. Sus virtudes lo han convertido en un clásico que, como escribe Sergio Benítez (ver enlace), "ha ganado en potencia, resultando el mensaje que en última instancia se puede destilar de éstas páginas tan válido y actual como lo fuera hace treinta años". No sólo eso, Las murallas de Samaris se reviste hoy de una nueva capa de significados que la convierten en una certera alegoría del mundo occidental actual, una segunda vida que posiblemente los propios autores no soñaron pero que da idea de su calidad como obra de arte universal.
La
historia comienza en la ciudad de Xhystos,
una urbe de burócratas primorosamente descrita por el dibujo de Schuiten, con su arquitectura de acero
y cristal (ya veremos que este es el primer detalle a tener en cuenta), donde
vive Franz, a quien se le encarga la
misión de visitar la vecina -y muy lejana- Samaris.
La novia de nuestro protagonista, muy enfadada porque éste ha aceptado la
misión, rompe con él; no en vano su hermana, la bella Clara, desapareció en Samaris
y nadie volvió a verla. El caso es que los últimos visitantes que se allegaron
a la vecina urbe no han regresado, por lo que se supone que algo raro está
ocurriendo en Samaris. Con la
promesa de una ascenso social, Franz emprende un larguísimo y agotador viaje
por tren, avión y barco, atravesando vastedades desiertas hasta enfrentar las
murallas de Samaris, que aunque
visibles desde lejos no parecen alcanzables. La viñeta que reproduzco es ya
evidente: un enorme muro desnudo se yergue imponente sobre la frágil patera de Franz.
Pero
finalmente, el viajero penetra en la ciudad, aparentemente una urbe civilizada,
con hermosos edificios dieciochescos. Consigue encontrar alojamiento en lo que
parece el único hotel de Samaris, anómalo
para una ciudad tan imponente. Enseguida se hace extraña la actitud de las
gentes, distantes al par que ociosas, ajenas en cierto modo al entorno,
enfrascadas en actividades de funcionario o escribiente o en juegos de azar o
de salón. Todo son breves saludos, conversaciones insulsas y superficiales.
Conoce a una joven llamada Carla,
curiosamente muy parecida a su cuñada perdida, con la que intenta entablar una
conversación más profunda sin éxito, haciendo que ella, tan huidiza como los
demás, se asuste. Franz pasea por la
ciudad, no hay niños, nadie ejerce trabajos manuales y los edificios se repiten
con monotonía a su paso. Llega el viajero a arrancar el marco de alguna ventana
para encontrar detrás un muro, al igual que en su propia habitación, tapiada
por las humedades. Franz se siente cada vez más oprimido, más molesto a la vez
que adormecido. Finalmente, en un arrebato, consigue derribar un muro del
hotel, curiosamente frágil, y accede a la cruda realidad: la ciudad es un
enorme simulacro, un conjunto de decorados unidos a mecanismos que hacen que el
entorno urbano de la ciudad cambie cada día y encierre a los habitantes en un
entramado kafkiano. Cuando por fin el viajero llega al núcleo de esa gran
tramoya que es Samaris, como podemos ver en la viñeta, y comprende por qué el
emblema de la ciudad es una planta carnívora llamada drosera, que atrae a sus víctimas con tentáculos edulcorados. Todos
los habitantes de la ciudad son víctimas del mecanismo infernal de Samaris, enajenados por la imagen que
la ciudad ha creado para que no escapen. Franz
lo hace después de varias peripecias y regresa a Xhystos, donde le espera una horrible revelación, pero esa ya es
empresa del lector entregado.
Es
posible que Benoît Peteers leyera a Baudrillard y su concepto de simulacro, que hacia los ochenta estaba en plena
actualidad, o también que quisiera enseñarnos una parábola de la alienación de
las ciudades modernas, tan burocratizadas y cuadriculadas en su funcionamiento
como son las ciudades oscuras que
inventa, reflejando también la sospecha de la realidad consustancial a la época
de la modernidad avanzada; es posible que quiera pasar a cuento visual el texto
de El Proceso, de Kafka, o todo a la vez, lo cierto es
que junto a Schuiten parece haber
proyectado en una alegoría todas las contradicciones actuales de esta Unión Europea en la que vivimos hoy,
incluso del propio sistema capitalista. Veamos algunas coincidencias.
Para
empezar, Xhystos se nos presenta
como la realización del sueño de la arquitectura decimonónica de acero y
cristal, presentada a demás en un estilo modernista propio del mejor Victor Horta. Esto nos recuerda el
reciente texto de Peter Sloterdijk
sobre El palacio de Cristal (ver: El Mundo interior del capital: Para una Teoría Filosófica de la Globalización, Siruela, madrid, 2010), inspirado en aquella proeza londinense
construida para la Exposición Universal
de 1851, nacimiento de la arquitectura de hierro y cristal. Sloterdijk metaforiza en la
construcción británica la estructura del capitalismo globalizado. El autor
alemán sostiene que el sistema ha sustituido el viejo mundo metafísico por una
burbuja de cristal en cuyo interior el ciudadano dispone de todo lo necesario y
de la capacidad de adquirirlo, por muy lejano que se encuentre. Pero este mundo
interior depende de un mundo exterior del que se tiene que alimentar
necesariamente, y al que accede de forma remota, a través de grandes emporios
como Amazon, Alí Babá, Google y el
resto de gestores de internet u otros medios de comunicación mundializados.
Este "espacio ordenado domésticamente y climatizado artificialmente"
no es, según Sloterdijk, "un
ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha
arrastrado hacia adentro todo lo que era exterior" (p. 30). Tanto Xhystos como Samaris tienen en el cómic de Schuiten
y Peteers esa apariencia de
espacio cerrado, acristalado y desinfectado.
Pero este sistema tiene ganadores,
que habitan la burbuja, y perdedores, que quedan fuera, en el exterior, y a
veces, como era de esperar, esos habitantes externos penetran en el interior de
la burbuja, como ocurre en la elocuente imagen de Franz entrando a Samaris
en barca. Cuando esto ocurre -inmigrantes en el Mediterráneo, atentados yihadistas, refugiados sirios- la alarma es
generalizada. No ocurre así en Samaris,
donde el peregrino parece encontrar un cobijo -al estilo del buen samaritano-
aunque sólo sea momentáneamente, pero esto es así porque Samaris es una ciudad mental antes que real, hoy diríamos virtual.
El interés de Samaris es atraer
víctimas que alimenten su sistema, que haga que sus tramoyas y decorados luzcan
y funcionen, para después, con el tiempo, excretar a esos mismos visionarios
cuando han sido exprimidos y no son de utilidad, exactamente como el
capitalismo globalizado, que expulsa hacia los bordes de las ciudades los
escombros que de los que no sirven, haciéndolos habitar los no-lugares del no-consumo.
En todo
caso, incluso el viajero que todavía tiene la suerte de vivir dentro de la
ciudad-teatro se encuentra ante un panorama desolador, donde nadie parece
hacerle caso, y peor, nadie parece ser nada. En este punto es donde nos llega
un nuevo nivel de significación en esta metáfora de Occidente, y en concreto de la vieja Europa, que es Las murallas
de Samaris. La ciudad-decorado se nos figura un trasunto claro de la
deteriorada Unión Europea, con sus
burócratas pasivos, sus leyes inútiles y esa extraña postura paradójica hacia
los refugiados, acogidos y expulsados a la vez. Nos engañamos si pensamos que
alguna vez Europa ha sido el
"buen samaritano" de Occidente.
Como nos aclara Slavoj Žižek, el
más importante crítico de la globalización capitalista (ver Los refugiados y el
terror, Anagrama, Barcelona, 2018), esa Unión Europea "democrática"
defensora de los derechos humanos y del Estado del Bienestar "nunca ha
existido" (p. 16). Žižek
recuerda que Europa se encuentra anclada entre Estados Unidos y China, los dos
modelos de capitalismo actual y que su única oportunidad es superar la
oposición entre el modelo anglo-sajón y el modelo franco-alemán, algo que ya
vemos que parece imposible. Así pues, Europa -Samaris- se encuentra encarcelada
entre lo que nos quiere hacer creer que es y lo que es en realidad -entre su
realidad y su simulacro-. Al igual que Samaris, Europa es el típico sistema
estático en el cual la resolución de la paradoja implica la desaparición. los
viajeros que llegan a Samaris buscan la verdad que se oculta tras el simulacro,
pero se ven frustrados, porque detrás sólo hay tabiques de ladrillos y puertas
tapiadas. De la misma forma, los refugiados que cruzan el Mediterráneo no sólo
huyen de una situación catastrófica; buscan en Europa un sueño; en realidad,
como apunta Žižek, no se conforman con Francia, España o los Balcanes, quieren
ir más allá. "La ardua lección que aprenden los refugiados es que 'Noruega
no Existe', ni siquiera en Noruega" (p. 62). Los pocos que consiguen
escapar de la anodina realidad de Samaris descubren que, en realidad, Samaris
no existe. La Europa que los propios ciudadanos del interior del invernadero,
de nuestro palacio de cristal, creen conocer no existe ni ha existido, fruto de
la revelación de este engaño monumental llega la furia -al igual que Franz en Samaris-,
los propios europeos optan por la violencia cuando descubren la tramoya, la
trampa, y caen en manos de los tentáculos de la extrema derecha, de Marine le Pen, de Salvini, de Vox.
Ésta es nuestra condición, tan magistralmente expuesta en ese cómic que ya es un clásico y que tantas lecciones nos depara. pero todavía queda un "tour de force" final. Cuando Franz regresa a Xhytos, tras un viaje de vuelta atroz, sigue notando esa opresión que sentía en samaris. Pide hablar con el consejo de la ciudad y allí, en una escena plenamente kafkiana (ver viñeta)
descubre lo que ya intuía, que las dos ciudades forman parte
del mismo sistema de simulacros y que definitivamente está fuera, sin remedio,
sin lugar. La solución a la crisis de los refugiados, como también apunta Žižek,
se encuentra fuera de Europa -y a la vez dentro-. Para resolverla no sirven ni
los paños calientes de una izquierda ingenua y timorata ni los exabruptos de la
nueva extrema derecha. Los refugiados huyen de los problemas que el interior de
la cúpula les ha creado: la crisis mundial del mercado de alimentos, las luchas
de las potencias por el control de las materias primas, la disputa por el agua
en plena África y tantos otros. Si Europa logra redimirse luchando por resolver
esos problemas quizá consiga volver a creer en las narrativas de la Ilustración
y sea capaz de mirarse a sí misma. La solución puede parecer utópica -como
advierte Žižek- pero la alternativa es sucumbir aplastados entre los dos
grandes bloques capitalistas mientras se desploma, en un ruido de cartones,
tanto simulacro, tanto decorado y tanta máscara. Aprendamos de Samaris.